Dom 23.09.2007
radar

NOTA DE TAPA

Gola de gala

Cantor extraordinario, de elegancia austera y sobria ductilidad, heredero del linaje de Gardel y capaz de devolverles a canciones largamente escuchadas un relieve, un tono o una dimensión insospechada, Horacio Molina acaba de editar Buenos amigos, un disco en el que recorre, del tango a la zamba, catorce clásicos de la música popular argentina en versiones notables y con acompañantes de lujo. Con eso como excusa, Radar lo entrevistó para invitarlo a recorrer su carrera y su vida, en las que también tuvo acompañantes notables y de lujo.

› Por María Moreno

A alguien debe habérsele ocurrido que ese aire de familia quedaría bien en un escenario y propuso que Horacio Molina cantara en el Torquato Tasso con Dolores Solá. Hace poco los dos respondieron juntos a un cuestionario clásico, y recién entonces se enteraron recíprocamente de que el héroe preferido de él era Cyrano de Bergerac y el de ella el Pato Lucas. Antes no se conocían. Pero la noticia no es ésa. La noticia es que Horacio Molina acaba de estrenar Buenos amigos, un cd en el que canta acompañado por, entre otros, Jorge Juliano, Luis Salinas, Mónica Abraham y en donde hace lo de siempre pero mejor y con algunas audacias como grabar los transitados “Chiquilín de Bachín” y “Alfonsina y el mar” de una manera que uno los desconoce hasta creerlos grabados en otro idioma.

1966

El mayor lujo del departamento de Horacio Molina en Belgrano es el sol, la guitarra y los pimpollos del balcón.

El dice que con Dolores fue como un déjà vu.

–Nos llevamos muy bien. Es bella y fina, un poco del estilo del hermano, gente de las viejas familias que cultivan el humor ácido como una especie de código. Porque hay ciertos códigos que tienen ciertas familias que, aunque sea con un pelotudo total, en un pedacito así te entendés. Pero Dolores es muy inteligente, así que enseguida me pareció como una especie de prima. Y en el escenario estamos muy décontractés y decimos lo que nos pasa por la cabeza, incluso groserías espantosas. Por eso la gente piensa que todo está armado. A ella se le ocurrió una frase que me encanta: “En realidad estamos ensayando algo que más adelante se va a llamar ‘Boludeando con Molina’”. Siento que yo también le caigo bien a Dolores, que me quiere. A lo mejor me equivoco. Le preguntás a ella y te dice: “¡Qué pelotudo! No se dio cuenta de que me parece un forro”.

El código es el de las familias bien.

–De familias que hace mucho que están acá, algo que uno termina contando como si fuese un pecado, como si estuviera mal. ¿Yo qué carajo tengo que ver si hace mucho que vinieron?

Molina quizás sea el más grande continuador de Gardel sin convertirse en un clon promovido en la categoría de fenómeno como Horacio Deval o en una reminiscencia digna como Hugo del Carril. Pero su estilo –así sucede en una verdadera transmisión–, si se le birla y se le deforma una definición a Roland Barthes, como práctica cantada del matiz, en el interior de esa herencia, es muy propio. Lástima que él no cumpla con las mitologías necesarias para convertirse en cantante popular; entonces la crítica se agarra de la alusión a la bossanova y al bolero sin reconocer al cantor criollo, austero y de buen decir, que canta como de taquito, ceñido a la única apoyatura de las guitarras.

No sos hijo natural, no vendiste soda de chico, no estuviste en el reformatorio...

–Y... a veces te favorece venir de abajo. Porque cuando venís de otro lado decís: “Esto no lo voy a hacer, esto tampoco, y esto menos”, todo lo que harías si vinieras de abajo porque entonces todo te viene bien. Como ser cafetero del bar de la esquina de Churruca y Santander. Pero eso no conviene decirlo porque la mayoría son los otros. ¿Cuántas veces dije que fui un chico de barrio? A mis abuelos les tocó la bancarrota, eran de los famosos venidos a menos. De los dos lados todos se quedaron patos a principio de siglo. Los estafaban o ellos vendían lo que no tenían que vender y compraban lo que no tenían que comprar. Por eso yo tengo una vida de hijo del Dr. Molina que sobresalía un poquito en la cuadra pero nada más. No te voy a decir que comí puchero de la olla popular, pero teníamos primos mucho más ricos que nosotros, por ejemplo los Argibay –yo soy primo de Carmen– o los Huergo, que estaban en otro escalón. Mi abuela materna pasó de tener una estancia en Flores a lavar ropa en Berisso y estaba preparada para hacerlo porque sabía lavar, planchar, hacer empanadas, todo. Se llamaba Ernestina Molina de Herrán. Y la última chance que tuvieron para salvar los campos que tenían en Salta se perdió por la famosa langosta que no dejó nada. Entonces ellos quedaron endeudados y a la miseria. Mi familia paterna tenía cincuenta hectáreas de viñas en San Rafael y lo primero que hizo papá fue vender lo que ahora debe costar doscientos mil millones de dólares. Cambió las viñas por dos casas y vino la ley de alquileres y se vendieron por dos pesos con cincuenta. Mi abuela paterna era la dueña del lugar en donde vivíamos, o sea que mi mamá fue a vivir a la casa de su marido, eso no era de rico.

