CINE > EL DOCUMENTAL SOBRE EL AVIóN PERONISTA
En los años ’50, Juan Domingo Perón quería un avión que fuera capaz de competir con el norteamericano Sabre F 86 y el soviético MIGG 15. La nave se llamó Pulqui y el proyecto quedó trunco con el golpe del ’55. Pero en el documental Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, de Alejandro Fernández Mouján, el avión peronista tiene una segunda oportunidad de la mano del artista plástico Daniel Santoro y el ingeniero y metalúrgico Miguel Biancusso, que lo reconstruyen a escala para revivir una épica peronista.
› Por María Moreno
En un taller de Puente Alsina, ese pago marcado por los talones de Adán Buenosayres, unos hombres deciden hacer un símil alegórico, no exactamente una réplica en escala sino una suerte de objeto metafísico que represente lo que –piensan– sucedió en el pasado: el despegue argentino. Tres cámaras, bajo la dirección de Alejandro Fernández Mouján, registran el acontecimiento desde el momento fundador en que se obtiene un círculo hecho de caño cuadrado de aluminio, primera pieza de un avión cuyo original, el Pulqui 2, despegará sobre Buenos Aires el 8 de febrero de 1951 y que Perón quería como una flecha indicativa del acceso argentino a la serie de grandes potencias –los estadounidenses tenían el Sabre F 86 y los soviéticos, el MIGG 15–. Se está haciendo la película documental Pulqui, un instante en la patria de la felicidad. Daniel Santoro es el artista, autor del O.V.J (objeto volador justicialista). A Pulqui... la produjo Marcelo Céspedes, quien tuvo la idea y la compartió con Santoro y Fernández Mouján hasta lograr este reality justicialista que, de mínima, pone en escena la profesionalización del varón adulto para perfeccionar la flechita de papel que arrojaba, en su infancia, contra el pizarrón pedagógico.
Los trabajadores peronistas del film y de la construcción –sin ellos no habría película– son Miguel Biancusso y el equipo formado por su hijo Gustavo y Raúl García, los dos escenógrafos del Colón, más Alejandro Mosquera y Juan Manuel Biancusso. Las imágenes del film van reteniendo cada paso de la construcción del dinosaurio peruca, cuya estructura evoca vagamente a la dama de hierro de la “Micfonia OJO ? inconclusa” de Martha Minujín o al esqueleto de un catalogado por la zoología fantástica de Borges. De él se espera que se sostenga en el aire un instante, la cifra razonable de una felicidad posible. Pero hay más: toda apuesta utópica exige un viaje –en este caso al conurbano–, un esfuerzo –el tiempo es inclemente– y un suceso improbable –salvo para el deseo–: que el avión levante vuelo, antes de ser emplazado en su destino de objeto de arte en el Museo Caraffa de Córdoba. Hay detalles de una poética metalúrgica: el avión está hecho con chapas de 0.005 fijadas con 4000 tornillos autoperforantes (ese sacrificio que exige por el trabajo le da una condición de exvoto político), las alas se integran al fuselaje con vigas tipo americano (¿como las de los chalecitos obreros según el sueño de Evita?). Hay discusiones escolásticas acerca del transporte en donde el maquinista Miguel Biancusso hace un personaje de la Comedia del Arte y Santoro uno de Roberto Arlt cuando no de Walt Disney al que, a la menor ocasión, acusa de haber plagiado su Disneylandia de la Ciudad de los Niños; cálculos como de un manifiesto de Marinetti –“¿convienen once más para la lanzadera del triciclo lanzador?!”–; y degustación de picadas de salamín cortado con precisión de ferromodelista; todo bajo los techos de un taller en cuya entrada está pintado un Perón vuelve o Viva Perón, no se sabe, porque el logo es de por sí ambiguo, aunque la V siempre indica Victoria y en este caso representa el vuelo del objeto en cuestión: el Pulqui 2, que en esta versión no tiene nada escrito, lo que lo hace un poco fantasmal, aunque otra de sus versiones en el Museo Caraffa, más pequeña y sustentada por una larga sombra de terciopelo, lleve escritas a los lados las palabras “derecha” e “izquierda” y con sal por eso de que a los pájaros se los hace volar poniéndoles sal entre las alas y la cola –¡este Santoro no tiene límites!–.
