MOTO BRONCA
Los motoqueros en la plaza de mayo
Circulan todos los días con buena parte de los trámites y envíos del microcentro encima. Durante los cacerolazos que terminaron con Cavallo y De la Rúa (y la brutal represión policial desatada como respuesta), ellos decidieron sumarse a la protesta cumpliendo un papel inédito: repartiendo agua, alejando a la gente de los palos de la Federal y buscando ambulancias. Radar juntó a cinco de los “motoqueros” de Simeca (el Sindicato de Mensajeros y Carteros) que estuvieron en la línea de fuego para reconstruir la historia de un día de furia.
Por Mariano Blejman
Desfilaron con la rebeldía sobre dos ruedas. Desorganizados primero, coordinadamente después, los motoqueros se convirtieron –para quienes marcharon a la Plaza el jueves 20 de diciembre– en una especie de ángeles rugientes que repartían agua, limones y esperanza. Socorrían a los manifestantes y buscaban ambulancias cuando el SAME no llegaba. Para algunos, los motoqueros (muchos pertenecientes a Simeca, el Sindicato de Mensajeros y Carteros) guardarán un espacio en el relato de los sucesos que terminaron con el mandato del ex presidente Fernando de la Rúa. Radar juntó a cinco de ellos para reconstruir la contienda que tuvo, de algún modo, la simpatía de la calle. Se trata de Javi, Seba, Chiquito, el Pájaro Loco y el Pelado, cinco motociclistas que estuvieron en la primera línea. Ellos cuentan –bajo reserva de sus nombres reales– quiénes son, cuál es el rol de Simeca y de dónde viene su entrenamiento contra la policía. Y aprovechan, también, para desmentir dos rumores que circularon en estos días. Primero: que su participación no fue tan espontánea como la revuelta misma. Segundo (aunque a esta altura resulte imposible describirlos de otra modo): que en realidad no se trató de “motoqueros” sino, como se autodefinen los integrantes de Simeca, de fleteros y mensajeros. “Motoqueros son los que andan por las rutas con una rubia detrás”, dicen.
Historias de dos ruedas
Al hablar, Javi muestra marcas de balas de goma en su pierna izquierda que le pegaron en su tercera embestida. Cuando se refiere a Gastón Riva, compañero muerto, 30 años, se le nota la sangre envenenada de aceite de moto de dos tiempos. “A Gastón lo mató la policía en la misma esquina donde trabajó por años”. Riva estacionaba su Honda CG 125 en Avenida de Mayo y 9 de Julio para tomarse unas cervezas o unos mates con los amigos cuando no tenía viajes. “Lo mataron con un tiro de frente. En su esquina, en su kiosco. Estaba con la gente y sufrimos su muerte. Pero nos da orgullo que haya estado ahí.” Javi es uno de los fundadores de Simeca. Antes de subirse a la moto, en Valentín Alsina, su barrio, pasó por demasiados trabajos. “Cuando terminé el secundario quería fabricar detergente y no me salió. Entonces probé de técnico químico en una fábrica, pero me echaron y cobré la indemnización. Como me mataba no hacer nada y allá eran todos fleteros, me subí a la moto.”
Chiquito, en cambio, además de llevar y traer sobres, es un estudiante -crónico confiesa él– de Sociología de la UBA. Al enfrentarlo queda claro que su sobrenombre es una ironía, como si se tratara del Pequeño Juan de Robin Hood. Cuando vivía en Munro repartía sodas por el barrio. Unos años después, se compró su primera moto y se metió en una agencia. Él mismo redactó el comunicado que se repartió el viernes 21 de diciembre por la muerte de los caídos. Se llamó Basta de robar y entre otras cosas decía: “Nos dejaron una policía descontrolada, hiperviolenta, con rienda suelta para descargar sus frustraciones sobre el pueblo”. Justo ese miércoles, antes del primer cacerolazo, los motoqueros se habían juntado en un plenario en alerta porque de las once agencias existentes, este mes diez no habían pagado. “Moto Viamonte, Quickly, El Mensajero Veloz o Motonorte son empresas que facturan 200 mil pesos mensuales. Y nosotros lo sabemos porque hacemos los trámites de sus propios pagos”, asegura Chiquito, el grande. Pero las empresas no pagaban y habían hecho subir la temperatura de sus motores.
