NOTA DE TAPA
El cine es el gran invento narrativo del siglo XX. Pero para Carlos Fuentes el placer de hipnotizarnos ante una historia cuyas imágenes se desarrollan frente a nosotros comenzó mucho antes: hace 350 años con Las meninas de Velázquez. Así de provocadora es la idea con que abre Viendo visiones (Fondo de Cultura Económica), el monumental libro de 500 páginas profusamente ilustrado en el que recopila sus ensayos sobre arte, de Rembrandt y José Guadalupe Posada a Frida Kahlo y Fernando Botero. A continuación, Radar reproduce el capítulo en el que el escritor mexicano recuerda sus conversaciones con Buñuel, sus monólogos con Godard, las horas pasadas en el Museo del Prado frente a Las meninas, y el encandilamiento con una Bette Davis que le dio al cine lo mismo que Velázquez a la pintura: el genio mirándonos a los ojos.
› Por Carlos Fuentes
Durante su largo exilio mexicano, traté de ver a Luis Buñuel lo más posible. Aparte de su genio como creador cinematográfico, Buñuel era uno de los hombres más cálidos y humorísticos que he conocido. Era orgulloso; también sabía reírse de sí mismo. Decía que a los escritores les envidiaba la imaginación verbal. Yo le contestaba que los escritores le envidiábamos su imaginación visual. No, Buñuel sacudía la cabeza: un poco de toro, otro poco de picador; los españoles viejos e ilustres acaban por parecerse a picadores retirados: Ortega, Picasso, Buñuel. No, decía, el cine es algo quebradizo. Depende demasiado de los adelantos técnicos. El progreso hace que las mejores películas antiguas acaben por parecernos empolvadas, crujientes, amables quizá, pero risibles también. Es más fácil sobrevivir verbal que visualmente, sobre todo si la visión del cineasta está sujeta a consideraciones comerciales. Para Buñuel, el cine podía ser el vehículo privilegiado de la poesía: un ojo que estalla en llamas y nos revela paisajes insospechados de la libertad humana, más allá de las fronteras impuestas por la tradición, la moral de clase media y el dinero. Yo le preguntaba: Entonces, ¿en qué consistiría la posibilidad mediante la cual la libertad y la tecnología se armonizarían en el cine? Estoy seguro de que Buñuel me guiñó al contestarme:
–La cumbre de la realización cinematográfica será alcanzada cuando usted o yo podamos tomar una píldora, apagar las luces, sentarnos frente a una pared desnuda y proyectar sobre ella, directamente desde nuestra mirada, la película que pase por nuestras cabezas.
Durante una hora, permanezco en la sala crepuscular donde sólo brilla una imagen: el retrato de Las meninas de Velázquez. Una y otra vez, me siento asombrado por el movimiento que este magnífico cuadro me transmite. Todas las figuras me miran. La infanta, sus dueñas, la enana, un lejano caballero vestido de negro que entra (o quizás abandona, sin dar la espalda) en el recinto donde Velázquez es sorprendido en el flagrante delito de pintar. El pintor está frente a la misma tela que yo, desde fuera, estoy mirando. Pinta mientras me mira. Todos en la pintura, salvo el perro adormecido, miran hacia afuera. Michel Foucault contestó a la pregunta: ¿Qué cosa están mirando?, dándole al espectador “el lugar del rey”. Un espejo en el fondo del cuadro refleja a los padres de la infanta, el rey Felipe y la reina Mariana. Ese breve espacio es, en cierto modo, el gemelo azogado del brillante rectángulo de luz, azorado, éste, por donde el caballero de negro entra o sale de la pintura. Asimismo, los reyes ¿acaban de entrar a la escena, sorprendiendo, delectablemente, a todos los allí presentes? ¿O son ellos mismos –los monarcas– el tema verdadero de la representación que Velázquez pinta? ¿Están allí? ¿Han entrado hace un instante? ¿O se disponen, como el caballero de negro, a abandonar el espacio pictórico? Y yo mismo, ¿estoy recibiendo una pintura que sale hacia mí, o estoy entrando, por la doble vía de mi presencia y de las miradas que me dirigen todos los habitantes del cuadro, sobre todo la del