Dom 16.09.2007
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CASOS > EL REGRESO DE WOODY ALLEN A LA LITERATURA

Perder la gracia

El año pasado, Woody Allen volvió a las librerías argentinas con Adulterios, un libro con tres obras de teatro inéditas. En aquel entonces, José Pablo Feinmann, entusiasmado por Match-Point, las leyó y vio su entusiasmo evaporarse hasta el fastidio. Ahora, con Pura anarquía, Allen vuelve a las librerías con una recopilación de 18 relatos publicados durante los últimos 25 años en el New Yorker. Esta vez, el libro cayó en manos de Rodrigo Fresán. Y otra vez adiós entusiasmo. ¿Por qué el milagro no se recupera?

› Por Rodrigo Fresán

Se puede tener gracia (por gracioso) y se puede poseer gracia (estar tocado por la gracia). Y Allen Stewart Königsberg –universalmente conocido como Woody Allen– fue dueño, durante mucho tiempo, de ambas variaciones de esa misma palabra. Pero, cabe pensar, algo sucedió. Algunos –los que tienen una visión un tanto simple y acaso bíblica de la vida– afirman que el comienzo de la pérdida de los dones coincide, poética y justicieramente, con el Episodio Mia Farrow/Soon Yi y no creo que haga falta que yo malgaste unas líneas recordando aquel inolvidable episodio. Es cierto, sí, que la última indudablemente gran película de Woody Allen –Maridos y esposas, de 1992– coincide con el estallido del escándalo y la caída en desgracia. Pero no es una explicación que convenza del todo a la hora de precisar cómo alguien tan gracioso ha dejado de serlo.

Lo que lleva directamente a Pura anarquía, primer libro de Woody Allen en más de un cuarto de siglo.

Y lo que ocurre es que los comediantes tienen fecha de vencimiento. Lo que fue gracioso a principios del siglo XX casi seguramente no lo será a principios del XXI. El caso de Woody Allen es todavía más grave porque –a pesar de venir de la nutrida tradición stand-up judía– lo suyo empieza y termina en sí mismo, en su figura y genio. Y su material funciona mejor durante cierta edad y en determinadas coordenadas socioculturales para un público que necesita identificarse con sus dilemas y su, sí, humor que alguna vez produjo la más que convincente ilusión de estar dotado de una universalidad casi shakespeareana. Así, en algún momento de toda vida, todos fuimos o quisimos ser Woody Allen. Pero me temo que no es un deseo que dure para siempre. Los intentos del mismo Allen por woodyzarse en alter egos más jóvenes pero igual de tartamudos –ya sean John Cusack o Kenneth Branagh o Will Ferrell o Jason Biggs– consiguieron resultados más bien pobres. Lo que hace pensar que Woody Allen –producto perfecto y antiheroico, culto divertido, psicoanalizado y neurótico, tipo lejos de ser un galán de cine pero que aún así conquistaba a mujeres deseables en la vida real– cumplió a la perfección hasta que alcanzó la perfección. Y, se sabe, una vez que se alcanza la perfección no es sencillo mantenerla y sólo queda iniciar el más o menos lento, más o menos pronunciado, camino de bajada. Woody Allen se encuentra allí ahora, y nadie puede culparlo de ello. Sí se puede, en cambio, precisar que, rumbo al inevitable crepúsculo, Woody Allen ha elegido la estrategia más fácil y acaso la menos elegante: la repetición de un modelo (pensar en la respetable Match-Point como en una relectura “para jóvenes” de la mucho más profunda y lograda Crímenes y pecados o en la insufrible tontería de Scoop como en un torpe calco de aquella agradable Misterioso asesinato en Manhattan) y la pereza de quien sabe que puede confiar en la marca registrada en la que se ha convertido.