“Cuando terminó de hablar De la Rúa por tele nos juntamos en la puerta y le dimos a la cacerola”, dice Pájaro Loco, un motoquero que terminó en el frente. Pájaro Loco llegó a la Plaza la noche del miércoles y se quedó maniobrando en medio de los gases. “Al principio creíamos ser nosotros solos los que golpeábamos ollas. Pero empezamos a recorrer el barrio con las motos y cada vez había más ruido.” Pájaro Loco tiene un flequillo tumultoso que le da vuelta por encima de la cabeza. De ahí el mote. Fielhabitante de La Paternal, le gusta eso de comerse Buenos Aires con el viento sobre la cara. “Antes, ser motoquero era otra cosa. Nos cruzábamos en la loma del orto y nos saludábamos siempre. Ahora, con la crisis los mensajeros nuevos no conocen los códigos.”
Esa noche, Simeca mantenía una asamblea en su sede momentánea en la casa de HIJOS. La convivencia con la agrupación no es mera casualidad. Entre los fundadores del sindicato hay, también, militantes de HIJOS. Seba, que pertenece a ambas agrupaciones, llegó primero a HIJOS, atraído por el olor a mujer, cuando se enganchó con la Gitana, hija de un ex preso político. “Hasta que llegué a HIJOS no tenía claro el asunto de los militares, ni de los 30 mil desaparecidos. Era un barrabrava de barrio marginal. Pero basándome en lo pollerudo que soy, empecé a venir a las asambleas de HIJOS. Y empecé a leer. Soy de una familia de esas del No te metas, que por algo será. Y sí, acá me enteré que por algo había sido la lucha. Fui a la calle como HIJO y como motoquero.”
El quinto, que reconstruye lo que algunos llamaron el argentinazo, se apoda el Pelado. Tiene pelo, pero rasante. Tan rasante como el vuelo que llevaba ese acalorado miércoles 19 de diciembre, cuando puso la XR en el medio de la Plaza. Y salió esquivando los gases. “Esos días tuvimos la oportunidad de demostrar que el pueblo estaba cansado. El pueblo dijo ¡ya basta!”, reflexiona el motoquero que nació en Quilmes. A los 14 años tenía un ciclomotor para repartir tarjetas de Navidad. Llegó a ganar 300 pesos por mes, una fortuna para su edad. “Me gustó la moto y pasé de una oficina a la calle”. Y acá está. Asegurando, tristísimo, que –además de Riva– hubo otro muerto más pero que todavía no tienen el nombre, que hubo muchos motoqueros heridos de “bala bala”, que le pasaron el dato de otro compañero muerto en La Ferrere, que dos chicos terminaron con balas en el cráneo. Y que bajaron a varios, Itaka al pecho.
La noche en que se
madrugaron a todos
Después de los primeros gases, las primeras corridas y las primeras piedras del miércoles a la noche, las motos se dispersaron rápidamente. Pero se quedaron en la calle, deambulando para entrarle al hervidero en que se convertiría la ciudad con la luz. Marcharon al Congreso y observaron cómo, a pesar de la represión, la gente no se iba. “Fuimos de calle en calle, de plaza en plaza, tratando de resistir durante la noche”, dice Javi. Se venía un día oscuro: ese soleado 20 de diciembre. Según el último censo, existen 58 mil motoqueros en la ciudad, de los cuales el 80% se dedica a los fletes, la mensajería y los delivery (estos últimos no pertenecen, por ahora, a Simeca). Ese jueves, miles de fleteros y mensajeros salieron a trabajar. Pero el microcentro estaba sitiado. Y no había forma de entrar. “Yo iba por 9 de Julio para Dock Sud a buscar un paquete. Cuando vi cómo se tiraban gases y cómo cagaban a palos a los pibes, me fui cargando de bronca. Y me quedé”. Javi asegura que así les pasó a los que terminaron en el frente. Y recuerdan, todavía, a Magdalena Ruiz Guiñazú preguntándose en la radio si estaban organizados. “La verdad es que, al principio, ni sabíamos quién estaba en la calle y quién no.”