Pero eran venidos a menos con un interés por la cultura.

–Papá era muy lector. Nalé Roxlo escribió en un cuento que el doctor Molina era su crítico de cabecera. Veía una película: “Ay, qué lástima si esa parte hubiera ido en este otro lugar, si esto otro no hubiera quedado revelado tan pronto y en cambio se hubiera sabido recién acá...”. Y tenía razón. A Nalé le sugería por dónde cortar un texto o cuando algo no andaba... “¡Lea Ulises!”, decía. Y Nalé le contestaba: “¡No lo entiendo, Molina, déjeme tranquilo!”. Papá también era un curioso por la ciencia y la técnica. Le enseñaba matemáticas a su yerno, que estaba en cuarto año de Ingeniería. Y llegaba a darse cuenta de que al carburador del Ford, si le hubieran hecho más corto el piquito ese, hubiera andado mejor. Entonces se lo corté. Era perfil bajo total. Detestaba la mojigatería y la petulancia de la gente que se tomaba por gran personaje. Además, le gustaba el fútbol: iba a la cancha y era médico de San Lorenzo. Me acuerdo que venían los jugadores a atenderse en casa...

¿Mamá?

–Muy artista y muy buena imitadora. Tomaba mucho lo que decían los comerciantes del barrio. Por ejemplo, venía del almacén y contaba: “Che, saben que entró una mujer al almacén y empezó ‘Deme esos tomatitos que no son muy grandes, blanditos pero no muy maduros, parejitos porque son para salsa, no, no, esos no que están machucados, esos tampoco que están verdes’. Hasta que el tipo, harto, le dio una lata y le dijo: Tome éstos que están bien maduros”. Cuando apareció en la radio Niní Marshall, papá le dijo a mamá –esto lo cuenta siempre Juana–: “¿Vos sabés, Odilia, había una mujer en la radio que hace igual lo que hacés vos?” .

¿Gorilas?

–Eramos antiperonistas de izquierda. De ir a los mítines de Repetto, de votar a Palacios. Pero papá no tenía un partido, era un demócrata liberal, yo diría. No sé si fue buen padre, era un tipo que estaba ensimismado en su mundo, pero yo lo admiraba. A lo mejor no supe acudir a él y es una pena porque hubiera sido un buen oyente, pero había sido un chico hijo único, siempre el centro y no daba mucha bola. Papá y mamá se pusieron de novios cuando ella tenía quince años y él diecisiete, se adoraban y nosotros éramos como los molestos hijos.

Después, en la década del ’70, de nuevo tenés cerca al peronismo.

–Pero eso fue por el lado matrimonial, el lado chunchunezco que me vino de rebote. Estaba ahí porque estaba. Pero yo no me casé con Chunchuna Villafañe. Yo me casé con una chica que estudiaba arquitectura, que era divina y a la que todo el mundo le andaba detrás. Era dos años mayor que yo, que era un pendejo de mierda y me dio bola alguien que estaba en quinto año de la facultad y era un avión, pura, casta y no sé qué carajo. Lorenzo Miguel le mandaba flores con una tarjeta que decía: “¡Bravo señora!”. ¿Te acordás de la película 8 y medio, cuando el chico va a buscar a la gorda a la playa y la madre se entera y dice Chi vergogna! Bueno, mamá decía: ¡Chi vergoña! En esa época o eras peronista o eras peronista.

O del ERP.

–Bueno: yo era del ERP. Poneme del ERP. Pero no me pongas de lo otro, por favor.

Chocho de la vida: Les Halles, París, 1984.

