INVESTIGACIONES > LA VIDA DE LOS CHICOS ADENTRO DE LOS COUNTRIES
En el 2000, Patricia Rojas publicó Los chicos del fondo, una poderosa y sensible crónica de la vida de chicos pobres, internados en instituciones o condenados a vivir de la calle. Ahora, publica Mundo privado, el reverso de aquella investigación, dedicado al otro grupo de adolescentes encerrados e institucionalizados: los que viven en los countries, barrios y ciudades cerrados. Mitos y verdades en boca de sus protagonistas.
› Por Mariana Enriquez
Patricia Rojas cuenta que nunca se va a olvidar de la entrada al country Highland, en Pilar. “Tiene molinetes y es igual a un banco. En todo sentido. Me hacía acordar al HSBC, con ese hierro marrón, y el mismo sistema de tarjeta magnética para poder pasar.” Ella no sólo nunca había ido a un country antes –salvo una breve experiencia de visita a una tía, en Mendoza, de chica–, sino que tenía un gran rechazo por “la idea” de los countries. Para colmo, durante lo que duró la investigación se movió en transporte público y no tenía celular. Es decir: era bastante más rara que un marciano en esos espacios de opulencia y verdor. “Los guardias, cuando me veían llegar a pie, desconfiaban. Sospecho que ninguno me creía cuando decía que era periodista.”
Sin embargo, Mundo privado (Planeta/Seix Barral), el libro de crónicas sobre la vida de adolescentes que crecen en countries, barrios y ciudades cerrados no destila prejuicios. Rojas había publicado en 2000 Los pibes del fondo, una crónica conmovedora que seguía a varios menores detenidos en institutos, o en situación de calle. Poco después, Rojas se fue a vivir a México y cuando volvió, se mudó a Arturo Seguí, cerca de La Plata. “Vivo cerca de la autopista y lo que me llamó la atención fue la ciudad de Abril, que queda muy cerca. La estructura es extraña: desde la autopista, es una montaña que no te deja ver nada, se divisa sólo la primera fachada. Cuando me enteré que había 18 barrios detrás de eso que yo veía, me empezó a interesar el tema. Y después estaba la relación con mi primer libro: sabía que ahí adentro había adolescentes de las mismas edades y que también estaban encerrados, de otra manera. Hubo otro proceso interno, además. Sí, son dos libros sobre pibes encerrados e institucionalizados. Pero no quería repetirme, a un nivel muy personal: es fácil vender las historias de los pobres, así que me dije a mí misma ‘Metete con los ricos’. Suena medio cursi, pero si se puede robarle el corazón a los pobres, ¿por qué no hacerlo con los otros?”
Patricia entrevistó a 64 chicos en total, pero descartó la gran mayoría de las entrevistas. Averiguó, en los dos años de investigación, que de las 300.000 personas que hoy viven en barrios cerrados, la Federación Argentina de Clubes de Campo nunca hizo una investigación sobre adolescencia, y los números varían con la labilidad de la indiferencia: algunas estimaciones hablan de 25 mil jóvenes, pero según un cálculo razonable tomando como ejemplo a 18 countries, serían unos 166 mil aproximadamente. Y el gran tema sobre los chicos, en los últimos años, es el vandalismo. Rompen faroles, pintan de negro casas a punto de ser entregadas, toman otras que no tienen dueño, tiran coches a piletas de natación, se aburren y se emborrachan y a veces hasta abandonan a algún amigo que, de tanto beber, cae en un coma hepático. Pero Patricia decidió descartar el sensacionalismo: “Hay mucho bardo. Mucho de verdad. Pero fue tan difícil llegar a los chicos, entre otras cosas porque yo no tenía contactos adentro, que decidí priorizar los testimonios verdaderos y sus voces. Al escribir sobre un lugar tan pequeño y donde se conocen todos, es marcarlos, señalarlos. Traté de privilegiar la verdad y así no tener que ocultar o cambiar tantos nombres”.
¿Por qué resultaba complicado llegar a entrevistar a los chicos?
–Es curioso: pasó algo muy distinto pero similar a lo que me ocurrió cuando escribía Los pibes del fondo. Me costaba llegar a ellos, siempre terminaba con la fiscal, la psicóloga, la asistente social. En este caso, la barrera la ponían los padres. En varias oportunidades me decían: “Dejá que yo te cuento, prefiero que mi hijo no hable”. Un libro que tuve mucho en cuenta fue Los que ganaron de la socióloga Maristella Svampa. Son entrevistas a adultos. Todos hablan de actos vandálicos de los adolescentes, y yo quería saber. Me encontré con que es grave, hay una problemática de encierro, de aburrimiento y violencia. Pero los empezás a entender. Hay una comunión entre los adultos de mirarlos como niños hermosos y puros hasta que llega la adolescencia y ahí empieza una lucha sin cuartel: se tienen bronca, son como una amenaza interna. Y es lógico, porque un adolescente en esencia causa desorden. Justamente, lo que más se rechaza y se teme en un barrio cerrado.
