MúSICA > RYAN ADAMS (Y THE TRAVELING WILBURYS)
Ryan Adams ya pasó por todos los estadios del artista joven: fue el genio precoz con su banda Whiskeytown, fue el nuevo Bob Dylan con su debut solista (Heartbreaker), fue la promesa cumplida capaz de asimilar las influencias de sus mayores (Gold), fue el talento polimorfo perdido en su propio talento (Rock & Roll, Love is Hell), fue la bestia imparable de las ediciones piratas y fue una resurrección deslumbrante (Cold Roses, Jacksonville City Nights, 29). Ahora con Easy Tiger, su nuevo disco, es lo que mejor le queda: él mismo.
› Por Rodrigo Fresán
No es nada sencillo –y hasta resulta algo peligroso en lo que al rock y al pop se refiere– crear la obra propia a partir del tráfico de influencias ajenas. Sobran los ejemplos para arriba y para abajo de la taradez compulsiva (el caso de Lenny Kravitz), de la gracia enciclopédica (Karl “World Party” Wallinger), del talento para convertir todo lo de afuera en un intimidad muy personal (Neil “Crowded House” Finn) y hasta del verosímil espejismo de alguien nuevo que, paradójicamente, suena como si él hubiera sido quien influyó en todos aquellos nobles que lo precedieron (el raro y ejemplar ejemplo de Micah P. Hinson y, a propós, formidable como de costumbre su flamante Micah P. Hinson Presents a Dream of Her: apenas tres canciones que equivalen a más de un álbum de muchos).
Y está el caso de Ryan Adams.
Y tal vez –viendo y oyendo ahora, en perspectiva– todo haya comenzado a complicarse con Gold (2001), donde todo lo que brillaba era oro, pero... Antes de eso, hasta entonces, Ryan Adams (Jacksonville, 1975) había descollado (“porque es muy difícil cantar estilo punk”) al frente de la banda alt-country Whiskeytown y grabado un debut solista al que nada costó y nada sigue costando calificar de perfecto: Heartbreaker (2000).
Hasta ahí, Adams era considerado un personal “nuevo Dylan” cruzado con la promesa realizada (habiendo incluso nacido el mismo día) de un Gram Parsons de ultratumba. Pero con Gold –celebrado y celebrable– Adams pareció mutar a un Zelig polimorfo y perverso y componer un doble álbum de dobles perfectos y hasta mejorados. Canciones que podrían pertenecer a lo mejor de The Who, Neil Young, Tom Waits, The Rolling Stones pero que, como éstos ya no podían o no querían componerlas, bueno, aquí estaba el joven delfín y tiburonesco Ryan para hacerlo.
Lo que siguió fue la autoinvestigación clínica –Demolition (2002)–, la versión patológica del don –las burlas certeras pero acaso innecesarias de Rock and Roll (2003)– y las varias canciones desesperadas del protosuicida Love is Hell (2003) mientras el joven cantautor se hundía en una espiral de botellas sin mensajes, novias de prestige (Winona Ryder, Parker Posey, Beth Orton) y sustancias controladas (esnifar cocaína mezclada con heroína) y una muñeca rota al caerse de un escenario en Liverpool 2004 abrazado a un nuevo role-model tanto en lo sónico como en lo existencial: Paul “The Replacements” Westerberg.
De todo eso, dicen, Adams salió en el 2005 –limpio y depurado y con novia modelo– con un sonido más countryficado y la más o menos firme intención de encontrarse a sí mismo con un triple estallido de gloria y una banda nueva llamada The Cardinals y Cold Roses, Jacksonville City Nights y el solitario y rescatado y tantas veces mencionado 29, una suerte de Son of Heartbreaker incluyendo a “Blue Sky Blues”, esa canción que corta el aliento y hace sangrar suspiros.
Después, dicen, descanso y calma e higiene apenas roto por la exudación de dieciocho discos fantasma a cargo de múltiples alias (DJ Reggie, WereWholp, Rodha Rho, Sad Drácula y The Shit, entre otros) en su site. Lo que, supongo, era un gesto sano: exorcizar el virus de las influencias en nombres lejanos y externos mientras se concentraba en lo próximo a publicar bajo su propio nombre.
Lo que nos lleva a Easy Tiger.
Y súbita interferencia de The Traveling Wilburys que a muchos parecerá gratuita, pero no.
La noticia es que –luego de años de estar misteriosamente descatalogados supongo que por una cuestión de derechos y legados varios– la nostálgica pero siempre optimista discográfica Rhino ha reeditado en formato de-luxe The Traveling Wilburys Collection (conteniendo el Volume 1 de 1988 y el Volume 3 de 1990 –ya sin el fallecido Orbison– así como los temas sueltos, donde destaca el “Like a Ship” de Dylan, configurando el espectral Volume 2) junto a los clips de la banda y a un revelador documental.