pintor que lo ejecuta, al espacio pictórico propuesto, simultáneamente, por Velázquez en el acto de pintar, y por Velázquez como uno más de los personajes que me miran, por los personajes y por mí mismo en el acto de mirar el cuadro? En todo caso, como lo observó Ortega y Gasset, Las meninas establece una doble dinámica. Somos invitados a entrar a la pintura, pero también invitamos a la pintura para que salga de sí misma y se encamine hacia nosotros. La pintura existe porque la miramos. ¿También nosotros existimos sólo porque la pintura, a su vez, nos dirige su mirada? La pintura nos crea en el instante en que nosotros la miramos. La pintura recompensa nuestra mirada: la crea. Pero, sin sus espectadores, ¿sería Las meninas algo más que una estrella errante en los ciclos de lo potencial: un hecho totalmente inconsciente? Las meninas se inscribe, me parece, en la visión auroral de María Zambrano. Cada vez que la vemos, apunta hacia su propia aurora y nosotros, desde la penumbra del Prado, la acompañamos, renaciendo con la obra gratificada por nuestra mirada. A todo ser nacido, señala María Zambrano hablando de Antígona, le asiste una razón: “que se le conceda seguir naciendo, al menos en la forma indispensable, antes de morir”. Mi experiencia como espectador reiterado de Velázquez es que el gran pintor español acepta con igual lucidez la muerte de las cosas y su derecho a seguir naciendo “en la forma indispensable”. Mediación perpetua entre nuestra muerte y nuestra vida, entre la naturaleza y la historia, el arte –el espacio de Las meninas o el tiempo de Antígona: en todo caso, la cronotopía necesaria para que las cosas realmente sean, los hechos, realmente, encarnen y las ideas, realmente, se piensen– “hace que en la historia se cumpla una acción del ser de la naturaleza, como si algo de lo divino de la naturaleza debiera de encarnar en la humana historia”, escribe María Zambrano en El sueño creador. En una de las más conmovedoras páginas escritas sobre Velázquez, la gran pensadora española resume de esta manera la experiencia artística y espiritual de Las meninas. La mirada se detiene en la infanta que, para siempre, extiende su mano para tomar la rosa que le ofrece su aya. La oscuridad rodea a la niña: son los monstruos del inconsciente, más amables pero no menos amenazantes que en la pintura de Goya. La luz también, sin embargo, pues Velázquez pinta rodeado, a su vez, de claridad. Y en el centro y al fondo, “las figuras casi ahogadas de los reyes”, como si desde un pasado remoto estuviesen “mirando así todo sin ver apenas nada”. Pero el centro, en esta narración de la pintura, ya no son “los reyes” de Foucault ni el espectador de Buñuel, ni el pintor de Ortega. Es una niña. La Niña-Antígona de María Zambrano. Una niña perpetuamente en espera de tocar la rosa que le es ofrecida. Una inminencia. Deseamos, rogamos, que el acto se cumpla y la niña tome la flor. Pero a caso tememos, también, que las espinas hieran la mano de la infanta. El acto que aún no se cumple. Se va a cumplir. O quizás nunca se cumpla. La síntesis perfecta nunca se alcanza. La visión del arte es la mirada inconclusa, la historia pasajeramente narrada por un narrador que debe pasársela, abierta, descendiente, al que sigue. Las meninas es, quizás, la obra más perfecta de la pintura sólo porque se niega a la perfección de lo concluido. Abierta, no dice aún su última palabra. No ofrece todavía su propia síntesis final. Las meninas no es sino la narración de sus propias posibilidades narrativas. El problema del espectador no es sino las infinitas maneras de ver y de contar el material ofrecido por Velázquez. Pero éste es, creativamente, el problema del propio pintor. Quizás la memoria verbal mediatizada es más fuerte que la memoria visual directa porque exige una distancia más respecto al material gráfico. Exige la recreación o representación de la evidencia visual (lo visible) a través de medios verbales indirectos –e invisibles–.
