ARTE > EL GRAFFITI: ENTRE LA ILEGALIDAD Y LA CANONIZACIóN
Sus trabajos aparecieron hace quince años en la ciudad inglesa de Bristol y desde entonces se han propagado por las paredes de las grandes ciudades europeas: Londres, Viena, París, etc. Sin embargo, ni la policía ni las intendencias que combaten el graffiti con un rigor digno de un crimen han podido atraparlo ni conocer su identidad. Banksy sigue siendo un icono en las sombras que resiste al creciente control del estado sobre las ciudades.
› Por Mariana Enriquez
Su firma callejera empezó a aparecer en Bristol en 1993, pero se hizo famoso en 2001, cuando sus marcas en graffiti y stencil se dispersaron por el Reino Unido y llegaron a Viena, Barcelona y París. Mucha gente empezó a recorrer las ciudades buscando las huellas de Banksy: las ratas, el activista que en vez de una molotov arroja un ramo de flores, la muerte con carita de smiley, los policías londinenses abrazados en un beso, y la más hermosa, la niña que suelta un globo rojo. Nadie conoce su identidad, por ahora; apenas se sabe que nació en Bristol y que su único trabajo comercial fue para la tapa del disco Think Tank de Blur, porque, parece, Damon Albarn es su amigo. Se lo llama Banksy porque así firmó sus piezas más importantes. Cuida su anonimato porque, asegura, no quiere que la policía conozca su rostro ya que pretende seguir manteniendo el factor sorpresa mientras dure su trabajo en la calle. “Todo arte es un paso atrás comparado con el graffiti y el stencil”, dice. “Es vandálico y es anti-autoritario en esencia. Yo me considero un vándalo, pero de calidad.”
En el firme intento de inmovilizar las ciudades que los gobiernos vienen ejerciendo en todo el mundo, intento necesariamente forzado y represivo —verdadero control social— porque las ciudades son en esencia dinámicas y desbordantes, la guerra contra el arte callejero (graffiti, stencil) es fundamental. Se lo intenta erradicar llamándolo “vandalismo” con una perseverancia de verdad sorprendente: casi desapareció en Barcelona, por ejemplo, una ciudad que albergaba algunos de los exponentes más hermosos del mundo; por suerte, muchos interesados se ocuparon de preservar su recuerdo en fotografías y libros. El arte callejero es orillero, intervencionista, travieso; forma de expresión de adolescentes, lenguaje del hip hop, lienzo de arranques de furia o festejo: imposibles en las ciudades controladas y calculadas que se proponen como ideales. Recordemos además que es ilegal y perseguido con gran violencia en la mayoría de las grandes urbes del mundo como Nueva York, Sydney o París. Por supuesto, también es ilegal en Londres, base de operaciones de Banksy. Cuando los guardianes de la pureza y la supuesta coherencia acusan a Banksy de vendido porque en ocasiones realiza arte más convencional e incluso expone en galerías, cuando señalan que ha perdido credibilidad, que se ha convertido en funcional, que ha sido captado —sobre todo porque gana dinero vendiendo sus piezas—, lo único que hacen es transformarse en cínicos que quieren arruinar algo que tiene cierta mística, potencia y mucha belleza. Banksy creó iconos y con sus intervenciones —sean o no afortunadas en contenido— reveló una intolerancia tan oscurantista que asusta. Por ejemplo: Denis James, director de la organización Bristol Clean & Green (que tal como reza su nombre, quiere mantener a la ciudad limpia y verde), declaraba: “Todos los chicos miran a Banksy como los hinchas de fútbol miran a Beckham: para ellos es un héroe. Me molesta y me frustra, porque lo que hace es dañino y horrible”. ¿A qué se debieron estos dichos? A que un día Bristol amaneció con un típico Banksy: sobre una pared cercana a la Intendencia, una mujer y su marido espiando por una ventana, mientras el amante colgaba del alféizar. Tan grande era y tan bien realizado que las autoridades decidieron hacer una encuesta para consultar a los ciudadanos si debía quedarse ahí o ser cubierto con pintura. Banksy ganó por más del 70% de los votos.
En apenas seis años, Banksy se convirtió en uno de los artistas de mayor crecimiento en cuanto a fama —y, claro, con respecto a lo que los coleccionistas son capaces de pagar por un original, en caso de que la obra pueda ser, digamos, “retirada” del lugar—. Hace poco se pagó por una de sus piezas cerca de 200.000 dólares, y es la mismísima Sotheby’s la encargada de autenticarlas. Por todo esto, sus detractores fruncen la nariz. Pero sus imágenes siguen siendo relevantes y agudas. En 2005 viajó a Israel y pintó varias imágenes sobre el muro de contención todavía sin terminar que pasa por Belén: de un lado del muro, dos chicos abriendo un agujero en el cemento, hacia un paraíso de palmeras y sol; del otro, María, José y el niño Jesús que no pueden llegar al establo sobre el que brilla la estrella porque la pared se los impide. En Estados Unidos, ubicó un muñeco inflable disfrazado de detenido de Guantánamo en la cola de la montaña rusa de Disneylandia, que los policías recién retiraron a los noventa minutos. Para la Navidad pasada aparecieron, en varias ciudades del mundo, Cristos crucificados con bolsas de shopping entre las manos ensangrentadas, y en ocasión del juicio a Michael Jackson, una casita de Hansel y Gretel donde los niños eran recibidos por una bruja con el rostro blanco y aterrador de Jacko. Su símbolo de la rata ahora viene para “completar”: lleva en la mano un cartel vacío, y la idea es que la gente escriba lo que quiera, con fibra, aerosol o instrumento a elección. Ya hay varios clásicos: “Londres no funciona”; “Nunca me gustaron los Beatles”, “Porque no lo valgo” (parafraseando la publicidad de L’Oreal). Es fácil comprender por qué el escurridizo artista elige a la rata como su símbolo. Pero, por las dudas, él lo explica: “Como la mayoría de la gente, tengo la fantasía de que todos los pequeños perdedores se van a poder juntar. Que todos van a conseguir buenas herramientas y que el underground va a salir a la superficie y va a partir en pedazos la ciudad. O mejor: que la va a liberar”.
Para ver más trabajos de Banksy, se puede entrar a www.banksy.co.uk.
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