› Por Martin Kohan
Se pensó por algún tiempo que la emboscada donde cayó Rodolfo Walsh, el 25 de marzo de 1977, respondía a una represalia que se tomaba contra la divulgación clandestina de su “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”. Esa creencia (y aun más: el deseo común de participar de esa creencia) contaba con más de un motivo. Por una parte, respondía a la perfección al sueño mitológico del escritor-mártir: el escritor que se inmola al detonar su carta-bomba en plena ciudad. Por otra parte, alimentaba la ilusión de la eficacia política de la escritura: la de presumir que un texto escrito es capaz de producir consecuencias inmediatas en la realidad política. Estas visiones de Rodolfo Walsh podrían situarlo así en una línea imaginaria que se remonta, entre nosotros, hasta Sarmiento (la utopía de una causalidad transversal entre literatura y política: escribir Facundo para hacer que caiga Rosas), y también lo configuran como una especie de doble simétrico de un personaje como Juan Dahlmann: Dahlmann va desde Constitución hacia su estancia al sur de Buenos Aires, y de ahí a su destino de enfrentamiento y muerte; Walsh va desde su quinta al sur de Buenos Aires hacia Constitución, y de ahí a su destino de enfrentamiento y muerte.
Pero no: no fue así como pasaron las cosas. La muerte no fue para Walsh una abstracción de destino ineluctable. Tampoco se inmoló: no fue en coche al muere. Y su carta abierta de denuncia a la dictadura, punzante como era, no había sido detectada todavía por las fuerzas represivas que lo acorralaron en el sur de la ciudad. Para entonces, Walsh ya venía ejerciendo un relativo escepticismo acerca de lo que se puede conseguir con las palabras. La interpelación contundente al poder político estatal que inspiró, por caso, con el propósito de torcer el rumbo de los hechos, la escritura de Operación Masacre en 1957, admitía una fuerte moderación en el epílogo a la edición de 1964: “Pretendía que a esos hombres que murieron, cualquier gobierno de este país les reconociera que la Justicia de este país los mató por error, por estupidez, por ceguera, por lo que sea (...). En esto fracasé”.
En este sentido puede decirse que Rodolfo Walsh probó, como nadie, cuáles son los alcances y cuáles las limitaciones de las palabras escritas: su potencia y su impotencia. Las probó en el sentido jurídico de la expresión (para establecer una verdad), en el sentido técnico (así como se prueba la resistencia de los materiales), en el sentido sensual (es decir, con el cuerpo, como cuando se dice que se prueba un sabor). Probó la insuficiencia de una literatura abstracta, geométrica, la de la limpidez argumental de los cuentos policiales. Probó la insuficiencia de la ficción literaria en general (aunque tocara la política, como lo hace en sus grandes cuentos: “Cartas”, “Fotos”). Probó la necesidad de llevar a las palabras de la ficción a la no-ficción, y probó la insuficiencia de las palabras aun en la no-ficción. Probó lo que sucede con las palabras cuando se les exige que digan lo que no se puede decir, y entonces las palabras dicen con lo que dicen, pero más con lo que no dicen (como se ve en “Esa mujer”). Probó también lo que sucede con las palabras cuando se les exige que digan lo que no se debe decir: cuando denuncian y desafían el poder estatal. Y luego por fin probó hacer, ya sin palabras, lo que las palabras no pueden hacer.
En una breve “Nota autobiográfica”, Walsh revela cierto remordimiento filial. Habla de su madre y dice: “El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi profesorado en Letras”. La contracara de esta culpa que siente como hijo, y que inscribe en un texto sobre su vida escrito en 1965, es el orgullo que siente como padre, y que expresa en un texto sobre la muerte (sobre la muerte de su hija Vicky) escrito en 1977: “Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy quien renace en ella”. En la línea que va del remordimiento del hijo al orgullo del padre, se lee la historia que va de la postergación de la literatura a la resolución del paso a la acción. Dice Walsh que renace en la hija; sabemos que, además de eso, pronto va a morir como había muerto ella. Una muerte lúcida: así la califica Walsh. El camino que eligió la hija fue “el más razonado”, su muerte fue “lúcida”, el padre escribe una carta a los amigos “para explicarles cómo murió Vicky y por qué murió”. Walsh puede explicar, y a la vez trata de entender (“He tratado de entender esa risa”, dice en la carta. Su hija reía mientras se tiroteaba con los soldados desde la terraza de esa casa sitiada en la que moriría).
Explicar, entender, reconocer el sentido de un camino razonado, admitir el sentido de una muerte lúcida. Walsh discute por anticipado con lo que serán las versiones de la insensatez, de la mera vocación de muerte, con las hipótesis ladinas sobre el idiotismo útil. Walsh ensaya en cambio un esfuerzo supremo, descomunal: dar un sentido a la muerte de su hija (y lo consigue). Ese sentido queda latiendo en la escena final de su propia emboscada, poco tiempo después, cuando acude a una cita que había sido delatada.
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