Dom 25.03.2007
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La lección de un cronista

› Por Ulises Muschietti

La primera vez que leí “Calle de la Amargura número 303” fue en marzo de 1989, en las páginas del semanario El Periodista. Rodolfo Walsh la había escrito treinta años antes en La Habana, pero nunca había sido publicada hasta entonces. Fue Rogelio García Lupo el que la acercó a la redacción para que se editara junto a un informe suyo acerca de Jean Pasel, el primer corresponsal de guerra argentino caído en acción.

El desventurado Pasel, cuyo verdadero nombre era Juan Carlos Chidichimo Poso, había recorrido un largo camino desde su Bragado natal hasta la Cuba de comienzos de la Revolución. Perseguido y censurado a lo largo de una década en varios países de América latina, sin fama ni fortuna, había mantenido intacta la ilusión de encontrar su gran nota, y escribirla. Fue precisamente por eso que se embarcó con un grupo de expedicionarios dispuestos a combatir en Haití a la dictadura de François Duvalier. Junto a la mayor parte de los rebeldes, cayó baleado en una playa de la isla. Walsh escribió entonces su necrológica, en parte tal vez para responder a la imperial y despectiva versión de los hechos que difundió la revista estadounidense Time, uno de cuyos párrafos es el disparador de su nota.

Algunos años después, cuando empecé a dar clases en una escuela de periodismo, recordé esa nota y pensé que mis jóvenes alumnos tenían que leerla. No me movía, al principio, otro objetivo que poner delante de ellos ese ejemplo de la mejor escritura periodística para que disfrutaran de ella, para que se sintieran estimulados a crecer en un oficio en el que era posible alcanzar esas alturas. En el fondo, quería compartir el deleite que me producía.

Lo hice. Distribuí copias de “Calle de la Amargura” a los alumnos de un curso de segundo año. La leí en voz alta, mientras ellos leían a su vez. Después del punto final no hubo más que un cerrado silencio. Empecé a preguntar qué veían en la nota. Costaba arrancar. No era lo que estaban acostumbrados a leer en diarios y revistas. Al final, forcé la marcha: ¿les había gustado, al menos? Sí, les había gustado. Desconfiaban, sin embargo: ¿Era periodismo o literatura? Es periodismo, y del mejor, les dije. Tuve que demostrarlo.

La ceremonia se repitió desde entonces muchas veces. Aprendí a preguntarles a los estudiantes, para que encontraran los rincones en los que creía que valía la pena detenerse. Así, ellos también fueron admirando a su vez expresiones y sobreentendidos, el ritmo de un párrafo, la irónica intención de un adjetivo, la carga política de una digresión. Y sobre todo fui aprendiendo que en esa nota había mucho más que la belleza que me había deslumbrado.

“Calle de la Amargura” hace menos difícil el aprendizaje de los géneros periodísticos que los manuales de estilo suelen describir como formas cerradas y autónomas, y que están allí, reunidos en un solo texto con mano maestra. El Pasel que Walsh perfila en su necrológica se dibuja a un tiempo candoroso y comprometido, ilusionado y melancólico. La precisa crónica de las desventuras y de las frustraciones, de las experiencias profesionales más rutinarias y del entusiasmo juvenil del épico salto al vacío de un hombre al que Walsh no conoció personalmente, están construidos, además, a partir de un puñado de objetos y de palabras escritas, los papeles de Pasel, que él pone a la vista del lector, como un artesano que exhibe todas las herramientas con las que trabaja.

El Walsh de “Calle de la Amargura” no desplaza, por supuesto, al autor del potente desafío de la Carta Abierta a la Junta Militar, ni al formidable investigador clandestino de Operación Masacre, que pone su cuerpo para denunciar los crímenes del poder. Se trata de otra lección. Se trata de la lección de un cronista capaz de armar, con unos pocos datos y con su pasión y con su lucidez, un relato honrado y veraz que condena tanto a las dictaduras del continente como a “la gran revista Time”. Una lección que seguramente Walsh no se propuso dar.

Esa lección encierra una verdadera cifra del oficio de periodista. No es siempre la gran nota lo que importa, no es sólo “el artículo en cuyo honor vibran las teletipos”. No. Lo que importa es también la capacidad de ver y de escuchar al “hombre canoso, bajito”, que abre una bolsa de cartón, y que de esa bolsa saca “las cosas de Jean”, y de entender que allí puede estar la historia individual, mínima y triste que ayude a entender la relación entre los poderosos del mundo y los que sólo aspiran —con la única ayuda de las palabras de su lengua— a contarles a todos lo que tienen derecho a saber.

Muchas chicas y muchachos, que se acercaron al texto con conocimiento de las circunstancias en que los represores de la última dictadura asesinaron a Rodolfo Walsh, imaginaron que el autor de “Calle de la Amargura” había entrevisto su propio fin en el sacrificio de Jean Pasel. Tal vez tuvieran razón. Todos ellos, pienso, participan de este homenaje.

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