Pura anarquía (Tusquets) aparece coincidiendo con la partida de Woody Allen de Barcelona, luego de haber revolucionado las calles de la ciudad con el rodaje de una comedia ibérica (que no promete demasiado a partir de los detalles que han trascendido de una trama con latin-lover local y turistas norteamericanas) y antes del estreno de la ya lapidada en el último Festival de Venecia Cassandra's Dream, cierre de una Trilogía UK que, parece, lo ha convertido en director nómade y más que dispuesto a filmar donde lo inviten. En España, Woody Allen (Premio Príncipe de Asturias) y Bruce Springsteen (cualquier año de éstos le cae el galardón que acaba de ganar Bob Dylan) son dioses, por lo que la salida del libro del primero –luego de aquella leyenda urbana de una inexistente autobiografía por la que pujaron todos los editores en la Feria de Frankfurt de hace unos años– es todo un acontecimiento de la rentrée editorial 2007. Hasta aquí las buenas noticias. La mala noticia es que Pura anarquía repite los modales de la reciente filmografía de Woody Allen: no está a la altura de las entregas anteriores (Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, Sin plumas y Perfiles, reunidos por Tusquets como Cuentos sin plumas en 1988 y recientemente relanzados en USA como The Insanity Defense) y se lee con una mezcla de déjà-vu y jet lag. Un ya leído con fatiga de materiales que consigue la ocasional sonrisa cariñosa pero en muy escasas ocasiones la carcajada sorprendida. No hay en todo Pura anarquía algo que esté a la altura de “El experimento del profesor Kugelmass” (aquel perfecto relato con madame Bovary como invitada que en 1978 mereciera un premio O. Henry), se añora la frescura un tanto melbrooksiana para parodiar géneros de Cómo acabar, no aparece ningún relato inequívocamente manhattanesco como “Justo castigo”, y se extraña el talento de camaleón cruel para, por ejemplo, homenajear demoliendo a la literatura de Saul Bellow & Co. en “Nadie rezará un kaddish por Weinstein” o “Recordando a Needleman”. Por lo contrario, los breves bosquejos que componen Pura anarquía –engañosamente anunciado como el primero que escribe en más de un cuarto de siglo cuando en realidad se trata de dieciocho piezas sueltas aparecidas a lo largo de los años en las páginas de The New Yorker donde, seguro, se asimilan mucho mejor en dosis homeopáticas ubicadas entre un relato de John Updike y una crítica de cine de Anthony Lane– apelan una y otra vez a un mismo mecanismo. Una repetida coreografía proyectada sobre diferentes paisajes que pueden tener que ver con la New Age, la industria del cine y la estupidez de Hollywood, las intrigas gastronómicas o la fe como corporación. A saber: el narrador se encuentra con alguien (generalmente con un apellido como Popkin o Pincus o Peplum o Pepkin o Pinchuk), este alguien le ofrece un trabajo, el trabajo se lleva a cabo con pésimos resultados y el narrador se despide del lector con alguna frase más insensata que divertida. El resto son exploraciones veloces de tópicos sobre los que se han contado demasiados chistes, muchos de los mejores por el mismo Woody Allen: pastiches culinario-filosóficos (el solo título, “Así comió Zarathustra”, nos nuestra a un Woody Allen en piloto automático y sólo apto para fans incondicionales), argumentos de musicales de temática elevada, el rechazo de una colonia de vacaciones entendido como agónico cuento ruso, la novela negra como telón de fondo (cosa que ya había hecho mucho mejor en “El gran jefe” y “La puta de Mensa”), un dentista asesino serial que mata a sus pacientes con sus monólogos soporíferos, una niñera escribiendo un best-seller sobre sus patrones ricos.

Abundan –acaso patológicamente– las menciones a calvas, tupés y peluquines y –la traducción tampoco ayuda– los guiños lascivos a chicas (“titis”) que están muy buenas (“yogurcitos”) enseñando fajos de dólares (“verderones”) así como el ocasional e innecesario guiño para “cultos” (como la mención a la firma “Burke y Hare de Wall Street” o ese que toma demasiado Viagra y alucina que es Plinio El Viejo o aquel otro que descubre que en una encarnación anterior “fue Lucas Cranach El Viejo”, o no, quizá fue “El Joven”) y la imperdonable torpeza del símil tan fácil como fuera de lugar por obvio (“Se produjo a continuación un caos comparable a la escena del camarote en Una noche en la ópera”).

Lo que no quita ni evita el esporádico destello (“un enano en fase de negación”), la humorada absurda (la imposible novelización para intelectuales de un episodio de Los Tres Chiflados), el párrafo muy logrado (“Al final, la realidad se impuso y nuestro equipo fue convocado al despacho del productor donde se ofreció a los guionistas la alternativa entre dimitir o entrar en una habitación cerrada con un revólver”) o las tribulaciones de un escritor de plegarias para su posterior subasta en eBay (“La semana pasada me demandaron por enviarle a una mujer el sobre equivocado. Ella quería un poco de ayuda divina para su operación de cirugía estética y, por error, le mandé una oración por la paz en Medio Oriente. Y en ésta, resulta que Sharon abandona Gaza y ella sale de la mesa de operaciones con la cara de Jake LaMotta”).