Lo que más le llamó la atención a Rojas durante su investigación es el impresionante desarrollo de los barrios privados, y su crecimiento imparable. “El barrio privado –explica– es lo que prolifera desde los ‘90. La definición es tener una seguridad, al menos dos garitas. Puede ser que tenga club house, el salón de actividades comunes, donde se puede tomar algo. Algunos ni siquiera tienen eso. A medida que hay más espacios comunes, aumentan las expensas. Porque, en realidad, muchos barrios son accesibles: los de clase media tienen expensas similares a un departamento de clase media en Capital, unos 100 pesos. Con expensas de una media entre los 400 y 500 pesos, ya es un country, y hay muchos más espacios comunes. Aquí lo deportivo es importante, la identidad; el caso de Tortugas, por ejemplo. Estos lugares, a medida que avanzan, compran terrenos cercanos; entonces por cantidad de hectáreas y porque empiezan a tener actividades deportivas, son clubes de campo. Recién son ciudades cuando tienen subsectores adentro, como Abril, donde hay 18 barrios.”
¿Te parece certera la mirada de algunos medios, que hablan de la decadencia de los barrios privados?
–Para mí es todo lo contrario. Es una Argentina que crece y se está privatizando. En el 2006 hubo el doble de ventas de lugares con respecto al 2005, y muchísimas ciudades en construcción. En el 2009 va a haber diez más en Buenos Aires, una se llama El Principado de San Vicente. Todas van a tener escuelas. Hay gente que entra como inversión. Una persona que no accede a un terreno en esta ciudad, accede a uno de los miles de planes de financiación en barrios privados, que son un festín. Hay cantidad de ofertas. Con 5000 dólares entrás a cualquier ciudad; también se ofrecen planes de 24 cuotas, pero si tardás menos de dos años en hacer la casa, se cancela la deuda. Con los robos recientes, lo que se exarcebó fue la publicidad y la oferta de seguridad: infrarrojo, cámaras ocultas, camiones, cerco perimetral. Se empieza a especializar el control.
Y en este contexto, ¿cómo es el contacto de los chicos con la vida afuera?
–El contacto con la realidad de los chicos es mucho más grande que el de los padres. Los adultos están imbuidos del discurso publicitario del country, y siempre afirman que viven ahí para darles una mejor vida a sus hijos. Pero los chicos intentan formas de salida, muy precarias. Algunos toman trenes. O caminan hasta la Panamericana. Los padres les dan una mensualidad, y si se la quieren gastar en otra cosa, caminan o usan el transporte público para ahorrar. Para una de las entrevistadas, ir a la galería Bond Street en la calle Santa Fe era un sueño. Le costaba muchísimo conseguir el permiso; parece una tontería, pero para ella era una auténtica batalla, y un triunfo poder ir ahí un sábado. Otra colecciona todas las entradas de todos los recitales a los que fue, como medallas. Tratan de construirse: pocos dicen “Vivo en Abril”; prefieren decir “Vivo en Berazategui”. Lo que más me decían era: “No sé si lo que tengo para contarte te va a interesar”. Se sienten vacíos de historia, quizá porque sus lugares de pertenencia no tienen historia.
¿Qué pasa cuando cometen alguno de estos famosos “actos vandálicos”?
–Un padre me decía: si mi hijo hace una pintada en Palermo Soho es arte, y acá es un crimen. Tenía razón: hubo una pintada en un baño de Nordelta y fue un quilombo terrible, desproporcionado. Los chicos no tienen una figura de autoridad, y la buscan: sólo tienen guardias que ponen las multas. Pero un guardia me decía: “A mí vienen pibitos de siete años que si los reto me dicen: Callate que a vos te paga mi papá”. Y tiene razón el pibe. A los guardias les es muy difícil enfrentar a los padres y cobrarles la multa. Y eso si encuentran al pibe, porque interiormente no hay tanta vigilancia.
¿Los chicos tienen miedo de los robos, por ejemplo?
–Muchos sufrieron robos en la ciudad, y por eso la familia se mudó a un country. Pero la mayoría lo cuenta con mucha calma, está naturalizado. En Tortugas, por ejemplo, roban cada dos por tres, y los chicos te dicen: “Y sí, te puede pasar”. Los paranoicos son los padres. Claro, se lo transmiten.
¿Y en qué se nota?
–En un chico de 14 que ayudó a su mamá a elegir el color de auto, porque le parecía que si era champagne iba a llamar mucho la atención. Una preocupación que no tiene nada que ver con su edad. Otros que pasan meses sin salir del country, y creen que en la ciudad los van a robar no bien la pisen. Uno de ellos, de 16 años, camina de la mano de la mamá cuando van a comprar ropa a la Avenida Santa Fe, y le tiene un franco terror a la ciudad.
