Dom 26.08.2007
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GAUCHITO GIL

Una pena extraordinaria

La adoración popular por el Gauchito Gil ha crecido de manera sorprendente en los últimos años y la mejor prueba es la proliferación de altares a los costados de las rutas argentinas. Pero a pesar de la inmensa visibilidad del fenómeno, la verdadera historia del gaucho y ex combatiente en la guerra con el Paraguay que forjó la leyenda es mucho menos conocida y, sin embargo, una parte fundamental si se quiere entender la raíz de la fe que mueve. Por eso, Sebastián Hacher Rivera la incluyó en su libro de fotos tomadas en el santuario original en Mercedes durante el 6, 7 y 8 de enero, las fechas de una conmemoración que han devenido verdaderas fiestas populares.

› Por Sebastian Hacher Rivera

Antonio Mamerto Gil Núñez, el Gauchito Gil, cabalgó por estas tierras y tomó nuestro vino. Fue tan humano como cualquiera de nosotros, pero al morir se volvió santo. No por gracia de alguna iglesia, sino por obra de sus paisanos, gente sencilla y devota que lo erigió como hacedor de favores. No hay una versión definitiva sobre su vida y su muerte: cada creyente construye el Gauchito que necesita. Su historia es la proyección hacia atrás de nuestros propios anhelos.

Nació en 1847 en la provincia de Corrientes, cerca del río Pay Ubre. Lo bautizaron Antonio Mamerto Gil Núñez. Estaba destinado a ser peón rural, pero antes de cumplir 20 dejó las faenas del campo para ir a la guerra contra el Paraguay. No tenía otra opción. En su época, las grandes estancias se conseguían con favores políticos, y esas riquezas se pagaban con la vida de gauchos obligados a pelear en nombre de sus patrones. Antonio se convirtió en uno de esos tantos que combatían a caballo, armados con una caña de tacuara y un pedazo de hierro atado en la punta. Dicen que era un soldado querido por sus iguales y temido por sus enemigos.

Después de la guerra quiso retomar la rutina: ser hijo, campesino y amante. Pero en Corrientes seguían los conflictos internos. Antonio fue vuelto a convocar para combatir bajo el mando de caudillos locales. Otra vez le tocaría matar y morir por banderas que no eran suyas. Algo lo detuvo. La noche en la que debía presentarse ante la tropa soñó que Ñandeyará, el dueño de los hombres, le ordenaba “no derramar sangre de sus hermanos”. Al despertar, ni pensó en desobedecer. Había sido un combatiente bravo; ahora sería un gaucho alzado, con un único y nuevo destino: escapar de la ley.

Antonio huye por los montes. En eso se ha convertido su vida: un constante vagar por ningún lado. Por la noche se asoma a un claro, en la orilla de un rancherío. Un paisano de sueño ligero salta del catre al escuchar un murmullo. No prende el candil: manotea el facón, se calza las alpargatas y se asoma a la puerta. Desde las sombras, una voz susurra la contraseña tranquilizadora:

—Soy Antonio, compadre.

El fugitivo piensa pasar la noche allí, descansar un poco y darle un respiro a su caballo. La gente lo recibe bien, como siempre. Le preparan una cama de heno y cuero de oveja para que duerma abrigado. Manos femeninas le acercan mate caliente. Los niños espían desde la cocina, curiosos por ver a ese hombre del que tanto se habla. Antonio –que es un preso del destierro– recupera por unas horas el calor de la vida familiar.

Despierta al amanecer y se prepara para seguir viaje. Se despide desde el umbral de la cocina, ensilla su caballo y se interna en el monte. Hay algo de melancolía en su galope: Antonio sabe que nunca podrá tener una familia como esa que le dio techo y comida por una noche. Su rutina es no tener nada. Su hogar, esos caminos que de tan recorridos ya parecen todos iguales.

Vive donde otros transitan, y transita donde los otros viven. El consuelo del nómade –piensa Antonio– es la libertad de movimiento.

Sobre él se dicen ciertas cosas. Que roba y reparte el botín entre los pobres. Que es capaz de curar o paralizar con la mirada. Algunos recuerdan o inventan sus hazañas como febriles alucinaciones. Se habla de que el patrón de una estancia tenía a sus empleados a pan y agua. Si alguno se iba del trabajo para cazar en los esteros, lo mandaba a azotar o a detener con la policía. Antonio se enteró de la situación por boca de un peón que se había escapado al monte. Se unió a otros gauchos y cayeron sobre la estancia. A punta de pistola, organizaron un festín: asado y vino tinto para toda la peonada. Antonio se encargó de atar al patrón al aljibe, para azotarlo como él hacía con sus trabajadores.

–¿Qué es eso de repartir lo que robás, Antonio? ¿Por qué no guardar algo para vos?

–Para escapar debo ser liviano. No llevo nada conmigo. Yo me salvo en cada uno de mis paisanos.

