Dom 15.07.2007
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TEATRO > SUCIO Y EL DESEO DESPUéS DEL CAñO

Ropa limpia, confesiones sucias

Parte importante de El Descueve, el grupo que desde hace casi veinte años lleva la danza hasta los rincones más oscuros del pudor y la sexualidad, se unió al director Mariano Pensotti para crear Sucio, una obra sobre la soledad masculina que sin duda será una de las vedettes del teatro de este año. Y llegan justo para responder al interrogante: ¿cómo seguir indagando en el deseo y el sexo después del baile del caño?

› Por Cecilia Sosa

Hay algo extraño cuando el teatro se vuelve masivo. Cuando rompe el círculo, deja de ser una experiencia para elegidos y no teme mostrarse eufórico, bullicioso, festivo. Algo de eso pasa en Sucio, la creación de un inesperado colectivo: Ana Frenkel y Carlos Casella (el núcleo duro de la compañía de baile El Descueve), y la dramaturgia irónica de Mariano Pensotti, unos de los directores “jóvenes” del momento.

Una sala del Konex repleta, una historia simple y efectiva –tres hombres solos confesando sus penas en un lavadero automático–, una puesta hiperrealista casi neoyorquina; la música de Diego Vainer (el mismo de El Descueve) y un comienzo veloz y hasta publicitario: Juan Minujín en calzoncillos contando una película porno-gay a un “lavador” vecino. En fin, el cuadro perfecto para una comedia ácida que destruya las fronteras entre teatro, danza y vida.

La siempre bienvenida combinación de artistas que trabajan distintos géneros parece augurar un debut infalible. Y Minujín es tan simpático, tan espontáneo que casi podría ser un Hugh Grant de Palermo. Y Casella baila y canta tan bien que casi parece la estampa de un George Michael latino. ¿Y Guillermo Arengo? ¿Quién mejor que el fotógrafo-psicólogo-actor devenido dramaturgo para lucir las ropas incómodas del gordito solitario que hasta se las ingenia para desempolvar unos pasitos de baile frente a un televisor encendido?

Difícil no caer en el embrujo. Todo fluye, todo gira, todo ensambla. La obra avanza y llegan los testimonios más “crudos”. ¿Algo más terrible que un padre que tiene sexo con la mujer de su hijo? ¿Y si el propio hijo es el artífice del encuentro? ¿Cómo no compadecer a un hombre violado en su más tierna infancia por unas rubias vecinitas? ¿Y si además se ve condenado a evocar incesantemente el recuerdo para encontrar un placer solitario que nunca llega? Casi parece una trilogía de Todd Solondz o capítulos perdidos de Magnolia de P. T. Anderson.

Pero en Sucio todo se presenta con una seguridad inquebrantable, hasta la crudeza y los corcoveos sexuales. Nada queda de aquel temblor que capturaba a la platea de Todos contentos cuando una actriz entreabría las piernas y descubría su sexo desnudo como el manifiesto de lo-que-no-se-podía-mostrar, o del inquietante poder atávico de aquel musical orgiástico que supo ser Hermosura. Ni siquiera la respiración contenida ante la sutileza extrañada de Patito feo, cuando un cuerpo se hundía de golpe e inexplicablemente en un balde vacío.

Es cierto que Sucio no es El Descueve. La compañía está en reposo, distanciada, atendiendo proyectos individuales y la noche del estreno las bailarinas María Ucedo y Mayra Bonard miran desde la platea. Sin embargo, Sucio parece merodear el mismo centro que El Descueve supo agitar desde 1989: esos momentos ásperos donde la intimidad y el erotismo, lejos del ritual perfecto, coquetean con el desencuentro, el bochorno, el fracaso o la vergüenza. Hacia allí también parece viajar Sucio: ¿qué son si no esos hombres que desgranan sus confesiones bajo la luz de un lavarropas, hombres aislados en un no-lugar que lavan sus ropas adultas y se muestran con la fragilidad de niños?

Es cierto también que es cada vez más difícil perturbar espectadores tan acostumbrados a evaluar danzas fálicas televisadas. En Sucio también se desnudan vergüenzas y hay llantos compartidos. Pero cuanto más oscuras son las confesiones de los soñadores del lavadero, más intrincadas las pulsiones que ventilan, más estudiada parece resultar la ironía, más lineal y forzada la complicidad requerida. ¿Será acaso que lo que cambió no es el espectáculo sino el público, que lo que hace una década parecía arriesgado hoy no es más que la versión condensada de un menú que se repite en la televisión de todos los días?

En Sucio todo transcurre con la misma certeza de las agujas del reloj que se mueven en el escenario. Setenta minutos: la obra dura lo que tarda en lavarse un canasto de ropa sucia. Así también en Sucio las miserias se “lavan” sin lugar a riesgos ni fallidos. Sólo queda la exhibición eufórica de un grupo donde cada cual atiende a su juego, donde cada cual sabe cómo deslumbrar con su rutina. Tal vez por eso no sorprende cuando al final la platea del Konex (y también la crítica) se cae de aplausos. Entonces, sólo queda añorar esos momentos acaso menos perfectos cuando los cuerpos se animaban a perderse en los callejones turbios y contradictorios del deseo.

Por suerte, gran parte de esa prolijidad se ve de pronto sacudida por una escena: el desenfrenado y licencioso encuentro sexual de Casella con un inmenso perro de peluche. Entonces sobreviene la emoción crispada, las risas se vuelven nerviosas y reaparece un atisbo de sorpresa. Y aunque las posibilidades del universo masculino pronto vuelvan a ser encapsuladas, suave y piadosamente, en un epílogo tranquilizador, algo del riesgo se agazapa en un peluche que aguarda silencioso, sentado en un lavarropas que ya no seca.

Las funciones de Sucio son todos los viernes y sábados a las 21.30 en la Ciudad Cultural Konex, Sarmiento 3131, 4864-3200. Entradas: $ 25.

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