Yo crecí en la era de la radio, y la radio implica diferir la vista. De niño, mi imaginación visual era motivada por sonidos y palabras. Mis hijos, en cambio, han crecido alimentados por la dieta visual de la televisión. Pero en tanto que yo nunca me sentí saciado por la radio porque mi imaginación se movía constantemente entre lo aural y lo visual, la de mis hijos fue ahogada totalmente por la aprehensión y rendición directa de lo visual-como-lo-real. Por un acto previsible de compensación, se convirtieron en grandes lectores durante la adolescencia. Pero cuando vuelven la mirada a las estatuas de sal de su infancia telegomórrica, ¿qué recuerdo tienen de su bulimia de imágenes? ¿Las recuerdan como un surtidor directo de realidad o, por lo contrario, como una representación más?
El problema, por supuesto, es tan viejo como las sombras de la caverna platónica. Pero nos es propuesto de nuevo, incesantemente, porque es parte de nuestra condición viviente: no podemos sentirnos del todo a gusto con ninguna definición de la realidad. Mucho menos convincentes son, en todo caso, las reglas derivadas de estas definiciones. Si esto es real, esto debe ser irreal. Si esto es cierto, esto no puede serlo. Si esto no es cierto, entonces es malo. Y si todo esto no es ni bueno ni cierto, ni real, usted no debe verlo más y las autoridades tienen derecho a destruirlo. La historia del arte es inseparable de la historia de sus prohibiciones. Pero las decisiones más hieráticas y autoritarias sobre qué es real y qué no lo es, qué puede ser visto y qué no debe serlo, desde Egipto, Babilonia y los aztecas, hasta el realismo socialista de Stalin y la selección sublimada de imágenes en nuestra cultura comercial contemporánea, no han conseguido imponer una manera totalmente cerrada de ver. Los aztecas querían que sus esculturas tuviesen una función exclusivamente teocrática. Los artesanos anónimos que las crearon supieron darles, sin embargo, una dimensión misteriosa, un sentido del deseo, una libertad imaginaria, que hoy nos permite verlas más allá de los límites de lo sagrado, como obras de arte. La cultura jerárquica y centrípeta de la Edad Media alcanzó su figuración más hermética en el icono bizantino. El Creador, uno y único, nos mira fijamente, frontalmente, desde la Eternidad. El Pantokrátor bizantino ocupa un U-Topos, un Lugar-que-no-es, sin tiempo o espacio reconocibles. La extraordinaria emoción de las figuras de Piero della Francesca en los frescos de Arezzo se deriva, en parte, de que ya no son figuras fijas y frontales. Son figuras en movimiento. Y lo que se mueve es su mirada. No sólo les rodea un paisaje. No sólo están inmersos en un tiempo. Ese paisaje y esa cronología son las del siglo XV, es cierto. Pero la audacia de estas figuras, si incluye ahora una cronotopía, también la trasciende. Las figuras de Piero, audazmente, miran fuera de las fronteras de su propio espacio. Miran fuera del mural. Existe un mundo más allá de los límites reconocibles. Quizás se trata de un mundo diferente, el mundo de los demás, el mundo donde ya no nos reconocemos, pero somos invitados a reconocernos en lo ajeno. Piero della Francesca murió en 1492, cuando Cristóbal Colón estaba descubriendo que el mundo tenía otra mitad, desconocida hasta entonces para los europeos, los asiáticos y los africanos. Piero ve más allá de las fronteras. Y en sus murales de Sansepolcro, hace que sus figuras duerman y, acaso, sueñen. ¿En qué cosa sueñan? Quizá, en un mundo nuevo. Y acaso el artista sea, en verdad, el pequeño Dios de Rimbaud. Este minidiós, quizás, inventó el mundo y todo lo que en él existe hace apenas veinte segundos. ¿Quién puede demostrar lo contrario?
