Dom 25.03.2007
radar

El que se animó

› Por Mario Wainfeld

Francisco Granato habla con Walsh, tiene 29 años de “vivir a los saltos”. Eran cinco hermanos, el viejo “tenía su rebeldía, naturalmente, era peronista pero no era un hombre armado ideológicamente”.

Granato, un militante sindical, estuvo en la ratonera en la que mataron a Rosendo García. Walsh toma nota del testimonio, que cobra sentido con la biografía del testigo protagonista. Granato le cuenta su encuentro, de pibe, con Eva Perón. Walsh le agrega una línea. En el original, en ¿Quién mató a Rosendo?, Granato va en bastardilla, el narrador, no. Acá también.

“Me dio la mano y, bueno, naturalmente, la casa de nosotros era bastante friolenta y yo tenía frío así que me acuerdo que la mano de Evita era muy caliente.

Ella le acarició la cabeza. El le pidió una bicicleta.”

La viñeta termina ahí, sin ni siquiera dar cuenta de la entrega de la bicicleta. No es menester, el relator se hace cargo: esa línea sobraría. Su probidad literaria da en el blanco y cómo. Haga la prueba, cuarenta años después. Propóngase una pintura más certera sobre Evita en cuatro líneas, tres dichas por otro.

De esa capacidad imbatible quiero hablarle, con profusión de citas. Serán breves, porque el tipo sabía expresarse.

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El comisario se sorprende. “¿Yo leería más rápido porque no tengo experiencia? Entonces, ¿para qué sirve la experiencia?”

Daniel Hernández, el detective amateur y sagaz, lo desasna: “Para leer más despacio”.

Los personajes hablan de la tarea del corrector pero no nos importa. Queremos proponer, a esta altura, que a Rodolfo Walsh hay que leerlo despacio porque vale la pena, porque hay mucho más en sus textos que la enormidad de su compromiso.

Puede parecer una contradicción en los términos, cuesta asociar su prosa a la lentitud. Quienes lo conocieron (Rogelio García Lupo, Lilia Ferreyra por decir dos ejemplos) evocan que escribía rápido. A uno, que no lo conoció, le resulta fácil creerles. El vértigo es connatural a la narrativa de Walsh, la urgencia por llegar al punto y seguido. Pero esa velocidad en la escritura es ulterior a un proceso mental que casi se escucha, que hace legible la realidad.

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“¡Si avanzás un paso, te levanto la tapa de los sesos! -–le informaba a ratos regulares—. ¡Si hablás te levanto la tapa de los sesos! ¡Si hacés un gesto te levanto la tapa de los sesos!” Es un guardián que tiene preso a uno de los sobrevivientes de José León Suárez. Walsh no lo toma en joda, pero bromea. “Su vocabulario era limitado, pero convincente.”

El sentido del humor es, sin admitir prueba en contrario, uno de los atributos esenciales, ostensibles y generosos de la inteligencia. Contra lo que suele pensarse, la ironía es un bien escaso, muchos la confunden con el sarcasmo, el epíteto o el brulote, Walsh jamás.

La crónica, bien mirada, es un género superior. No es mera cuestión de ver sino de entender. No es cuestión, sólo, de entender sino de transmitirlo, de ser creíble, de ser irrefutable. La crónica bien hecha es un tributo a la inteligencia del lector, que el escritor-periodista transforma en sencilla, en grata. Es grato leer a Walsh, aun en sus textos más severos, no es casual.

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“Livraga me cuenta su historia increíble. La creo en el acto”, cifra Walsh en Operación Masacre. La credibilidad es una construcción social, puede ser un artificio. La verdad se palpa, se conoce, se mira, se comprende. Entonces, recién entonces, se la cuenta. ¿Vale decir “contar” para Operación Masacre? Claro que vale.

La verdad está ahí, al alcance de quien quiera desentrañarla. Pero no consiste, charramente, en los hechos. Las circunstancias policiales ameritan un sondeo profundo. Pero hay más, todo crimen cometido desde el Estado es más que las balas, que la tenebrosa personalidad de los verdugos. Lo perdurable, lo que debe ser develado, más allá de la pesquisa rigurosa, es la existencia de una oligarquía “temperamentalmente inclinada al asesinato”.

Quaranta, el jefe de la SIDE que comandó el asesinato de Marcos Satanowsky, podía ser “el arquetipo pintoresco de una época, un humanoide primitivo de uniforme, propiamente un gorila cimarrón”. Servirá para una misión, un homicidio, será también un dato a modificar. “Satanowsky fue el primer miembro de la oligarquía ejecutado por un servicio pero también fue el último.”

