› Por Eduardo Jozami
En estos días, el novelista Paul Auster se preguntó —una vez más, como lo han hecho tantos escritores— para qué sirve la literatura. Para nada, se respondió: “Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento, impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima, evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes”. Medio siglo antes, Jean-Paul Sartre había llegado a parecida conclusión, considerando irrelevante su gran novela filosófica: “Frente a la muerte de un niño, La Náusea carece de peso”.
Pero mientras el filósofo francés abandonó, desde entonces, la literatura de ficción, Auster no dejará de contar historias, a pesar de haber constatado la inutilidad de la literatura. Con argumentos para nada desdeñables, se enorgullece de su tarea como novelista: imaginar y contar ficciones es algo propio del género humano y no cree que sea necesario, deseable ni tal vez posible, negarse a enhebrar relatos, sustraerse a la magia de los personajes y el encantamiento de las imágenes.
Sin embargo, recurrentemente y en particular en situaciones de crisis, los escritores se preguntan por la incidencia de lo que escriben sobre la realidad. Roberto Arlt, en los años 30, despreciando las exigencias de estilo, quería novelas que “encierran la violencia de un cross a la mandíbula”, aunque su noción de la eficacia de los textos adoptara un discutible matiz cuantitativo, “un libro tras otro y que los eunucos bufen”. Más tarde, los intelectuales de Contorno, tan insatisfechos de la tradición encarnada en Sur como incómodos por el lugar que ellos mismos ocupaban frente al peronismo, impugnaron la levedad, el espíritu festivo, lo que consideraron juvenilia intrascendente de la generación martinfierrista de los años 20, reclamando del escritor un compromiso distinto. En esa misma línea de exigir una “misión” a la literatura, Scalabrini Ortiz había rechazado espejismos y vanidades para afirmarse en “la resolución inquebrantable de saber exactamente cómo somos”.
Rodolfo Walsh, es sabido, juzgó con severidad buena parte de su obra, condenando injustamente muchos textos. A mediados de los años 60 consideró la literatura policial “un ejercicio estéril de la inteligencia” y abominó del libro con el que había obtenido en la década anterior el Premio Municipal. No será más walshiano quien se atenga a estas abominaciones, sólo se privará de algunas buenas lecturas y de advertir las marcas que esos textos dejan en la obra posterior de Walsh. En las caldeadas vísperas de 1972, éste cuestionó también sus cuentos reunidos en Los oficios terrestres (1965) y Un kilo de oro (1967) como producto de un proceso de despolitización, consecuencia de haber aceptado en los años de su consagración literaria, la encerrona de la “trampa cultural”.
Sin embargo, si las declaraciones en ese período suelen ser tan rotundas como injustas con su obra literaria, en su afán de afirmar una categórica prioridad de la política; las anotaciones de su diario sugieren lecturas más complejas. Debatiéndose en la imposibilidad de avanzar en su escritura, Walsh recurre a un cuestionamiento de la novela como formato perimido, tesis que no siempre parece conformarle. Preocupado porque algún compañero de militancia le reprocha escribir para los burgueses, se interroga sobre la posibilidad de ser leído por obreros como había ocurrido con el periódico CGT, pero sabe que esto no resulta fácil con los textos de ficción: él conoció un obrero panadero que leía a Baroja, otro panadero, pero el mundo de la ficción está alejado de los obreros. La única conclusión categórica que nos deja entre tantos interrogantes de su diario es que —desde 1968, por lo menos— se ha convertido en un escritor político.
Quizá sea esta afirmación, que puede parecer obvia, la clave para entender toda su obra después de Operación Masacre. La política lo ha inundado todo y nada de lo que se escribe puede sustraerse a ella. Sin embargo, el mismo Walsh no siempre lo advierte. Así contrapone sus cuentos a los textos “verdaderamente políticos” de no ficción, considerándolos un pasatiempo casi inofensivo, denuncias en las que “hay culpables, pero sólo son personajes de novela”. Difícil entender que la subordinación a la “trampa cultural”, ese gesto complaciente que habría convertido al escritor en un “ganso del capitolio”, generara textos tan productivamente políticos como el relato “Esa mujer”.