Hace poco, encendí mi aparato de televisión y sorprendí en él a Jean-Luc Godard diciendo que la obra cinematográfica tal como el director la concibió para la pantalla teatral es la película original, de la misma manera que Las meninas de Velázquez en el Prado es el original de la pintura. En cambio, las películas que pasan por la pantalla chica de la televisión son meras copias. La película en televisión, decía Godard, es una tarjeta postal de Las meninas. Estoy seguro de haberme perdido (encendí el aparato casualmente; sonó el teléfono; hirvió la olla; un niño gritó; voló la mosca) el contexto de esta cita de Godard. La idea, sin embargo, me incitó a regresar a Velázquez, el pintor sorprendido en el acto de pintar lo mismo que estamos viendo, acabado pero inacabado: Velázquez, nos dice el testimonio mismo de su cuadro, aún no termina de pintarlo. Lo que estamos viendo aún no es o, más bien, aún no termina de ser. La pintura real de Velázquez (la pintura-en-la-pintura) nos da la espalda; el pintor aún no la termina. Pero entre estas dos evidencias centrales se abren dos espacios enormes, anchos y sorprendentes. El primero es la escena en sí misma, la escena original. Velázquez pinta, las infantas y las dueñas se detienen sorprendidas, el caballero de negro pasa (¿entra?, ¿sale?) por la puerta iluminada, el perro dormita, el rey y la reina se reflejan en el espejo del fondo.
¿Ocurrió alguna vez esta escena? ¿Fue posada para el pintor? ¿O Velázquez, más bien, sólo imaginó algunos o todos los elementos que la componen? Esto en primer lugar. Y en seguida: ¿terminó Velázquez la pintura? Diego de Silva Velázquez, nos informa Ortega, no fue un pintor popular en su día. Entre otras cosas, se le acusaba de no terminar sus pinturas y de mostrarlas inacabadas. De esta manera, lo que el espectador contemporáneo aprecia como un valor supremo de Velázquez, su apertura inacabada, era una mácula técnica para sus contemporáneos. Pero no se trata meramente de modernizar a Velázquez, dado que todo gran artista hace del pasado un presente, y convierte, en su presencia actual, lo no-contemporáneo en contemporáneo. Hay algo más y ésta es la técnica misma de Velázquez. La magia de la visión velazquiana es que, desde lejos, sus cuadros parecen fieles reproducciones de la “realidad” –visible, convencional, inmediata o contemporánea: se puede escoger–. Pero, de cerca, nos damos cuenta de que las pinceladas son prácticamente abstractas, extremadamente libres y muy poco “realistas”. Velázquez va no sólo más allá del realismo rígidamente nítido de la iconografía medieval. Supera también los contornos claros de las figuras renacentistas y hace que la luz, desbaratando a las figuras, las construya; hace que, perdiéndose, los contornos se integren de nuevo. El flou que es el sello de la pintura europea moderna; la fluidez que constantemente amplía el mundo y desbarata sus rigideces físicas, políticas, morales, se inicia soberanamente con un pintor español de la corte contrarreformista de Felipe IV. Pero el arte de España y de la América Española es eso: un contratiempo, más que un tiempo. Una compensación, si se quiere, del desastre histórico por el triunfo artístico.
Más acá de la evolución que va del acercamiento a una tela velazquiana al alejamiento de una tela impresionista, la fluidez velazquiana nos la hacen explícita, en nuestro propio tiempo, algunos pintores que obviamente han estudiado muy de cerca al pintor español. El británico Walter Sickert y el mexicano Alberto Gironella, por ejemplo. Sin embargo, para un eminente contemporáneo de Velázquez, el poeta Quevedo, el artista pintaba borrones. El defecto, lo acabo de indicar, se convirtió en una virtud. Nadie, dice Ortega, ha sido capaz de pintar con tan pocos pincelazos como Velázquez. La naturaleza de lo que es visto es transformada porque ha cambiado la manera de verla.