No hubo banderas de Simeca, ni llamado sindical. Lo único que los unió ese jueves fue, justamente, la moto, el instrumento de trabajo. Se convirtió en medio para moverse por el microcentro (o lo que iba quedando de él); una forma de esquivarle a la represión ágilmente; o la posibilidad de ir al frente, con el respaldo de los manifestantes que apedreaba desde atrás a los implacables de azul. “En un principio se armaron tres grupos de unas 40 motos”, explica Javi, con detalle, quien pudo esquivar balazos, itakazos y gases lacrimógenos. Sin embargo, lo que sucedía en el medio del caos no era lo que aparentaba desde afuera. “La policía dejaba de reprimir cuando aparecíamos, pero nosotros no nos dimos cuenta de eso. Creíamos que los manifestantes nos saludaban por sumarnos a la marcha con las motos. Loque en realidad pasaba era que desde un helicóptero avisaban que llegábamos nosotros y la Federal retrocedía. Se iban cuando estábamos a 50 metros.”
El detonante de coordinación espontánea vino con la noticia del primer motoquero baleado. Javi observó cómo le disparaban a un compañero que caía al piso frente a él y comenzaba a sangrar. En ese momento pensó que lo habían matado, aunque tiempo después se enteró que su compañero había salvado su vida, de milagro. “Comenzamos a recorrer las paradas de las agencias por 9 de Julio desde Belgrano hasta Santa Fe. Les decíamos Vengan con nosotros que mataron a un chico. Así se entraron a enganchar muchos que no sabían bien qué había pasado. En un momento llegamos a ser una caravana de más de 100 motos.” Los motoqueros aparecían por Avenida de Mayo, se acercaban y resistían los gases durante un tiempo, hasta que sus propias motos corrían peligro. A los pocos segundos se dispersaban. Después, desde atrás, venía la gente al galope.
La masacre podría haber sido peor. “Están los tiros que embocaron y los que tiraron. Embocaron 40, una exageración, una barbaridad, una masacre, pero podrían haber embocado miles”, asegura el Pelado. Los relatos escalofriantes de los motoqueros se confunden en la nebulosa de ese día. Parecen de película de terror, de cuento que da pesadillas antes de acostarse. Pelado cuenta uno que sucedió una hora antes y a dos cuadras del disparo al primer motoquero caído. “En Belgrano y 9 de Julio vi una tanqueta que pasaba por arriba de todo, tiraba árboles, tiraba canteros, tiraba rejas, y de arriba salía un tipo y disparaba con una 9 milímetros. Lo vimos de cerca porque estábamos al frente. Chocaba contra la gente escondida detrás de los árboles y se llevaban todo por delante”. Por su posición, los motoqueros fueron testigos directos de los disparos de plomo puro. Por eso vieron cuando aparecía un 306 azul disparando con armas de fuego por las cuatro ventanas. “Muchos compañeros quieren declarar cuando se abra un juicio. Podría haber sido una carnicería”. Seba, el Hijo, entiende que –aunque en un contexto distinto– él cumplió la función que tiene todos los días: fue un mensajero voraz. “Repartíamos agua, limones, sacábamos a la gente de los palos de la cana. Buscábamos ambulancias, porque el SAME no daba bola. Los motoqueros, en esa batalla, tuvimos una función operativa que superó al sindicato completamente. Con la moto, fuimos más allá del combate a pie. La policía no sabía qué hacer. No entendía quiénes éramos. Estaba amenazada por algo nuevo. La yuta esta vez no se la esperaba.” Para ellos, testigos peligrosamente privilegiados, la organización popular no terminaba en el frente: se apoyaba desde la retaguardia. En el medio de la hecatombe Seba se encontró con un chileno que había estado en la represión pinochetista y que le aconsejó: “Oye, ponte los limones debajo de la lengua y muérdelo”. Así sentía la acidez y lloraba, pero no se ahogaba.
