CINE > NANNI MORETTI SOBRE SILVIO BERLUSCONI
En El caimán, su nueva película que se estrena en Buenos Aires, Nanni Moretti enfrenta la crisis de la izquierda italiana y se ocupa de la figura de Silvio Berlusconi, o mejor, de Italia bajo su gobierno, con seriedad, sentido del humor y, sobre todo, sin concesiones.
› Por Mariano Kairuz
Seis años atrás, cuando ganó la Palma de Oro en Cannes por La habitación del hijo, Nanni Moretti estaba preparando un documental sobre Silvio Berlusconi que finalmente no fue. No sólo porque no encontró el tono adecuado para la película, sino que además se involucró más activamente en el movimiento contra el gobierno del Cavaliere. De golpe, al año siguiente pareció decidido a quemar las naves: en medio de una manifestación masiva organizada por la Izquierda Democrática en Roma, desarmó a muchos de los presentes con un discurso en el que se cargó al partido por su incapacidad de desafiar seriamente al primer ministro. “Con estos líderes no ganaremos las elecciones ni en ésta ni en la siguiente generación”, sentenció, y le auguró una lentísima y difícil recuperación a la izquierda de su país.
Cuatro años más tarde, mientras Berlusconi abandonaba el poder vencido en elecciones por Romano Prodi, Moretti estrenaba en Cannes El caimán, donde el Cavaliere aparece representado por tres actores distintos. Pero, insiste Moretti, El caimán no es una película sobre Berlusconi, sino sobre la Italia donde Berlusconi pudo tener el poder durante más de una década. El caimán habla sobre un cine financiado por la televisión en un país donde los medios están dominados por el primer ministro y, por supuesto, sobre la crisis de la izquierda italiana. Habla con seriedad pero con sentido del humor, a partir del personaje de un productor que hace un cine muy distinto del suyo, pero que tiene una relación pasional con su trabajo.
Bruno Bonomo (el gran Silvio Orlando) es un productor de películas de explotación, clase B (títulos como Maciste contra Freud o Suzy la misógina), que no ha podido levantar cabeza desde el fracaso de su última aventura, el film Cataratas. En los ’70 y ’80, a su cine lo acusaban de fascista. “Y... éramos fascistas”, admite él. “Vos encarnabas la resistencia contra la dictadura del cine de autor. ¡Eras el anticuerpo!”, lo alienta un amigo. Bonomo se apresta a rodar una película sobre Cristóbal Colón encargada por la RAI en la que no tiene mucha fe. En el camino se le cruza una aspirante a directora con un guión propio. Es la historia de un hombre a quien le cae un montón de dinero del cielo (literalmente: un valijón derrumba el techo de su oficina). El hombre no se pregunta por el origen de los billetes sino que se pone en acción inmediatamente, iniciando una serie de transacciones ilegales con las que construye su ascenso al poder. Desconcentrado por sus problemas matrimoniales, Bonomo lee el guión a medias y al principio no advierte lo obvio: que el protagonista es una versión no disimulada de Berlusconi. Presenta el proyecto, pero los productores lo rechazan uno a uno. Consigue un actor de renombre que se llena la boca hablando del gran cine político italiano que en los ’70 protagonizaba Gian María Volonté, aunque también él se baja del proyecto. Todos ofrecen excusas endebles, excepto otro actor, interpretado por Moretti en una escena breve y genial en la que le asesta su golpe más certero al guión. Moretti baja línea despiadadamente sobre el estado de cosas; pero fundamentalmente, sobre el vacío de oposición de su país. ¿Qué se puede contar sobre Berlusconi?, objeta; ya se sabe todo. “No leí el guión pero es como si lo hubiera leído: va a tener esos chistes que les gusta escuchar a los de la izquierda. Que a Berlusconi el lifting le salió mal, pero los implantes le quedaron bien y ja, ja, ja, todos se ríen.”
Por un tiempo la película queda en la nada, pero finalmente Bonomo se las ingenia para que se haga. Y es Moretti quien interpreta al monstruo saliente; sin sorna, sin parodia, sin chiste. Es que, dice Moretti, ya no hay chiste posible. Y evitando por todos los medios complacer a la agonizante izquierda de su país, sugiere que quizá la única respuesta cultural válida, convencida, al régimen del Cavaliere, no habrá que buscarla en ningún representante del anquilosado socialismo de su país, sino en algún otro lado. Quizá incluso en un viejo productor de cine clase B sin convicciones políticas evidentes y al que treinta años atrás tildaban de fascista.
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