Dom 15.07.2007
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CRóNICAS METEOROLóGICAS

Buenos Aires, cuando nieva

› Por José Pablo Feinmann

Hasta perdí un viejo orgullo que forma parte de mí como escribir o como escuchar música: el orgullo de ser un memorioso infalible, casi con derecho a reclamar un show en un circo. En medio de la pista, solo, iluminado por un cenital, la gente en sus butacas, rodeándome y empiezan a preguntarme cosas, lo que venga: “¿Dónde pelearon Firpo y Dempsey?” “¿Cuándo murió Julio Sosa?” “¿Cuándo fusilaron a Di Giovanni?”. Algo así. Yo, serio, contesto todo, y sin esforzarme, y no fallo nunca. “¿Cómo se llamaba la protagonista de Rebeca, una mujer inolvidable?” Con el cine, ya es robo. Las cosas que me gustan se me graban a fuego. “¿Quién le hizo el pase a Cárdenas cuando la metió en el palo derecho del arquero del Celtic?”. Fácil.

Pero no recuerdo cuándo vi esa obra de Roberto Cossa. Era de noche y era otra de esas noches tristes. Habrá sido por el setenta y ocho o el ochenta, creo que el ochenta. No me jacto de recordar todos los días de la dictadura. Pero, por desdicha, olvidé muy pocos. No se me grabaron a fuego porque me gustaron sino por el motivo estrictamente opuesto: fue el miedo el que los dibujó en mi conciencia, el que los marcó ahí como se marca una res, con dolor. Raro, por eso, que no recuerde cuándo vi El Viejo Criado de Roberto Cossa alguna noche sin rostro, anónima, ajena, de esas noches de la dictadura. Aclaro algo: por qué “ajenas”. Uno vivía una temporalidad ajena. Era el tiempo de ellos. Nosotros teníamos que esperar. Esperar sobrevivir. Esperar que no nos llevaran. Esperar el desgaste de ellos. Esperar que frenara la mano dura. Que dejaran de pasar los patrulleros. Que los canas de los patrulleros se sacaran los cascos de guerra y volvieran a usar la gorra de los policías, escasa aunque atendible señal de que lo más pesado de la persecución había cesado.

Me senté a ver la pieza de Cossa. Era rara. Un tipo buscaba a un viejo criado. Busco a un viejo criado, decía. Y preguntaba si alguien lo había visto. Todo porteño o todo tanguero sabe qué es un viejo criado. Es un absurdo en dos por cuatro. El tipo se va de la casita de sus viejos. Dice que sus veinte años lo llevaron lejos, que rima con viejos. Atribuye el hecho (debemos entender que “irse lejos” fue perderse, olvidarse de lo bueno que dejó atrás, hundido en el pecado, el abismo) a sus locuras juveniles y a la “falta de consejos”. Aquí, una pregunta: ¿por qué quiere tanto a quienes dejó en esa casita a la que llama “de mis viejos” pues en ella viven su padre y –¡oh!– su santa madrecita? ¿Por qué los quiere tanto si no lo aconsejaron ni bien ni mal, sino nada? ¿No eran sus padres quienes debieron aconsejarlo? ¿No es atribuible a sus padres “la falta de consejos” que, sumada a sus “veinte años”, lo llevaron lejos, lejos también rima con consejos. No importa: el hombre regresa y golpea la puerta de esa casita que es la de sus viejos, cuyos consejos faltaron. Abre la puerta, no el padre, no la madre, sino el “viejo criado”. Que no lo reconoce. Detenerse, aquí. El hijo pródigo y el viejo criado se miran y nada, pero nada. El hijo pródigo dice algo. No sabemos qué. Supongamos: “Hola, Joaquín. Volví”. Si es que el viejo criado se llama Joaquín. Aquí, entonces, Joaquín (insisto: si es que así se llama el viejo criado) lo reconoce. Esto perturba hondamente al hijo pródigo cuyos veinte años llevaron lejos ya sabemos por qué, la falta de consejos. (Que rima con lejos.) ¿Cómo? ¿Sólo por la voz lo reconoce el viejo criado? Y se pregunta: “¿Habré cambiado tanto tanto que el anciano por la voz tan sólo me reconoció?”. Y aquí hay una indisimulable incongruencia, aunque uno ame este tango y hasta ame esas rimas entre viejos, consejos y lejos. ¿A dónde ha regresado nuestro amargo, vencido héroe? A la “casita” de sus viejos. “Casita” da humilde. Da barrio. Da pobreza digna, pero pobreza al fin. Por favor, ¡que alguien explique por qué esos dos viejitos se dan el lujo de tener un criado! Se han mezclado los tantos. Eran los cajetillas los que se iban lejos por sus locuras juveniles: París, sobre todo París. Los cajetillas tenían padres ricos, que les daban guita y no consejos. Los padres ricos tenían criados. Pero no tenían “casitas”. Salvo que el diminutivo “casita” responda a una percepción subjetiva del niño bien errante que, al fin de regreso, ve al palacete paterno como una dulce “casita”. O sea, el tango es problemático. De aquí que la figura del “viejo criado” sea uno de los enigmas más deliciosos de un tango célebre, querido, algo naïf. De aquí que Cossa haya acudido a la figura del viejo criado como una cifra del absurdo. De lo que no se explica. Su protagonista –durante toda la obra– pregunta por él: “¿Alguien vio a un viejo criado? Yo busco a un viejo criado”.

Al final (recuerdo vagamente esto), hay dos personajes junto a la ventana de un bar. Son dos melancólicos. Dos tristes, dos amargos como amargos eran esos días. Uno de ellos, de pronto, mueve cautamente su cabeza, aprobando, y sonríe con una melancolía ilimitada. Sigue mirando a través del vidrio del bar. Está nevando. El tipo medita, se la piensa bien y, con dulzura, con una alegría pequeña pero cierta, inesperada, dice: “Cómo me gusta Buenos Aires cuando nieva”. Yo tenía el llanto a flor de piel durante esas noches, cuando el tiempo era de otros, la patria era ajena y la esperanza sólo era durar. Me corrían unas lágrimas gruesas, lentas. Y me decía: “Nunca nieva en Buenos Aires. Nunca te puede gustar. Nunca es linda Buenos Aires”. Era eso lo que Cossa quería decir y era eso lo que todos sentíamos. Buenos Aires era una ciudad feroz, cruel, una ciudad que te comía. Y nunca era linda ni habría de gustarnos. Porque, en ella, jamás nevaba ni nevaría. Salí a la calle y la noche era oscura, los árboles flacos tiraban sobre la vereda unas sombras magras y una noche larga, sin reposo, de ojos abiertos, esperaba.

Ahora nevó, y salí a la calle como un pibe y vi esos copos absurdos, de otras geografías, de trineos y de ese Santa Claus gordo, nórdico, tan rico y bonachón que trae regalos para todos, y me dije, porque sí, porque tenía ganas, porque vivir es inventar el horizonte con cualquier excusa: “Mirá vos. Es cierto. Es tan linda Buenos Aires cuando nieva”.

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