› Por Osvaldo Bayer
Me hubiera gustado hacer cuatro cosas con Rodolfo Walsh. Haber jugado al ajedrez con él en la cárcel. Para probarme, ya que allí salí campeón, pero no convencido. Una final con él hubiera sido para alquilar balcones, porque era buenísimo. La segunda: haber plantado árboles juntos, porque sé que a él le gustaba el trabajo de la tierra. La tercera, que él me hubiera conversado largo, largo sobre literatura, porque todo lo que comentaba que acababa de leer era para anotarlo y aprender. Algo nuevo, distinto. El veía la literatura con otros ojos. Y la cuarta, juntarnos en el café El Foro, de Corrientes y Uruguay, y discutir la “cosa” de hoy. Sí, esto que tenemos al salir a la calle, a los ochenta años de vida, después de tantas vivencias y experiencias.
Me habría gustado, además, que hubiera escrito otra carta en el estilo de su mensaje último a los comandantes en jefe de la desaparición, pero esta vez acerca del prólogo del Nunca más y sus dos demonios. Porque la pregunta que me hago es: ¿cómo es posible que después de la última carta de Walsh a los comandantes de la muerte, alguien haya podido escribir todavía ese prólogo de los llamados “dos demonios”? Esa carta de Rodolfo va a quedar como documento máximo, como resumen final. Ningún analista de esa época puede dejarla de lado si quiere describir el ambiente de la crueldad uniformada.
Además, Walsh habría sido el único intelectual con la autoridad suficiente –porque desafió todos los peligros– para hacer un análisis definitivo del peronismo. Qué fue y qué es. Perón, John William Cooke, López Rega, Menem, Kirchner y los eternos seguidores aprovechados o no. En esto siento el vacío que nos dejó su muerte, asesinado por los sucios, como no podía ser de otra manera.
Me acuerdo bien de nuestro encuentro en La Habana, en el primer año de la Revolución. Cuando le hablé por teléfono me invitó de inmediato a su departamento, allí, cerca del Habana Libre. Tenía mucha necesidad de información de la Argentina, me dijo. Trabajaba en Prensa Latina, pero quería saber entretelones de esos dos años de Frondizi y sus idas y vueltas, marchas y contramarchas, más contramarchas que marchas. La conversación fue casi de cinco horas. El anotaba, de acuerdo con su costumbre, algunas palabras-guías. Siempre ávido de la información para no equivocarse. Yo era secretario general del en ese entonces Sindicato de Prensa y por eso en su interrogatorio hizo hincapié en la política sindical. Escuchaba con sus ojos tímidos mirando a los labios. En La Habana había iniciado un interés fundamental por la política latinoamericana que lo iba a llevar definitivamente a Buenos Aires, donde para él se construiría el motor de su futuro.
Y sus libros. Y su estilo. Y su coherencia. Recuerdo uno tras otros mis encuentros con él. Pocos. Pero siempre eso: la coherencia, el hablar de la gente, no de sus libros o sus problemas. Hablar del mundo que lo circundaba y una especie de misión, nada misionaria, pero como un movimiento, un caminar, la opción de vivir para lograr una sociedad sin operación masacre y sin matadores de Rosendo. Una Argentina sin mafias ni cabecitas ni gorilas. Teníamos, además, una misma melancolía: las pampas con sus sonidos, sus verdes, sus ruidos escondidos, que nos habían dejado las páginas de Hudson. Más de una vez fue el tema después de agotar el escenario político. “Allá lejos y hace tiempo.” Tal vez allí descubría a su padre, a sus ascendientes rubios llegados al paraíso ensangrentado. Y yo veía en Allá lejos... a los míos que me precedieron, desde el Tirol, y cambiaron los Alpes por estas distancias que no se podían abrazar pero que intentábamos hacerlo.
Y así llegó la última vez, en esos años indescriptibles, únicos. Con las miserabilidades de las Tres A, y ya los uniformes con olor eclesiástico. Las equivocaciones de la voluntad, el coraje, el renunciamiento a todo, las calles sin refugio, los libros quemados o enterrados. Nada seguro en el minuto siguiente ni en el nuevo techo ni en los consejos de los duchos. La muerte allí, en cada bocinazo, en cada frenada, en cada puerta que se abría.
Siempre me imaginé en el exilio que la muerte de Vicky, su hija, fue para él el último final. Lo medí en nuestro último encuentro –casual y antes de esa muerte joven– cuando me defendió en forma desusada la participación de mujeres en las acciones. No hubo forma de discutir. Se le notaba una congoja llena de coraje. O ansiedad. ¿O tal vez aflicción sería la palabra? No sé. Me pareció que quería explicarse todo pero con los argumentos de ella, no los propios. O para salvarla. Si hubiera podido escribir él ese momento estaríamos sin dudas en su mejor página literaria de su realidad que lo había ido rodeando poco a poco. Ya sin poder salir. Para esto último, era demasiado generoso. No, eso nunca, se hubiera respondido él mismo sin preguntárselo.
Quiero imaginarme el momento en que todo se definió y que él, lo creo sin ninguna duda, él esperó sin buscarlo, y por eso lo encontró. Cuando se vio rodeado de los cobardes murciélagos de la muerte, pagados. El solo con un revolvito casi de juguete. Allí fue el personaje de sus Memorias imaginadas. Operación masacre para un héroe del pueblo. Cómo designarlo. No hay otra palabra. Sí, tal vez el mejor título, el que otorgaban los anarquistas del pasado a sus héroes de la calle: Hijo del Pueblo, con dos mayúsculas. Los represores, los intelectuales del sistema, los tibios, los de sotana que se callaron cuando fueron asesinados los palotinos con sus bellas almas, los tibios de siempre de la sociedad argentina, ni van a poder jamás borrarlos de sus mentes. Rodolfo, cómo tiene que ser un intelectual en la sociedad, estar allí, en la realidad, aunque sueñe ante la hoja de papel.
Los que editaron el prólogo de los dos demonios miraron al costado cuando en Lamarque, Choele Choel, en esas tierras encantadas del Río Negro, permitieron que la casa natal de Rodolfo sirviera de depósito de cajones de frutas para una empresa norteamericana. Más fantasía no puede tener la realidad. Hoy ya no hay más cajones, pero esa casa tiene que ser un lugar de encuentro de la cultura, con los libros, los originales, las cartas, los artículos, las publicaciones de este increíble patagónico. Muerto por las fuerzas armadas argentinas. Sí, Rodolfo. Muerto por el uniformado Astiz, entregador de las Madres; el mismo. Capitán de corbeta cotorra correividile modelo de la Marina de Guerra argentina, argentina.
Frente a él: Rodolfo Jorge Walsh, patagónico, el mejor intelectual argentino.
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