Un 6 de enero, dicen que de 1871, Sia María fue anfitriona de la fiesta de San Baltazar, el santo moreno. Algunos paisanos donaron vacas y vino tinto. Otros se ofrecieron como mozos y leñadores. Lo importante era ocupar un lugar durante los festejos, una de las formas de cumplir con el santo. El día anterior se carnearon los animales y se juntó leña. Por la noche, las mujeres pelaron papas y cortaron el queso para el guiso.

Empezaron a cocinar antes del amanecer. Al mediodía, los olores del almuerzo se mezclaron con el polvo que levantaban los bailarines.

Antonio llegó mientras servían la comida. En un fogón compartió un trago de vino. En otro, se abalanzó sobre un costillar recién asado. Más allá, bailó al compás de una guitarra llegada desde un pueblo lejano. Durante la fiesta la soledad quedaba suspendida: el hombre condenado se podía mezclar entre la multitud, amparado en los tumultos. Pero Antonio sabía que no era conveniente pasar la noche tan cerca del pueblo. A la caída del sol montó su caballo y anduvo hasta llegar a una pampa cerca del monte. Durmió bajo las estrellas, abrigado en su poncho.

Los siete policías se abrieron en abanico frente al hombre que dormía. Uno de ellos lanzó una especie de aullido, mezcla de advertencia y miedo. Antonio dio un salto. Se paró y los miró fijo. Tenía la costumbre de dormir con una mano en el cuchillo. En la otra, como si fuese a pelear en una pulpería, se había enrollado el poncho. El tiempo se detuvo. Los ojos negros de Antonio se abrieron al máximo. Nadie quería mover un músculo. Tenían la sensación de que cualquier movimiento podía provocar que Antonio los matase a todos. ¿Cuánto tiempo estuvieron así? Nadie logró recordarlo después. Sólo supieron que fue el Gauchito el que rompió el hechizo:

–No voy a pelear contra ustedes –dijo antes de entregarse.

Las autoridades ordenaron el traslado a Goya, para juzgarlo por desertor y matrero. Muchos lo querían ver muerto, y el trayecto era ideal para deshacerse de él. A cuatro leguas de Mercedes, en un cruce de caminos, bajaron del carro y lo ataron al único árbol que daba sombra en la zona. Entre la tropa se hizo un silencio pesado, oscuro. Todos sabían cuál era la orden, pero no se animaban a cumplirla. El capitán se puso furioso: sabía que los policías eran hijos de campesinos y temía que pudiesen esconder alguna simpatía con la causa de Gil. Le preguntó a su tropa, a los gritos, qué carajo esperaban para fusilarlo. Los hombres agacharon la cabeza, hasta que uno se animó a hablar. Dijo que Antonio llevaba bajo la piel, justo en el esternón, una figura de San La Muerte, y que todos sabían que era imposible dispararle a alguien protegido por ese santito:

–Si lo hacemos –aseguró uno de los policías– nos vamos a morir nosotros.

El capitán se le acercó y clavó su mirada en el amuleto que llevaba incrustado en el cuerpo. Antonio llegó a entrever que empuñaba el facón que le habían sacado al atraparlo.

–Me estás por matar con mi propio cuchillo –dijo Antonio con una voz que ya era de otro mundo–, pero quiero que sepas algo: cuando regreses al pueblo, vas a encontrar que tu hijo está enfermo, y nadie va a saber cómo curarlo. Vos rezá por mí, porque la sangre inocente es buena para hacer milagros.

Esas fueron sus últimas palabras. Lo colgaron de los pies y le cortaron el cuello. Mientras se desangraba, en Mercedes firmaban una orden para darle la libertad.

Al regresar a Mercedes, el capitán pensaba declarar que Antonio había intentado escapar. Pero otra noticia hizo que el mundo se derrumbara para él: su hijo estaba en el lecho de muerte. Nadie sabía de qué había enfermado. Sólo se curó cuando el asesino del Gauchito rezó por el alma de su víctima. Así comenzó la leyenda.

En el lugar donde está su cuerpo, el verdugo plantó una cruz. Tocarla es entrar en contacto con el centro de la devoción. Allí es donde nació la creencia que luego se multiplicó en altares en cada ruta del país.

Sucursales que nunca anularon aquel centro, esa cruz: cada 8 de enero, miles de personas se congregan allí para agradecer o pedirle favores. Alrededor de la improvisada tumba se construyó un altar, y con el tiempo sus velorios se convirtieron en grandes kermeses. Hoy, el nombre de Antonio Gil es sinónimo de milagros, pero también de fiesta y de encuentro. Es un culto sin dogma ni rito cerrado. Algunos lo usan como forma de alivianar el sufrimiento y apuntalar la voluntad. Otros, como trampolín hacia la aventura.

Esta historia, así como las incluidas bajo las fotos, están incluidas en el libro Gauchito Gil (Editorial El Colectivo), compuesta de textos y fotografías de Sebastián Hacher Rivera.

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