Y –alegría, alegría– hay tres momentos que nos permiten pensar que, de tanto en tanto, Woody Allen no se conforma con el burdo boceto y todavía puede ir más lejos. A saber: la aplicación de la alta astronomía y la mecánica cuántica a las más terrenas pasiones en “Tirar demasiado de la cuerda” (“Mi esposa también es más de ondas que de partículas, sólo que sus ondas han comenzado a colgar un poco”, “Si, por casualidad, uno cae en un agujero negro, lo traspasa y sale por el otro lado, probablemente volverá a vivir su vida entera una y otra vez, pero quedará demasiado comprimido para salir y conocer chicas”); el nonsense de Mickey Mouse declarando en los tribunales por la indemnización pagada a Michael Ovitz, presidente de salida, de la Walt Disney Company, en “Sorpresa en el juicio de la Disney” (“Dumbo opinaba que el pato Donald debía plantear al señor Michael Eisner nuestras inquietudes, porque el señor Eisner siempre parecía escuchar a Donald. Como él mismo dijo, ‘Donald era uno de los patos más profundos que había conocido’. ‘Los dos pasaban mucho tiempo juntos en el estanque de Donald’”), y, por fin, una verdadera obra maestra. “Por encima de la ley, por debajo del sommier” es una perfecta demolición del A sangre fría de Truman Capote narrando la saga criminal de un par de “mutiladores” de colchones. Allí se leen –y se ríen– cosas como éstas: “Stubbs lo dejó inconsciente de un puñetazo y se fugó con la mujer, no sin antes dejar en lugar de ésta una muñeca inflable. Una noche, después de tres de los años más felices de su vida, Wilbur Nash empezó a sospechar cuando le pidió a su mujer más pollo y ella de pronto reventó y empezó a volar por la habitación en círculos cada vez menores hasta posarse en la alfombra” o “El conductor llevaba un tatuaje en el antebrazo derecho donde se leía: Paz, amor, decencia. Cuando se subió la manga izquierda, apareció otro tatuaje: Fe de erratas: hagan caso omiso de mi antebrazo derecho” o “Aunque sigue siendo discutible que la pena de muerte sirva como disuasorio, los estudios demuestran que la posibilidad de que los criminales reincidan se reduce a casi a la mitad después de la ejecución.”

Condenar a Woody Allen por no publicar un gran libro puede parecer –a esta altura– tan injusto como maleducado. Después de todo, a mí nada me cuesta pensar en Hannah y sus hermanas como en una gran novela o en Broadway Danny Rose como en un perfecto relato. Está todo bien y son varios los que lo han propuesto para un próximo Nobel. Pero, aquí y ahora, con Pura anarquía en las manos, no se puede negar la evidencia y –las comparaciones son odiosas pero, en este caso, pertinentes– queda más que claro que mucho mejor lo ha hecho entre cubiertas el también comediante Steve Martin a la hora de las novelas Shopgirl y The Pleasure of My Company y hasta de la recopilación de sus artículos para The New Yorker bajo el título Pure Drivel. Pura anarquía, en cambio, es pura rutina que, en más de una página, consigue la misma irritación que, en la pantalla, nos produjo Kenneth Branagh en Celebrity.

En la muy autorizada biografía de Eric Lax de 1992, a la altura de la publicación de su mejor y más maduro libro, Perfiles, en 1980, Woody Allen apuntaba y deseaba algo interesante: “Me gustaría escribir cuentos divertidos que no fueran simplemente para hacer reír y, espero, una novela, una novela graciosa. Lo que no quiero hacer es que los años vayan pasando y yo escriba nada más que breves piezas chistosas, adecuándolas al paso del tiempo pero, en realidad, siendo siempre lo mismo. No quisiera un día levantar la vista hacia mi biblioteca y contemplar recopilaciones de, básicamente, la misma cosa”.

Lo que otra vez –Woody Allen levanta la vista y, 2007, mira su biblioteca– nos lleva a Pura anarquía.

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