¿Copia o creación? Las meninas es una gran obra de arte no sólo por sus posibilidades visuales, sino por las posibilidades narrativas que contiene. El movimiento se demuestra andando, decimos en español. El cinematógrafo (kinematos y grafos, movimiento dibujado) porta esta misión en su nombre mismo. Una película inmóvil es una contradicción en los términos. La literatura, en cambio, no tiene ninguna obligación de moverse, física o metafóricamente. Pero, puesto que el movimiento no le es connatural, es mucho más creativo y crítico demandarle que sea lo que, a primera vista, no es. Le pedimos a Las meninas que no sólo muestre, sino que se mueva narrativamente. En forma semejante, Denis Diderot, el gran espíritu del siglo XVIII francés, le pidió a la novela que no sólo narrara, sino que se moviese. No describas, le pide Diderot a su narrador, ve directo al hecho: “Conozco a una mujer tan hermosa como un ángel... Quiero acostarme con ella. Lo hago. Tenemos cuatro hijos”.
Jacques el fatalista, la novela de Diderot adaptada al teatro por el novelista Milan Kundera y puesta en escena en el American Repertory Theater por Susan Sontag, explicita este movimiento. Un personaje cuenta un cuento en una posada y, sin interrumpir sus tareas, se convierte en el personaje narrado. El movimiento simultáneo de Diderot se cumple mediante la creación de un espacio y un tiempo narrativos en que todos y cada uno de los incidentes de la novela son un repertorio de posibilidades. Diderot nos dice que cada acción que realizamos significa que pudimos realizar otras cien acciones diferentes pero no lo hicimos. Buñuel hace que Catherine Deneuve confronte este dilema de la libertad en Tristana: Por favor, le piden, escoge una sola lenteja entre todas las lentejas en esta escudilla. Por favor, nos piden, escoge una sola imagen entre un repertorio de imágenes posibles.
Para Velázquez, esto no constituye un problema. Su repertorio de imágenes visuales está perfectamente identificado y diferenciado, desde su inicio. La infanta es la infanta, el perro es el perro. Su problema es convertir las soluciones visuales en problemas, a fin de que aquéllas no sean confundidas con reproducciones planas de la realidad. Las imágenes deben narrar, moverse para conmover, salir hacia nosotros e invitarnos hacia ellas. Pero en el cine, Godard tiene que convertirse en el abogado de su propia creatividad artística, porque su visión estética no forma parte de los presupuestos culturales de la mayoría. Esta cree que el cine es una copia, una tarjeta postal de Velázquez, pero no la realidad real. El cine sólo fotografía la realidad, no la crea. El espectador educado sabe que no es así. Hay tanta selección creativa en la sucesión de imágenes de una película de matiné infantil como en las imágenes inesperadas de un Fellini o un Buñuel. Pero si las primeras intentan contar una historia lineal en un medio ambiente reconocible, las segundas tratan de arrancarnos de nuestra aceptación complaciente de lo visible, extrañándonos.
Diderot, en cierto modo, estaba filmando sus propias novelas. No se siente obligado a describir lo que vemos. En cambio, edita sus palabras, las somete a cortes y montajes, las proyecta hacia adelante y hacia atrás. Quiere crear el espacio, el tiempo y el personaje como posibilidades, como repertorios narrativos que simbolicen nuestra libertad de selección en un mundo de determinismos y fatalidades materiales.
No en balde filmó Robert Bresson un memorable capítulo de Jacques el fatalista (el mismo empleado por Kundera y Sontag) en 1945. Titulada Las damas del Bosque de Boulogne, la película de Bresson se mueve mágicamente entre la presencia física de sus personajes y la emoción interna de los mismos. Añadamos a este repertorio la dualidad del actor como tal (la espléndida María Casares) y la representación del personaje (la cruel Madame de Pommeraye). Pero existe una dimensión más del acto visual en Bresson y es que revela la identidad mediante la abstracción: Casares- Pommeraye es la representación abstracta, como una comparación de Bracque o el primer Diego Rivera, de una identidad irrepresentable.