Horacio Molina y sus cuatro hermanos nacieron en una casa de la calle Quito y hasta hace poco y cuando aún no lo habían hecho pizza-café se lo podía ver de visita junto a la muchachada, en un bar de frente a la Plaza Lezica, los domingos de burros y ravioles, cultivando una especie de populismo prêt à porter al conversar del lado de afuera de la ventana.

–Me acuerdo de que mi abuela escuchaba por la radio las transmisiones del Colón. Y en casa había otra radio a la que había que darle un golpe para que enganchara de nuevo y ahí, desde los cinco años, yo escuchaba a Gardel afanosamente, más el jazz que había en casa –teníamos un fonógrafo–, más un tío hermano de mamá que era un músico extraordinario y se llamaba Fito Herrán (Adolfo Herrán Molina) y que, como todos en la familia, era perfil bajo. Porque para nosotros ponerse en exposición era muy mal visto: “¡Che! ¿Qué te hacés? Dejate de joder”. Tocaba el piano en los cines de barrio para ganarse las moneditas acompañando las películas mudas. Era un tipo de un oído privilegiado y hacía unos acompañamientos de tangos viejos, por ejemplo de “Aquel tapado de armiño”, que parecía Ravel. Y eso en 1940 era más avanzado que cualquiera de los avanzados entre comillas.

¿Tocabas piano o te mandaban a piano?

–Mamá me mandó porque me vio condiciones. Era el que en los cumpleaños terminaba arriba de la mesa y todos los tíos y primos gritando “¡Otra, otra!”. Cantaba a capella. Con el piano en esa época no había una buena pedagogía ni vieron cómo tenían que llevarme. Además en casa había un piano de mierda y yo odiaba tocar en ese piano. Y me llamaban a tocarlo cuando estaba en pleno partido de fútbol u oyendo a Bing Crosby. No me daba ningún placer.

Qué raro que no estudiaras inglés. Está el mito de la aristocracia que escribe primero en otra lengua y luego en castellano. Y ya en los ‘50, en la clase media, el inglés aparecía como algo útil para “el día de mañana”.

–Lamentablemente no nos llegó ese target. No como a los Argibay, que tenían más visión. Nosotros éramos salvajes, más criollos, con esa cosa como de resistencia a los gringos de mierda. O fue una distracción, porque mis padres no se dieron cuenta de la importancia que tenía, si bien mis hermanos fueron a la Cultural. Mi abuela, que había pertenecido, hablaba un poquito de francés. Pero nosotros, en la rodada, ya no. Ellos estaban cayendo –lo pienso en este instante– en el momento en que uno estaba naciendo. Entonces yo fui el sandwich y la angustia de la caída de todos. “¡Ma que inglés, andá a laburar! ”

Y fuiste un chico de barrio pero no tanto.

–Yo iba a los bailes de carnaval de Castro Barros y Rivadavia. Era un chico de barrio con eso mezclado que alguno detectaba y me mandaba una onda que yo no entendía por qué me mandaba: ¿porqué hablaba un poco distinto? No hablaba así: “cassshhhés, hijo e’puta”. Ni me salía ni me saldrá, ni quiero que me salga. Hablo como hablo, chupame un huevo, bancatelá. ¿Qué querés? ¿Que me haga el reo? Hacerse el no sé qué me rompe las pelotas. Yo al que se hace se la mando a guardar.

En un café en Place des Vosges, París, 1987.

Pero ¿qué es más aristocrático que ese juicio perpetuo al parvenue –Molina los llama los que se hacen– que viene desde los personajes de Cambaceres ensañándose con los apellidos italianos del Club del Progreso y al que José Ingenieros leía como metáfora en un gusano que pasaba por su escritorio camuflado de pelusa? ¿Qué más bien que el perfil bajo si al rastacuero se lo asocia con el grito incluso a través de la vestimenta? Horacio Molina no me da la razón. Su propio padre se reía de los que en lugar de venirse a menos se quedaban en más y lo hacía conservando esas caras de Opus y Jockey Club –envaradas y como de oler mierda– o de los que entregaron la estancia a una transnacional y reemplazaron la bombacha bataraza con una chorrera de logos. Mejor no sugerirle que nada más elegante que el autodespojamiento y el disimular lo mucho en poco como él hace con la voz porque Fiorentino también lo hacía y no tenía nada de sangre azul.