La obsesión detectivesca por identificar a los autores materiales es condición necesaria para concretar una tarea política: “No dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las almas bellas de los verdugos”.

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“Déficit de historicidad”, reprochó Walsh a la conducción montonera en un texto ahora canónico, asombrosamente lúcido y solitario para el momento en que se escribió. Y para la posición de quien lo escribió. Esta nota no incursionará en ese debate sino para apuntar que a Walsh le sobraba predicamento para exigir historicidad. Todos sus textos la rezuman, incluidos los cuentos policiales de los que abjuró, en lógico tributo al clima de época. En uno de ellos describirá como nadie el clima de una partida de pase inglés entre tahúres de arrabal. Un costumbrismo cabal, huero de piedad o de miserabilismo.

De todos modos, es evidente que esos cuentos fueron superados, con un salto de calidad, por los que escribió en la década del ‘60, ulteriores a sus libros de denuncia. “Esa mujer” se lleva las palmas académicas, con buenos motivos. Pero “Fotos” también tiene lo suyo. Comienza así y no me diga que no comienza bien:

“Niño Mauricio, vaya a la dirección.”

El niño Mauricio Irigorri le tocaba el culo a la maestra, eludía el cachetazo y en el recreo cobraba las apuestas. El niño Mauricio Irigorri tenía una hermosa letra, sobre todo cuando firmaba “Alberto Irigorri” bajo las amonestaciones de los boletines. Don Alberto no reparaba en esos detalles. Estaba demasiado ocupado en liquidar a precios de fábula un galpón de alambre que comenzó a almacenar cuando la guerra de España. Ahora el alambre no venía de Europa, porque allá lo usaban para otra cosa. “Gracias a Dios”, repetía Don Alberto que por esa época se volvió devoto.

Jacinto Tolosa, su transitorio amigo (hijo de hacendado, futuro abogado), quiere desencantar a Mauricio de su pasión por la fotografía. Más tarde la vida, una mujer, pero sobre todo la inexorable lógica de sus pertenencias sociales los alejará. Pero, todavía, dialogan. Jacinto le tira con la biblioteca: “El arte es un ordenamiento que no está previamente contenido en sus medios”. Y se ampara en la autoridad: “Aristóteles, Croce, Joyce”. Mauricio refuta: “Me cago en Croche” y, algo más medulosamente, “No viejo, si ya caigo. El arte es para ustedes”.

A las mentiras de autoridad, a la apropiación privada de todas las riquezas, incluida la literatura, se opuso Walsh, en tantos registros.

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“Encuentro un hombre que se anima. Temblando y sudando porque él tampoco es un héroe de película, sino simplemente un hombre que se anima y eso es más que un héroe de película.” Con ese “tampoco” Walsh, como Velázquez en Las Meninas, se autorretrata al fondo. Fue más que un héroe de película. Fue un hombre que se animó a llevar al límite sus convicciones, a desafiar las tentaciones de la “torre de cristal”, del seguidismo militante, de la fuga a lo privado.

Se animó con todo y luchó, permítaseme una burlona transposición, con la espada, con la pluma y la palabra. Interpretar su legado alienando alguno de esos factores sería una falsedad.

Walsh va camino de ser un clásico. La opción vital que lo llevó ahí no es el único camino posible pero fue el que escogió. Escindir su obra escrita, toda ella, de su compromiso es una falacia conceptual, sea que se lo haga para privilegiar una u otro. Víctor Pesce propuso sugestivamente hace un par de décadas “evitar ese movimiento (compartido por la derecha y por la izquierda) que intenta siempre erigir mausoleos unilaterales o héroes para panteones después de haberlos despojado de aristas inconvenientes”.

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Puede haber júbilo en la tarea de comunicar, en la de interesar al lector, en la de saberse respetado por el narrador. Siempre hay júbilo en la obra de Walsh. En algunos casos, es agradablemente obvio. Por ejemplo en “Corso”. Dos reos van, pues, al corso. Uno es el narrador en primera persona, el otro (Angel) el protagonista. Siguen a un pseudo fakir, tragafuegos. “Entonces el hindú, mirando el palco donde estaba el intendente echa la cabeza para atrás y se manda un trago doble de la nasta y mirando al cielo se arrima un fosforito. Y en eso lo veo al Angel que levanta el plumacho y lo toca justo en el huesito de la garganta y el hindú empieza a escupir fuego hasta por los ojos y se siente un olor a bife que ni te cuento, el hindú parece que se quema y yo hago lugar para los bomberos, o sea que me rajo.”

Siempre es tiempo de honrar y evocar a Walsh. Rajemos a leerlo.

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