Así, el cine explicita este dilema mediante su constante proposición de un repertorio de imágenes, invitándonos a ejercer la libertad electiva a través de la mirada en un mundo repleto de objetos materiales. La manera en que vemos es la manera en que elegimos, y la manera en que elegimos es la manera en que somos libres. Cómicamente, Salman Rushdie se refiere a esta libertad para escoger (para coger, para amar) mediante la vista en su novela Hijos de la medianoche. En uno de sus capítulos iniciales, el prudente padre de una hermosa muchacha enferma no permite que el médico vea desnuda a su paciente. Sólo le permite que mire las partes afectadas de la anatomía femenina a través de hoyos perforados en la sábana que envuelve el cuerpo de la bella donna. El doctor se ve obligado a imaginarla. Nosotros también. Nuestro deseo y la belleza de la mujer se levantan, como una mar tendida, por esta obligación de imaginar. El erotismo triunfa gracias a la imaginación, haciendo posible la realidad sexual.
Buñuel utiliza mucho a los ciegos en sus películas. Son contrapuntos bastante siniestros al hecho de que nosotros los vemos a ellos en tanto que ellos no nos pueden ver ni a nosotros ni al mundo que es el suyo. Miguel Inclán, el terrible “viejo poca luz” de la película Los olvidados, empuñando su amenazante bastón y guiado por su lazarillo indio, “Ojitos”, vive en un mundo que le pertenece directamente, pero que le es invisible. Nosotros, entre el público, estamos ausentes de ese mundo pero podemos verlo a través de la pantalla, comparable a los hoyos en la sábana de Rushdie. Sin embargo, la ausencia visual del ciego posee una furia correspondiente, que consiste en afirmar su presencia contra el mundo que le tocó en suerte. Es esta tensión lo que rompe la función puramente reproductiva de la película. La ilusión cinematográfica es que la mesa que vemos es realmente una mesa que existe, no una representación de la mesa, representación visual como en la pintura, representación verbal como en la literatura. Buñuel, paradójicamente, rompe esta ilusión fotografiando primero a la “realidad” desde una distancia. Este distanciamiento invariablemente nos muestra un conjunto gris, banal e indiferenciado. Aún no hay selección. Aún no hay intención, salvo ésta de mostrar, sin comentario, el mundo objetivo. Pero, en seguida, el cineasta pasa convulsivamente del alejamiento a la toma mediana, al acercamiento de un ojo rebanado por una navaja o a una mano por la que pasean las hormigas. Cuando regresamos a la realidad, ésta ha perdido su dócil objetividad. El mundo material ha salido a recibir a sus acompañantes en la creación de lo real: una individualidad subjetiva y otra individualidad, colectiva ésta. Entre las tres –materia, sujeto y sociedad– la realidad real empieza a configurarse.
Mas ¿qué ocurre con los actores que ven su “realidad” circundante pero deben también comunicarse con la otra “realidad”, externa a ellos, que es la realidad del espectador? La realidad de la audiencia: el tú y el yo al cual Velázquez se aproxima de manera tan directa. El cine cabe mejor en la forma del Piero della Francesca que en la de Diego Velázquez. El actor debe ver más allá de los límites de la pantalla, hacia las prolongaciones de la pantalla, más que, directamente, hacia el espectador. Este, formalmente, está ausente de la película (salvo en los avatares neopirandellianos de Buster Keaton y Woody Allen).
Esto es así porque la convención teatral del aparte no es consonante con el verismo cinematográfico. Una película como, por ejemplo, The Private Lives of Elizabeth and Essex no ocurre, digamos, en el regazo del espectador o con los actores monologando o dirigiéndose directamente a él. La película sobre los amores de la reina Isabel I de Inglaterra y el conde de Essex es una ficción histórica sobre un evento remoto. El evento debe ser recreado como tal. Pero artísticamente debe ser/estar presente. Debe salir de la pantalla y caernos en el regazo dentro de una cueva silenciosa y oscura. ¿Por qué puede Velázquez, con todo y su corte de príncipes Borbones, mirarnos directamente, en tanto que el director Michael Curtiz y su corte de Hermanos Warner, no puede hacer otro tanto?
Hace poco volví a ver esta película, producida en 1939, en la pantalla de televisión (mil perdones, Godard) y, puesto que las referencias físicas e históricas me recordaron a Velázquez, le apliqué a la película la prueba de Las meninas. ¿Cómo recibo hoy este producto común y corriente de la fábrica hollywoodense? ¿Puede una película como ésta generar la dinámica, el movimiento, la dependencia mutua entre el observador y el observado, que he evocado al mirar Las meninas?
