HISTORIETA > CONOZCA A LUCAS VARELA
Dibuja infiernos y muñecos llenos de ternura en situaciones asquerosas. La simpatía y el horror, el encanto y el asco: de eso está hecho el trabajo de Lucas Varela, ilustrador y autor de historietas que acaba de publicar su primer libro, Estupefacto.
› Por Mariano Kairuz
Las criaturas de Lucas Varela son algo así como monstruos de peluche: las cosas más horrendas, deformes, sórdidas y fétidas, envasadas en bichos, animales y personajes y personajitos de la apariencia más simpática. Las chicas que dibuja son atractivas, pero suelen aparecer en situaciones desagradables, rodeadas de putrefacción y mugre. Lo más asqueroso presentado con línea clara, trazo preciso, firme y amable; las cosas muertas en colores vivos. Un alegre pesimismo. “Uso la claridad del dibujo para contar cosas que no son tan claras”, define. Un oxímoron galopante. O mejor dicho, dibujante.
Ahora acaba de compilar varias de sus mejores historietas en Estupefacto, un pequeño libro repleto de esos horrores-encantadores, cumbre de ese estilo hecho de contradicciones. Un mundo muy feo lleno de cosas muy lindas.
Lo de Varela tiene mucho de diseñador gráfico: sus dibujos parecen muchas veces objetos de diseño retro; sus recurrentes robots y muñecos maléficos son como juguetes-adornos perfectos. Pero, dice, no le gusta cierta tendencia de la historieta actual “en las que el acento está puesto más en los recursos gráficos que en la historia, porque lo más importante es contar una historia. Lo que me permite el dibujo es jugar con el absurdo, con lo que ocurre entre una viñeta y la otra: eso que está en el medio”. Pequeños relatos que rompen con la realidad sin demasiadas explicaciones: el de Donald King, el rey de la hamburguesa (¡referencias explícitas!); el del conejito suicida; el chanchito del chamán; el “diablito” escatológico; o el mono feo que se casa con Elvis Presley. “El cine y el comic te lo dan todo cada vez más explicado. A mí me gusta ver la puerta cerrada y no saber qué hay del otro lado; no quiero que me la abran.”
Del otro lado están estos monstruitos que acompañan a Varela desde siempre. Son, dice, algo así como manifestaciones de las obsesiones internas de un fóbico. “Cuando uno tiene todas estas fobias sociales como tengo yo, el mundo interior es más grande que el de afuera. En mi adolescencia era retraído y dibujaba todo el tiempo. Como la mayoría de los dibujantes, supongo. Después me fui riendo de mí mismo y saliendo. Ya no sufro; aunque dar la presentación del libro fue horrible. Si hay más de tres personas ya es un monstruo al que se le van sumando cabezas.
Pero sí creo que dibujar fue una herramienta útil para sociabilizar. Para conseguir chicas, no, jamás: el rótulo de artista o pintor te puede dar más arrastre, pero el de dibujante de comic es under, muy loser. Aunque eso que tiene de rechazado, de contracultural, siempre me atrajo un poco.” Su mano para el dibujo también le dio una ídem cuando le tocó hacer la colimba: “Uno de los períodos más negros de mi vida, en La Tablada, dos años después del levantamiento. Me preguntaron qué hacía, les dije que estudiaba diseño, y me llevaron a una oficina a dibujar mapas y carteles. Muy cómodo, no hacía guardias; los demás soldados me odiaban”. Eso fue hace más de 15 años. Hace unos diez editaba una revista llamada Ka Pop, un item de comiquería en cuyas tapas ya despuntaba su estilo actual, con, por ejemplo, Hello Kitty, icono de la infancia y la inocencia, devenida zombi, muerto-vivo. Después se pasó seis años haciendo infografías para Clarín, un trabajo que también tuvo algo de esa oscura-limpidez que domina su universo. “Muy absurdo –recuerda– eso de contar un crimen con muñequitos; un choque en Panamericana con cuatro muertos en dibujitos. La práctica de visitar la morgue seguido, ir a la escena del crimen, hablar con el forense, era enriquecedora, pero me terminó quemando.” A continuación, de la mano de Trillo, dibujó para la revista infantil Genios; publicaron juntos algunas historietas en Europa, y ahora integra la nueva guardia de la nueva revista Fierro, que sale con este diario todos los meses.
Hoy, Paolo Pinocchio es la más popular de sus creaciones publicadas en Fierro. Como una versión adulta del Pinocho de Shrek: un muñeco de madera entregado a su suerte, sin Gepetto, sin historia, sin moraleja; que disfruta de mentir, de mentirles a todos, descaradamente. Y que se va al infierno por ello. El infierno es una de las obsesiones más recurrentes en las historietas de Varela, junto con la belleza. Sobre la belleza quizá dibuje bastante, pero Varela dice no saber bien qué es: “Un ideal imposible, un momento que se escapa, algo que está en lugares inesperados”. En cambio sabe bien qué le interesa del infierno: “La iconografía cristiana, la de Dante. Creo que es un parque de diversiones enorme”. ¿Y cuál sería entonces el verdadero infierno para Varela, su infierno personal? Dibujar para la publicidad. Odia hacerla, dice, pero es lo que mejor paga. “Es el único trabajo por encargo en el que me surgen verdaderos reparos: trabajé en una campaña para una marca de cerveza en la que tenía que dibujar situaciones de rugbiers cancheros, todas muy chabacanas, misóginas, desagradables”, dice. Puro infierno, sin belleza. “Me da mucho asco trabajar para la publicidad. Me hacen copiar a otros dibujantes, y dibujar minas con más tetas, más culo. ¡Y a mí no me gustan las minas tetonas, me gustan las de tetas chicas!”
“El libro se llama Estupefacto por ‘estupefacción’, pero también por ‘estupefaciente’”, dice Varela. “Es que me gustan mucho los químicos. El clonazepán, por ejemplo, que me lo recetan para las fobias sociales, y que te deja muy contento, en una nubecita. Pero no uso químicos para dibujar; me quitan las ganas de trabajar. De las drogas, para dibujar lo mejor es el café.” Puede que su otra droga sea la pintura (de su obra en óleo se puede ver una pequeña muestra en su página web, http://cablemodem.fibertel.com.ar/lucasvarela/): “Voy todos los sábados a pintar a un taller que es un lugar muy especial para mí. El año pasado hice una muestra en un bar en San Telmo. Se llamó Iconofaxina, que remite a los iconos con los que juego, pero también a un antidepresivo. Porque la historieta para mí es narrativa, pero la pintura es terapéutica”.
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