Siempre me he preguntado por qué cuando se habla de la ubicación de Walsh en la literatura política argentina, las referencias obligadas son Sarmiento, Echeverría y Hernández. ¿Por qué ese salto de casi un siglo, en el que no parece obligada ninguna otra mención? No se debe a que no existan otros escritores que puedan incluirse en esas tradiciones sino a que aquellos textos tienen un carácter fundacional. La tradición liberal argentina debe mucho a la historiografía de Mitre y el pensamiento constitucional de Alberdi, pero se funda en dos obras literarias: Facundo y El Matadero. En cuanto a la visión del mundo rural, alternativa al discurso civilizatorio, debe todo al Martín Fierro, tanto la narración de la rebeldía del gaucho matrero, como la resignada aceptación, en la segunda parte, de la inevitable desaparición del gaucho.
La literatura de Walsh a partir de Operación Masacre puede compararse sin desmedro con aquellos antecedentes ilustres. Entre las sucesivas ediciones del texto sobre los fusilamientos del 9 de junio y la Carta a la Junta Militar puede leerse toda la segunda mitad del siglo XX argentino: la proscripción popular, la creciente subordinación militar a los intereses económicos más concentrados, el celo represivo que se perfecciona en cada nueva instancia, el intento de reconversión de la sociedad argentina cuyas consecuencias regresivas todavía padecemos. En esta lectura política no es menor el aporte de los textos walshianos de ficción. El ocultamiento del cadáver de Evita se corresponde con la no mención de su nombre en el cuento para generar un vacío estruendoso que denuncia las pasiones que despierta “Esa mujer”. Las reacciones del coronel maníaco frente al cadáver que considera suyo muestran cómo el odio de sus enemigos ocultaba también sentimientos más complejos. Incluso análisis interesantes como el de Sebreli, que el propio autor condenará más tarde, empalidecen frente al cuento de Walsh, en su capacidad de mostrar (sugerir) todo lo que condensa la figura de Eva Perón.
“Imaginaria”, el cuento en que un soldado mata al oficial vengando antiguas vejaciones, se integra con “La granada”, un ejercicio de teatro del absurdo, para advertir las cuotas similares de autoritarismo y sin sentido que caracterizan la vida militar. El terrateniente de “Fotos” que no prendía la radio para no encontrarse con “ese hombre” se asocia con el coronel secuestrador de “Esa mujer” para expresar la virulencia que puede adquirir el antiperonismo como ideología antipopular por excelencia. Hasta los cuentos de tema infantil como la serie de los irlandeses están cargados de política: Walsh situó allí su metáfora sobre la muerte de Guevara. Complementado con el artículo que escribe en la misma fecha, fines de 1967 para Casa de las Américas, el texto sintetiza su pensamiento político de entonces. El Tío Malcom, que se asumió como vengador, ha sido derrotado: el pueblo debe confiar en su propia organización.
Walsh, que era antes que nada un escritor, nunca perdió la obsesión por una frase bien escrita, esa fascinación por la feliz asociación de las imágenes, por eso no habría rechazado los argumentos de Auster. Sin embargo, cuando la política irrumpió en su vida, quiso que su literatura aportara a la causa popular en la que cada vez se comprometía más. Pensó que lo había logrado sólo en parte y algunos, dispuestos a creer que la literatura era un mero pasatiempo para quienes no se animaban al compromiso militante, lo siguieron en sus condenas y abominaciones respecto de una parte de sus escritos. Treinta años después el conjunto de su obra (ficción, no ficción, teatro, trabajos periodísticos, su militancia) constituye el aporte más significativo a la literatura política de la Argentina contemporánea. Es importante señalarlo, aunque a veces haya que contradecir al propio autor.
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