Dom 25.03.2007
radar

La mano de escritor

› Por Rodrigo Fresan, Desde Barcelona

UNO Pensaba que no tenía ningún libro de Rodolfo Walsh en mi biblioteca de Barcelona. Sabía, sí, que los había tenido: se los había prestado, todos (junto a El retorno de Eva Perón de V. S. Naipaul) a un amigo escritor de por aquí. Después, al poco tiempo, mi amigo murió. Y si los vivos no devuelven los libros, entonces los muertos los devuelven aún menos. No hace mucho, en un texto inédito próximo a ser publicado de ese escritor, leí: “Una vez, mientras charlaba con Rodrigo Fresán, le pregunté qué le parecía el texto de Naipaul. Fresán, que conoce como nadie la literatura en lengua inglesa, apenas recordaba la crónica de Naipaul, pese a que éste se cuenta entre sus autores favoritos”. Y ni una palabra acerca de los libros de Walsh. Tampoco hay mención alguna a su obra en una turbulenta conferencia que ese mismo escritor muerto escribió sobre la literatura argentina. ¿Habrá llegado a leerlos? ¿Qué habrá pensado? ¿Qué no habrá pensado? En cualquier caso –aunque los libros de Walsh suelen estar en la mejor librería de esta ciudad que, a mi juicio, también es la mejor librería de cualquier ciudad del mundo– ahora es de noche y todo está cerrado y, sabiendo que no tiene sentido alguno, voy hasta el estante de mi biblioteca en el que vivía Walsh y desplazo algunas pilas en precario orden y pierdo y pierden el equilibrio y un libro cae de espaldas y boca arriba y ahí está: Ese hombre y otros papeles personales, de Rodolfo Walsh con Walsh en la portada del libro y en la cubierta de un barco, cámara al cuello, manos a la cintura, de espaldas al horizonte, mirando a popa.

Lo muertos no devuelven los libros pero –ya lo dije en otra parte– los escritores, todos, inevitablemente, acaban siendo los fantasmas de aquello que escribieron. La obra –para bien o para mal, para mejor o para peor– permanece y sobrevive al autor. Y, a veces, estoy seguro, ese autor fantasma mueve a uno de sus libros vivos para señalar que todavía anda dando vueltas y vueltas de páginas por ahí.

DOS Rodolfo Walsh es, me parece, un fantasma incómodo recorriendo la historia y la literatura argentinas. Incómodo, primero, porque su participación en una gesta luminosa en la teoría y rebosante de sombras en la práctica siempre se me antojó como una decisión más personal que otra cosa. Incómodo, segundo, porque es alguien que decidió dejar la literatura no precisamente para dedicarse a pintar. Se conocen varios casos de grandes escritores que pensaban que primero había que ir a la guerra para después volver de allí con uno o varios grandes libros entre manos. La lucha armada como rito de paso donde los jóvenes se convertían en hombres y los aprendices en maestros. En cambio, son pocos los ejemplos de grandes escritores que, habiendo escrito grandes libros, deciden, en su madurez, decirle hola a las armas y adiós a la máquina de escribir.

Una vez alguien me comentó que Walsh –obsesivo como un poseído, con precisión de científico, casi un adicto a los detalles– se metía en cosas y en ambientes que no conocía hasta dominarlas y conocerlos a la perfección para luego, por completo satisfecho, abandonarlas y dejarlos atrás en busca de un nuevo interés o de un nuevo “caso” para el investigador privadísimo que era él. Una especie de vampiro de lo extraño que no se detenía hasta asimilarlo en su propia sangre, de ser posible, enalteciendo los glóbulos de lo ajeno pero ya no.

Otra vez alguien me dijo que había visto a Walsh escribiendo y que era como ver a un hombre en agonía, retorciéndose de dolor hasta extirpar la palabra exacta de su cabeza para trasplantarla al papel. Cabe pensar –a partir de uno de los textos reunidos en Ese hombre– que Walsh estaba convencido de haber alcanzado cierta cumbre en lo escrito y que se disponía a mutar otra vez. Ignoro si esa nueva metamorfosis tenía que ver con “pasar a la acción” y todo eso. De cualquier forma, allí se lee algo que a mí me cuesta comprender pero que respeto: “Revalorización. Es indudable que en los últimos años he ido desvalorizando, consciente e inconscientemente, el trabajo literario. La sola palabra me produce una cierta revulsión. Tratemos de analizar por qué, las causas históricas. La literatura se me apareció durante gran parte de mi vida como una aspiración mitológica. Era lo que yo finalmente quería hacer, mi destino, etc. Era una típica visión pequeño-burguesa, la búsqueda del prestigio a través de los mecanismos gratificantes de la exacerbación de la personalidad como única, genial, etc. A través de la literatura podía mimetizarme con los elegidos, capaces de percibirse a sí mismos como el fin al que tendía al mundo: generaciones y generaciones de hombres y mujeres anónimos e inútiles que confluían triunfalmente en un Borges, en un Huxley. Ser escritor era finalmente una forma de ser, posterior y superior al ser hombre”. Más adelante, Walsh agrega y da fechas: “Mi relación con la literatura se da en dos etapas: de sobrevaloración y mitificación hasta 1967, cuando ya tengo publicados dos libros de cuentos y empezada una novela; de desvalorización y paulatino rechazo a partir de 1968, cuando la tarea política se vuelve una alternativa”.