Bueno, Elizabeth and Essex es protagonizada por la que yo considero la mejor actriz de cine de todos los tiempos, así como por uno de los peores actores de cine que jamás han sido, de tal suerte que, entre ambos, dramatizan perfectamente el problema de la presencia mediante la mirada. Pasemos por alto la actuación de Errol Flynn. El apuesto galán emerge de una larga estadía en la Torre de Londres con un envidiable bronceado californiano. Y cuando se dispone a ser decapitado, uno llora menos por la pérdida de la cabeza que por la del bronceado.
Pero Bette Davis es dueña de la más asombrosa manera de estar en sus películas. Ninguna otra actriz sabe ver y ser vista por la cámara de esta manera. No hay apartes, no hay Meninas, ciertamente. Lo que hay es un estilo de dirigirse a ti y a mí a través de la mirada. Un estilo de moverse y mirar y sentir, de tal suerte que nosotros nos convertimos en la cámara, como respuesta a la presencia de la actriz. Bette Davis no mira a la cámara y tampoco mira al público, salvo en la gran escena final de Hush, Hush Sweet Charlotte, cuando es trasladada de su casa a un asilo y desde la ventana trasera del automóvil mira su hogar perdido mirándonos a nosotros, objeto de esa mirada añorante, segunda morada de la nostalgia. Pero el estilo de Bette Davis consiste en darle todo su valor mediador a la cámara. Para lograrlo, no mira a la cámara ni al espectador. Mira a la pantalla misma. Mira cada cuadro de la película como si en él se concentrase toda la realidad, material, social y subjetiva. Bette Davis transforma así la pantalla en un espacio tan ancho como el de Piero della Francesca. Actuando intensamente dentro de cada recuadro fílmico, lo hace estallar cada vez que mira más allá del mismo. Y sustituye la mirada directa de Velázquez sobre el espectador, mediante el sesgo de un movimiento que, lo sospechamos, es sólo histriónico a fin de ser observado. Pues Bette Davis no es una actriz naturalista, sino una actriz que nos quiere decir que está actuando, quiere que la sepamos, sorprendida en el acto de actuar, como sorprendemos a Velázquez en el acto de pintar: Una actriz que quiere que sepamos que la estamos viendo actuar. Los famosos manierismos de Davis son su manera de llamar nuestra atención al hecho de que ella es una actriz en una película. No es realmente la reina Isabel ni la emperatriz Carlota ni una vulgar camarera londinense, ni una rica heredera (¡ciega!). Como Don Quijote dentro de su libro, Bette Davis está dentro de un medio artístico, dirigiéndose desde él a nosotros que vemos o leemos, pero sin renunciar a la realidad de su artificio. Mírenla ustedes moverse. La infanta se limita a mostrarnos su crinolina; Davis la golpea nerviosamente, se derrumba en su trono, mastica uvas y bebe de una copa tan pesada como un cetro; se pone de pie, vuelve a cachetear la falda, se dirige a su esposo, vuelve a derrumbarse ante él, mientras la bella Olivia de Havilland canta romances (isabelinos) con su mandolina. Davis se columpia en la silla, ve su fealdad en el espejo y lo destroza arrojando la copa contra el vidrio. Ya no puede verse más. Ha roto la banalidad del espejo que la reproducía fielmente. Se ha vuelto ciega. Debe imaginar. Debe ser imaginada.
–Vámonos, abuelo –le dice una niña lazarillo a su pobre ancestro ciego después de golpear inútilmente en la ventana del cura Nazarín en la película de Buñuel–: “Vámonos, ¿que no ve usted que no está?”