En pie de guerra
Cuando hablan, aplastando el orgullo en sus asientos de cuero, se atraviesan las palabras como no sucede con sus motos. Esos días, concuerdan todos, defendieron su lugar de trabajo: el microcentro. Y volvieron a mostrar códigos solidarios. Cabeceo entre dos cascos a la espera del semáforo (o del cascote), salvataje de una goma pinchada o un problema de aceite, donde siempre aparece alguien que acompaña al mecánico (o que le avisa del patrullero). Si en la calle se corre con el riesgo de estamparse contra un coche de frente, el jueves se avisaba la llegada de un hidrante. Incluso el stress que sufrieron es para ellos casi cotidiano. “Cada día, cuando llego a casa de noche, lloro negro, tengo acidez y me duele la cabeza”, dice el Pelado. La moto deja secuelas: problemas acústicos, visuales, problemas en espalda, riñones, varicoseles, hemorroides y el smog tragado por una boca a la altura del caño de escape. Pájaro Loco, el Pelado y Javi se juntaron con el Chino y Fabi para organizar Simeca, cuando se dieron cuenta de que los porrazos que se daban frente a la soberbia de sus jefes eran cada vez más. Ahora juntan miles en las marchas, están en la web (www.simeca.org.ar), hacen una revista (Mensajeros en Lucha), marchan contra la represión, por los piqueteros y hasta ganaron una batalla: querían expulsarlos del microcentro. “El justificativo –recuerda Chiquito– era que afeábamos la ciudad ante los ojos de inversores extranjeros”. Con esa impotencia acumulada, un día después de la caída de Fernando de la Rúa, con la ciudad semidestruida, se plantaron en el Obelisco por los asesinatos de dos mensajeros. “La Federal atacó con terror y muerte, porque defendían intereses de los bancos y los sectores dominantes”, sentenciaron. Para Chiquito no fue casual que dispararan con armas de fuego desde adentro de los bancos, como él vio hacer desde el HSBC, en Chacabuco y Avenida de Mayo. Ni tampoco que, estando en la movilización del Obelisco, vinieran a tirarle encima motos y autos (de civil) cuando manifestaban. “Corrimos para alcanzarlos pero nos dispararon. Una moto se puso al lado y le pegó con una Itaka a una compañera. Caímos en Suipacha y Diagonal Norte. Después nos llevaron al hospital.” Ambos quedaron internados por los golpes, a pesar del training que tiene Seba, el militante de HIJOS, frente la policía. “Vengo de escraches a militares, de recitales de los Redondos, de la cancha y soy fletero”, cuenta ahora recuperado. El run run de hostigamiento policial está ligado al cuidado con la moto que hace bajar pestillos de la puerta y subir ventanillas en el semáforo. “La gente está paranoica y todos somos sospechosos”, dice Javi. Carteros y fleteros tienen cierto entrenamiento para evadir la autoridad. El cuerpo a cuerpo se sufre día a día. “Nos amenazan, piden plata para no quitarnos la moto o nos sacan la moto por cualquier cosa. Los operativos se convierten en increíbles cacerías. Si nos agarran, nos dan vuelta el bolso y nos dicen tenés cara del falopero, zurdito de mierda, chorro, vos estuviste preso”.
Cacerolazo limpio
El viernes 28 era el Día de los Inocentes. En el otro cacerolazo que terminó con Grosso y Rodríguez Saá, los motoqueros aparecieron –sin inocencia que valga– ahora todos juntos. Rondaron la Plaza al ritmo de sus motores, con brazos en alto y bocinas de sordina. Y fueron, se pudo ver, aplaudidos a cacerolazo limpio. “El puntano pensó que la gente no tiene memoria y se va a olvidar de Grosso”, dicen. Sin embargo, después de los acontecimientos, en estos últimos días el microcentro se puso peligroso. “Que quede clarito –se indigna Javi–. Después del jueves 20, el centro es una persecuta constante. Hay muchos policías en nuestras paradas. Cuando pasamos por la 9 de Julio tenemos que andar escapándonos. Nos están buscando.” Aunque también en las calles la gente los detiene para agradecerles. “Si ustedes no nos avisaban de la policía íbamos presos”; “Si no me sacabas del quilombo me comía una bala”; “Menos mal que aparecieron, me estaba ahogando con los gases”.
Los cinco tienen el caño de escape caliente cuando aseguran que la gente se dio cuenta de su propia fuerza. Les queda la bronca contenida por los muertos, para volver a salir. “Somos conscientes de que se abrió una nueva etapa en la Argentina. Los gobernantes de turno deberán tenernos en cuenta.” Con el tanque cargado de conciencia, Simeca tiene una carta sobre la manga, que todavía no jugó. “Manejamos la plata de las empresas, les llevamos los papeles y las cuentas. Si un día hacemos paro se detiene el microcentro. Y estamos con bronca por los muertos.” En ese momento, Javi tira en la mesa la revista de los Mensajeros en Lucha y lee un párrafo con fruición: “De a poco se oyen rugir nuestros motores al ritmo del bombo”. Y después recuerda ese pla pla pla de la gente, que en la calle le sonaba tan fuerte que hasta aturdía el ruido de su propio motor.