Y llega el día de que el Pulqui vuele por un lateral de la Ciudad de los Niños. Biancusso padre está nervioso como un Leonardo al uso nostro o, más cerca, como Pardal el Mago o Taras Service, y aunque a lo largo del film se muestre seguro, incluso absolutista y haya hecho un prodigio, no le basta que Santoro afirme una y otra vez la íntima relación entre escenografía y aeronáutica porque ambas disciplinas necesitan de la estructura y de la liviandad. Y el avión vuela... un instante. En el monumental libro de Santoro Mundo Peronista el suceso es descripto en estos términos: “La caída de cola reveló la pérdida de sustentación a través de la proyección de sombra aerodinámica sobre el plano de deriva”. Salute.
En Pulqui, un instante en la patria de la felicidad , Fernández Mouján construye una poética de los materiales, de los oficios terrestres y de la imaginación técnica. También una bellísima escena recurrente: la de Evita platicando con una infaltable escolar de Santoro –guardapolvo y peinado del Patronato– con una ternura que el escenario del bosque vuelve de una intimidad vagamente erótica y donde el claro sería la aureola de luz de su cabeza. Este Pulqui es, en cierto modo, un contraavión, una pieza de resistencia contra ese que se anuncia en una secuencia de noticiero que registra el bombardeo del ’55: “Pasado el mediodía el primer avión se recorta contra el cielo. La primera bomba sobre la Casa de Gobierno... ”. Es también la contracara del carrito de cartonero que, podría decirse, va y viene por el film, y al que rige un principio contrario: el que permite llevar el mayor peso posible en la menor superficie capaz de avanzar contra la tierra en línea recta. La interpretación queda librada al gusto del espectador. Pero se sospecha que para los hacedores de este Pulqui la desaparición del mundo que el avión simbolizaba tiene como consecuencia el que simboliza el carrito cartonero. Por eso la musiquita del film es melancólica aunque todavía cachadora: la marchita en piano con aire a Chopin –¡el preludio que faltaba!–.
Impagable la escena en que Santoro consuela a Biancusso con un relato edificante: “¿Vos sabés que el Pulqui le pegaba más o menos así (mostrándole las fotos del vuelo y la posterior caída)? ¡Levantó la nariz con unas ganas al cielo impresionante! ¿Qué pasó? Nosotros nos convencimos mutuamente de que estábamos haciendo un barrilete metálico y en la práctica estábamos haciendo un avión en serio, un flor de avión. Entonces el tipo acá nos quiso demostrar que era un avión y cuando se vio atado como un barrilete se puso loco. ¡Hacen un avión de mí y de pronto me tratan como un barrilete! Y ahí fue la venganza: se soltó contra el piso”.
¿Volverá a volar el Pulqui? Las películas no deben contarse del todo. Además una tentativa es un paso, no una derrota. Y el proyecto original de Santoro se ha cumplido: “Proyecto Pulqui o el objeto caído. Al tiempo que evoca una épica perdida, intenta conjurar algo de esa velocidad de las cosas que huyen junto a la fugacidad de los sueños. Reconstruiremos desde el proceso manual de su realización hasta el vuelo ritual que convierta aquel avión en nuestro primer objeto heroico. El lugar del vuelo ya no podría ser Buenos Aires. Se necesita un espacio de ensoñación, una utopía territorializada, nada mejor para esto que la República de los Niños, se impone entonces un cambio de escala de nuestro Pulqui, así el pequeño aeródromo allí construido podrá ver volar por primera vez a ese ingenio metálico”. Después de todo el Pulqui original estalló en el espacio pero... luego de haber atravesado la velocidad de la luz.
Pulqui, un instante en la patria de la felicidad se podrá ver a partir del 12 de julio todos los jueves a las 20.30 y los sábados a las 20 en Malba, Avda. Figueroa Alcorta 3415.
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