Jorge Luis Borges propuso una vez que si el realismo algún día iba a ser real, necesitaríamos un solo mapamundi que sería un inmenso mapa de papel cubriendo al mundo en su totalidad física. Creo que ni siquiera Christo, el escultor búlgaro, iría tan lejos (aunque, ¿quién sabe?). Albert Camus imaginó esta misma locura realista en términos cinematográficos. El realismo consiste en verme a mí mismo viendo una película de mí mismo viendo una película, infinitamente, hasta que yo muera o la cinta cinematográfica se agote. Y Adolfo Bioy Casares, en una de las más bellas ficciones fantásticas de nuestro tiempo, La invención de Morel, les dio cuerpo a todos los fantasmas de la tecnología. No habrá, quizás, más realidad superviviente que la proyectada por el rayo láser y habitada, dentro de un cajón –cámara, pantalla, computadora, video, red, féretro, fax–, por una población de espectros.
Lo peor que le puede suceder a un fanático del cine como yo es servir de juez en un festival cinematográfico. El placer se convierte en deber y el otorgamiento de premios está cargado de presiones, intereses y una especie de mentalidad de escuela primaria. Número uno, número dos, tú eres el mejor, tú eres una birria. Buñuel estaba en el Festival de Venecia en 1967 y yo era miembro del jurado. La productora italiana, Marina Cicogna, dio una fiesta fabulosa en un palacio del Gran Canal, el Ca’Vendramin, para presentar su producción de Edipo rey dirigida por Pier Paolo Passolini. No pude persuadir a Buñuel de que se pusiera un smoking y me acompañara. Pero cuando entré al palacio en el Gran Canal, vi un gigantesco fotomural de Buñuel mirándome desde lo alto. Otra visión me perturbó aún más. Todo el salón de baile estaba rodeado de pantallitas de televisión que reproducían la brillante fiesta que teníamos ante nuestros ojos. Esa noche estaban allí, como diría Terenci Moix, todas las estrellas del cielo y algunas más. Visconti, Mastroianni, Lollobrigida, Moravia, Jane Fonda, Taylor y Burton...
Pero los invitados, en vez de verse a sí mismos o a las estrellas en carne y hueso, preferían atentamente mirarse a sí mismos (y a las estrellas) en la multitud de pantallas de televisión. La reproducción era más satisfactoria que la realidad. Yo pensé en Camus y el realismo, en la memoria literaria y visual, en las entradas y salidas de una obra de arte: en maneras de ver, viendo visiones.
De regreso en México, acompañé a Buñuel a ver la versión del Rey de reyes de Nicholas Ray en un cine de la avenida Coyoacán. Cuando Cristo, interpretado por Jeffrey Hunter, es tentado por Satanás en el desierto por Technicolor, un espejismo de domos, minaretes y torres doradas aparece en el horizonte. “Coño –exclamó Buñuel con una voz muy alta–, coño, ¡que le han regalado Disneylandia!” La reacción del piadoso público fue tal que juzgamos prudente retirarnos de la sala de cine. ¡No nos pudimos enterar del final! Quiero decir que Nicholas Ray podía ser tan sorpresivo como un arriano o tan imaginativo como un hereje docetista. La película, supongo, arribó fatalmente a la palabra FIN pero sin nosotros, dos de sus espectadores, viéndola o siendo vistos por ella.
Ahora tomaremos la píldora y nos sentaremos en el cuarto oscuro. A partir de nuestra mirada, una imagen se proyectará en la pared desnuda. Es un pequeño vagabundo que juega con su bombín y su bastón a medida que se aleja, dándonos la espalda, por una larga carretera, al atardecer. Es una isla incrustada con las joyas de la muerte: los esqueletos mitrados de un cónclave de arzobispos. Es una pareja vestida de etiqueta, bailando frente a un gran ventanal mientras la nieve cae sobre Manhattan. Es un aeroplano que despega de un aeropuerto nublado del norte de Africa sin ti y sin mí a bordo. Es, en efecto, el perpetuo reinicio de una hermosa amistad.
La película viene de mis ojos, y nadie puede expulsarme del teatro. El mundo y todo lo que hay en él empezaron hace veinte minutos, y nadie puede demostrarme lo contrario.
Viendo visiones
Carlos Fuentes
Fondo de Cultura Económica
512 páginas.
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