La noticia dentro de la noticia es que este retorno del súper-grupo que nunca quiso ser un súper-grupo (su génesis fue casual y juguetona cuando Bob Dylan, Roy Orbison y Tom Petty se unieron a Jeff Lynne y George Harrison para grabar un lado B para un single de este último) ha ascendido, tantos años después, a la cima de las listas de ventas superando el ya de por sí gran éxito comercial que tuvo en sus principios. ¿Por qué? Fácil: porque abundan las grandes canciones como el pastiche springsteeniano “Tweeter and the Monkey Man”, el demencial y sátiro pastiche à la Prince en “Dirty World” y el muy simpático pastiche dylaniano “If You Belonged to Me”. Y, además, el gran momento Orbison en “Not Alone Anymore” o esos momentos de perfecta communion en “Handle With Care” y “End of the Line”. Y tantas otras cosas. Pero hablamos de influencias y he aquí, tal vez, la verdadera importancia de The Traveling Wilburys como fenómeno artístico: un tipo que empieza y termina en sí mismo pero al que todos querrían, en vano, parecerse (Roy Orbison), dos tipos burlándose de sí mismos como patriarcas influyentes (Bob Dylan y George Harrison) y riéndose de las influencias que ejercieron sobre discípulos aventajados (Tom Petty y Jeff Lyne) de esos que saben copiarse sin que nunca se dé cuenta el maestro. Todos juntos entonces. Y ahora.
Y justicia poética: George Harrison –responsable de la reunión de grandes y quien siempre se sintió un Wilbury hasta el final– acabó logrando lo que Lennon & McCartney no consiguieron con Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band: una band of brothers auténticamente alternativa que trascendía a sus partes para conseguir un todo armónico. Con una ayudita de sus amigos, por supuesto.
Y buenas noticias: en Easy Tiger, Ryan Adams ya no es un influido sino un influenciado, que no es lo mismo. Porque mientras el influido usa colonia barata, el influenciado se perfuma con esencias originales y caras y resulta de la mezcla de fragancia de afuera con la propia piel. (Esto último probablemente no tenga ninguna autoridad semántica/diccionarística pero, bueno, pongamos que es así.) Y –a pesar de la orden de su discográfica y de la disconformidad de Adams en cuanto a que sólo su nombre apareciera en la portada– Easy Tiger es un disco de banda. Y, otra vez junto a The Cardinals (luego de andar dando vueltas con miembros de The Grateful Dead y producir el año pasado el Songbird de Willie Nelson a quien secundó con The Cardinals), Adams despacha –compartiendo créditos con su banda, destacando Brad Pemberton y el incorporado Neal Casal– trece sabrosas raciones de americana donde los fantasmas están presentes pero lo que prima son, ya, los rasgos reconocibles de este tipo de pelo sucio.
Desde el tronante inicio con “Goodnight Rose” y la reposada “Two” (con un estribillo donde se repite, con cierta resignación, que “Se necesitan dos donde solía necesitarse uno”) y la siniestra “Halloweenhead” (“Aquí viene otra vez esa mierda / Tengo cabeza de Halloween”) hasta alcanzar las reposadas “Tears of Gold” y “Off Broadway” (guiño a Neil Young) y “Rip Off” y “Pearls On A String” (guiño con el otro ojo a John Prine...) pero sin perder nunca la mirada de Ryan Adams. Y todo esto va a dar esas canciones que sólo él pudo haber escrito como “Oh, My God, Whatever, Etc.” (“Si pudiera me plegaría a mí mismo como una de esas mesas para jugar a las cartas”) o “These Girls” (“Bueno, chicas, a veces me siento como un bebé / Puesto en esta tierra para que ustedes se diviertan / como con esos autitos matchbox que compran y queman en el jardín trasero”) hasta alcanzar la preciosa y madura y reposada “I Taught Myself How To Grow Old”, donde este hombre cada vez más parecido a sí mismo nos explica que duele crecer sin la colaboración de cosas químicas que te ayuden a no sentir nada. Pero, bueno, ahí está la televisión y la posibilidad de un nuevo amor y la lluvia, que a pesar de estar envenenada sigue siendo lluvia. Y, por encima de todo, la certeza de que, después de todo, Ryan Adams nunca podrá dejar de ser Ryan Adams y que nadie se parece a él en cuanto a fertilidad y calidad sostenida. Su discográfica ha anunciado que para antes de fin de año pondrá en la calle una bestial box conteniendo temas en vivo, los inéditos y legendarios discos 48 Hours y The Suicide Handbook, las muy pirateadas Bedhead Series y todo lo que sobró de las sesiones de Easy Tiger: un disco que, dijo Adams, “no es el que yo quería hacer, la verdad que me incomoda un poco”. El tipo de cosas que Dylan solía decir de sus mejores discos, y en Uncut Adams suspira: “Mira hombre, te voy a ser completamente honesto. No puedo soportar cierta parte del asunto. Siempre me ha vuelto loco el modo en que se mueven las cosas, nunca podré entenderlo. Pero quiero mantener mi trabajo. Amo hacer discos. Amo hacer música. Pero cada vez comprendo más cómo acaba siendo imposible para ciertos artistas mantener sus ganas de seguir, porque hay tanto del negocio que tiene tan poco que ver con el proceso creativo. Lo peor de todo es que se vuelve más y más complicado seguir siendo uno mismo”.
Aun así, por suerte, como Adams canta en “Pearls On A String”: “El mañana viene en camino / y siempre hay nuevas canciones para cantar”.
Sea.
Son.
Serán.
Lamentablemente, tanto Easy Tiger, así como ninguno de los discos de Ryan Adams, no tienen edición local en Argentina, por lo que hay que encargarlo en las disquerías especializadas. La caja de los Traveling Wilburys, en cambio, sí, y se consigue en todas las disquerías.
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