Pero muchos vienen de la ciudad...
–Sí, hay chicos transplantados del conurbano, o de barrios como Almagro o Boedo. Ellos ven la diferencia, y registran la paranoia. Una chica que creció en Villa Ballester me contaba que su madre le transmitió un miedo atroz a su hermanita menor: la nena es la que cierra las ventanillas del auto cuando van al barrio a visitar a los abuelos.
El afuera es hostil, entonces.
–Siempre y en todos los casos. Una chica de Nordelta me contó, con toda naturalidad, que hacen una cena anual para juntar plata para los pobres de los barrios cercanos “para que no tengan envidia y no nos ataquen”. Puso en palabras algo que pocos se atreven a verbalizar. Sienten que ellos tienen algo que los otros no tienen.
En Mundo privado, la mayoría de los nombres de los entrevistados están cambiados; Rojas decidió, no obstante, no cambiar el nombre de los lugares (entre ellos Pingüinos, Pacheco Golf, Mapuche, Carmel, Highland, Lagartos). Tuvo que hacer esa operación para proteger la privacidad de los chicos. Con los que mejor se llevó fue con los que llama “la banda del Oeste”, un grupo de chicos que tienen una banda de rock, adoran su countries –Club Banco Provincia, San Diego– de la zona de Moreno. También parecen los más frescos. Catu, por ejemplo, un baterista, que le dice: “Mucha gente que vive acá no considera que exista otra realidad. No la puede sentir. Lamentablemente muchos de este country forman parte de ese diez por ciento que lleva adelante el país. Son los que estudian, los que se reciben, los operadores políticos. Y no se criaron mirando al resto del país. No lo conocen. No digo que todos los que estén acá sean capaces de gobernar, pero si el día de mañana les toca, su aporte va a ser desde un lugar de mierda”.
Los chicos parecen bastante críticos.
–Es que no son ellos los que eligieron crecer en este lugar, sino sus padres, con la idea de que es “por ellos”. Yo no los defiendo, pero tampoco los quiero criticar. Es una paradoja: cerrás la puerta, se van los padres, y los pibes te lanzan una crítica detrás de la otra. Incluso los que aman vivir en el country son más críticos que los adultos. Y no creo que sea sólo una cuestión de edad. O a lo mejor sí, pero en el mejor sentido. Hay cantidad de chicos muy valiosos.
¿Cómo reaccionan ante el lugar común de que “viven en una burbuja”?
–La burbuja es una construcción mediática y una simplificación. Ellos saben que los de afuera piensan así, y no les gusta. Les molesta. Y tienen razón. En vez de pensar que el país se está privatizando, o comprender la problemática, los desestiman. Hablar de burbuja es perezoso. Ellos tienen claro que es una suerte de incapacidad no saber tomar un colectivo. Pero son menores, y viven en un lugar que es así. ¿Cómo aprender esos saberes tan cotidianos y urbanos? Sencillamente, no pueden.
¿Y cuáles son sus proyectos de futuro?
–Muchos no saben cómo la hizo el padre, y se sienten en la obligación no de superarlo, sino al menos de ser igual. Quieren plata ya, propia. La mayoría tuvo la idea de irse. Aunque fueran chicos y tuvieran la sensación de que en este país no se puede hacer nada. Frente a un hecho de inseguridad, enseguida dicen: la gente es una mierda, todo es una mierda y acá no hay futuro. Ellos tienen bachilleratos internacionales, y creen que en cualquier lugar del mundo pueden hacer más.
¿Y es así?
–No tanto. Lo que yo vi, con muchos entrevistados que tenían 17 y entraban a la facultad, es que por lo menos tres de ellos trabajan en call centers, el sistema de mayor explotación imaginable. Sí, tienen colegio bilingüe, en el caso de algunos trilingüe... pero su nivel no es tan bueno. La mayoría de los colegios que están en los barrios no son exactamente el Northlands de Olivos. Son colegios que tienen profesores que no viven en countries y hacen un esfuerzo por ir a estos lugares. En algunos, la educación no tiene la misma calidad que en sus colegios madres. Cuando salen hacia la universidad, se dan cuenta de que no tienen el nivel proyectado. No están formados como creen. Algunos padres lo saben, pero enviarlos a colegios fuera del country les resulta mucho más caro y muy complicado desde la logística, digamos.
¿Qué te parece que sienten entonces?
–A algunos los sentí perdidos, con dudas muy profundas. Vienen de un lugar de altísimas expectativas. Los viejos de estos pibes esperan muchísimo de ellos. Los chicos de pronto descubren que, a lo mejor, y a pesar de todos los privilegios, no están a la altura. Y tienen mucho miedo.
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