Digo que me cuesta comprender todo esto –que no lo puedo entender– porque la excelencia individual por escrito convirtiéndose en aspiración colectiva por vivido no me parece un camino lógico. Es una opinión y una opción personal y, por lo tanto, ya lo dije, más que respetable, claro. Pero siempre me pareció que los narradores puros que se politizan –más allá de su bondad y buenas intenciones o, si se prefiere, de su, esa palabrita, compromiso– siempre acaban escribiendo peor (o más impuramente) y acaban sacrificando casi siempre en vano una “aspiración mitológica” en el altar de vanidosos profetas demagógicos que, por lo general, suelen leer poco y mal.

La única manera en que yo –pequeño-burgués y sobrevalorador y mitificante hasta la muerte y más allá– puedo interpretar o descifrar la trama de Walsh más como personaje que como persona es la siguiente. Un argumento simple –que muchos condenarán como simplista– para un micro-relato de alcances inmensos: la historia de ese hombre que un día o una noche sintió que había alcanzado lo máximo que podía ofrecerle la literatura y que, habiéndoselo dado absolutamente todo a la literatura, decide dedicarse a otra cosa. Así, Walsh como compulsivo devorador –y descartador– de sucesivos destinos u oficios terrestres.

El enigma imposible de resolver por razones obvias –me parece un misterio más que pertinente tratándose de un escritor que, en un principio, se interesó mucho en el género policial– es el de a qué se habría dedicado Walsh –y qué habría escrito acerca del asunto, porque me gusta pensar que hubiera vuelto a escribir– una vez agotada la “alternativa” de la “tarea política”. En qué se habría interesado Walsh –aburrido o saciado o desilusionado– luego de esa rara forma en la que, conjeturo, supo encontrar una mezcla de lo intelectual con lo detectivesco si, como ocurre en ciertos thrillers, los acontecimientos no se hubieran precipitado y...

TRES ...siempre fue exactamente esta cuestión la que me intrigó de Rodolfo Walsh: la saga tan íntima como pública de un impecable histórico ahogado por una Historia más bien sucia. De ahí que en alguna ocasión –por su vocación de estar en todo y en todas, por su compulsión exploradora de extranjero existencial, por sus orígenes de hijo de mayordomo en contraposición a las raíces de hijo bastardo del inglés, por su apetito de reclamador de causas colectivas con modales personales, y por su final acelerado– se me ocurriera que Walsh de Argentina era nuestro Lawrence de Arabia. Y que hasta me preguntara cómo novelizarlo. Siempre me intrigó la inexistencia de una Novela de Walsh habiendo novela de otros tantos firmadas por tantos otros que lo conocieron más o menos de cerca. La ausencia, la desaparición antes de existir de semejante libro, se debía, no demoré en comprenderlo, a que no era ni es sencillo meterse con Walsh. Porque Walsh es un raro ejemplo ejemplar. Walsh como material sensible, volátil, inflamable, peligroso de agitar y sacudir antes de usar. Walsh como elemento inapelablemente fechado pero, al mismo tiempo, fuera del tiempo y del espacio. Walsh como espectro de navidades pasadas con pleno derecho para pedir explicaciones o ajustar cuentas con tanto Scrooge por ahí y afirmando, ahora, que ya no creen en aquellas fiestas de antaño. Walsh como sacra reliquia o como talismán que puede condenar a aquel que no sea digno de sus dones y aquí, por suerte, ya era hora, voy a hablar de lo que a mí más me interesa. Del escritor sentado (por el mismo motivo que lo empariento automáticamente con T. E. Lawrence, se me hace difícil pegarle a Walsh la etiqueta de guerrillero o lo que sea) antes que del aventurero de pie. Voy a hablar de la literatura, de la literatura de Walsh y de un cuento en particular de Walsh.

Mi primera percepción de Walsh es infantil y fantástica y tiene que ver con su Antología del cuento extraño y con un relato que allí incluyó: “La zarpa de mono” del inglés William Wymark Jacobs. Leí el cuento casi en simultáneo con una adaptación televisiva que hicieron Narciso Ibáñez Menta y su hijo (“La Zarpa”, de 1974, Canal 11, Historias para no dormir, leo en Internet que el tape de ese programa se ha extraviado) y yo perdí varias noches de sueño pero disfruté de varias noches de pesadillas.

Años después, leí por primera vez esa obra maestra que es “Esa mujer” (recuerdo otra adaptación televisiva, una de “Esa mujer”, ¿era Ricardo Darín el periodista?, ¿era Arturo Maly el militar alucinado?) y pensé y sigo pensando que se trataba de una reescritura lateral y perfecta de “La zarpa de mono”. Es decir: el amuleto catastrófico y animal reemplazado por el talismán fatal de un cadáver de mujer enloqueciendo a sus efímeros poseedores con la maldición eterna de su potencia simbólica e histórica.

En “Esa mujer” –relato de fantasmas sin fantasma en el que Walsh consigue la proeza de hacer comulgar al imaginario de Henry James con el idioma de Ernest Hemingway– aparece Walsh como testigo. Y se me ocurre ahora, volviendo a lo de antes, que son muchos los que no se atreven de verdad y a todo con Walsh porque, quizá, sientan que Walsh –testigo ocular y privilegiado para siempre– no los perdonará si mienten o si falsean. De ahí que Walsh sea un intocable al que sí es lícito toquetear pero no agarrar con fuerza y sin soltarlo, porque vaya a saber uno lo que pueda pasar. Así, el círculo se cierra y Walsh como la mano de escritor luego de la zarpa de mono y del cuerpo de esa mujer cuyo nombre no hace falta pronunciar para oírlo.

CUATRO En lo personal, Rodolfo Walsh era amigo de mis padres. En los ‘60 –en esos años en que los niños de mi generación aprendían a caminar mientras sus progenitores tomaban las primeras lecciones para salir corriendo– Walsh estuvo varias veces en casa y tengo un recuerdo muy difuso de él porque por casa –por casas, mejor dicho– pasaba mucha gente. En realidad, de lo que más me acuerdo es de su risa una noche en que le pregunté si él era la personalidad secreta, el Clark Kent, de María Elena Walsh. Y Walsh se rió y yo ya le envidié el apellido brit/irish y la redondez de un nombre que me parecía a la altura del de los comics. Rodolfo Walsh tenía para mí la misma resonancia de Dick Tracy o Sherlock Time o Steve Canyon o Juan Salvo. El nombre de alguien que no podía ser sino protagonista y, además, héroe. Entonces Walsh era una leyenda local, un mito de culto. Mi madre me cuenta que, cuando lo conoció, se acercó a él emocionada y le preguntó “¿Vos sos Rodolfo Walsh? No sabés las ganas que tenía de conocerte” y que Walsh, resignado, respondió: “Sí, ya sé: me hacías más alto, ¿no?”. Estoy seguro de que Lawrence –otro bajito colosal– debería decir algo parecido cada vez que se acercaban a su luz. Me acuerdo, al final, en Caracas, de mis padres susurrando un “Mataron a Rodolfo”.

Y cosas que suelen decirse acerca de Walsh que me producen cierta incomodidad y que nunca dije ni diré: que Operación Masacre prenuncia y se adelanta al A sangre fría de Truman Capote; que su obra maestra es la “Carta abierta a la junta militar” y que “escribió su propia muerte” o “murió como había vivido: a fondo y según sus reglas” o cualquier otro de esos muchos slogans tanáticos que son especialidad de la casa y de la nación cuyo himno llama a jurar extinguirse pero, eso sí, con gloria.

En lo profesional (esa condición que con el correr de los años se va convirtiendo en la más personal de todas), no escribí Walsh: The Novel pero sí me propuse un relato que, de entrada, me planteé como homenaje y ejercicio en su memoria y con su estilo. Un relato donde volvería a aparecer el fantasmal cadáver de la Jefa Espiritual de la Nación, otra vez sin que su marca (Evita es más marca que apelativo, me parece) fuera mencionado, y que estuviese narrado por alguien que lo tuvo en sus brazos, quedó marcado para siempre y que lo cuente con la sonrisa triste de quien se sabe indigno pero, aun así, rozado por un mito. Ahí está, en mi primer libro, se llama “El último privilegiado” y, a pesar de ser imperfecto, estoy seguro de que se trata del cuento más “exacto” que nunca escribí y que jamás escribiré. De algo estoy seguro: en su imperfección, por suerte, radica la certeza de que para mí el “trabajo literario” siempre será un “destino” a alcanzar y que, por lo tanto, jamás me causará “cierta revulsión”. Otra cosa es cierta: no lo habría escrito –de más está decirlo, pero no se responsabilice a Walsh por ello– de no haberme sido presentada por él “La zarpa de mono” y después “Esa mujer”.

En uno y en otro, en “La zarpa de mono” y en “Esa mujer”, me parece, apenas se esconde una visión velada pero despiadadamente clara de lo que era y es y siempre será la Argentina; de los riesgos de pedir deseos y de desear cosas; y de los peligros de que esos deseos sean concedidos y esas cosas entregadas a las personas erróneas en ese país. En este esquema, por desgracia o por fatalidad, las buenas personas siempre mueren y suelen ser los otros los que cuentan –en ocasiones tan mal escrita– nuestra historia para no dormir. Por fortuna, ahí está la mano de escritor, de ese escritor, de un escritor llamado Rodolfo Walsh.

Muchos la miran.

Algunos la describen desde una prudencial o respetuosa distancia.

A ver quién se atreve, por fin, a estrecharla.

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