“YO QUE HE SIDO TU CANTOR”

Entonces que no lo jodan más con los agravios fáciles de que es un cantor chic porque no usa la sh de decir Dishépolo o que es el Bioy Casares de los cantantes. Es impresionante cómo suena en Buenos amigos. Parece que todavía se puede reinventar “La nochera” y limpiarle a “Chiquilín de Bachín” esa estridencia demasiado connotada de cantar turístico para devolverle su poesía de canción, que no es la misma que la poesía a secas (¿es que acaso “Las hojas muertas” soporta ser leída?). A la manera de una bendición interior, Alejandro Dolina escribe en Buenos amigos: “Gardel afirma su superioridad, mucho más que en su voz privilegiada, en la construcción de un discurso estético complejo, que muestra en cada frase una elección feliz”. Podría haberlo dicho de Molina.

–A los quince años me propusieron ir a cantar a un bar de Boedo y San Justo pero papá casi me mata. Yo cantaba en el umbral de la peluquería que quedaba al lado del garage adonde él guardaba el auto y un tipo me oyó y me dijo: “¡Pibe, vos cantás fenómeno, yo tengo un bar, ¿por qué no pasás?”. Pero el tipo del garage le batió a papá. Entonces vino lo de “Pero ¿cómo vas a trabajar en un bar? Tenés que estudiar”. Y eso impidió que yo “llegara”, pero después llegué por otro lado.

Llegó de la mano de Víctor Buchino, director artístico de los estudios RCA Víctor. Hay evidencias de época que muestran a un cantante de cara acriollada y sonrisa completa que a veces es pescado en Mau Mau rodeado de modelitos pero que, si se lo recuerdan, le revienta. En la década del ’70 se fue a París con dos mil quinientos dólares. Mercedes Sosa le prestó un departamento y de ahí, de la admiración mutua, pasaron a ser amigos del alma. Debutó con un espectáculo llamado Sweet Tango. Libération le dedicó una página.

La voz no te cambia. O sea que no es cierto eso de que la gola se va.

–Más bien mejora con el tiempo. Además yo a la gola la usé poco. Como decía Rivero: ‘Yo canté con los intereses, ahora canto con el capital’. Siempre hice una cosa muy suave, entonces la gente piensa que no tengo voz; la usaba más bien como si tuviera un termotanque y sacara solamente el agua que necesitaba. A lo sumo la usé toda para vocalizar un poco pero nunca cantando. Siempre fui avaro, canté con musicalidad, con un buen decir pero no largando toda la voz y ahora tampoco. Si te hago una demostración se caen los vidrios. Podía haber cantado lírica perfectamente. A lo mejor ahora las hormonas se me evaporan y me voy al carajo.

Tampoco bajaste de registro.

–No, la voz se agrandó. Tengo los mismos tonos pero en más grande. Antes cantaba laaararaaraa y ahora canto LAAARAALAAARAAA.

Después vino una larga hora de confidencias románticas seguidas de un castrador “esto no lo pongas, por favor” que me prescribían un renunciamiento de yogui, secretos que me confiaba con un deleite un poco sádico dado que –extorsionaba–, de difundirse, su vida afectiva quedaría destrozada y yo cargaría con la responsabilidad. En la parte vedada quedaron monólogos deliciosos que incluían imitaciones de sainete acompañadas por risotadas y elogios admirados a diversas inteligencias femeninas, pero siempre recelando y quejándose.

–Vos en esta nota tenés que demitificarme. No hablemos de las pelotudeces. Yo soy un romántico, un enamoradizo enfermo pero platónico. Cuando tenía cuatro años ya estaba enamorado de Rita Hayworth...

Entonces muy platónico no serías.

–Pero no estaba excitado, no estaba caliente, no le miraba las tetas.

No te daba todavía.

–Estaba enamorado de verdad, la veo ahora y me remito al amor que le tenía, y con Gardel lo mismo. No tenía ningún problema en estar enamorado de él porque era hombre –ésa es una cosa cultural que te viene con la vida– y debo seguir enamorado.

Pero siempre te gustaron mucho las mujeres.

–Les tuve devoción. En una palabra, me cagaron la vida. No es por mandarme la parte, pero cuando yo tenía seis años e iba al colegio –esto también va a dar mucha rabia– todas las chicas grandes, de nueve y de diez venían y ta ta ta –finge un rumor de arrumacos exaltados–, me andaban alrededor.

El héroe de las mujeres.

–Para qué lo voy a negar. Siempre me fue bárbaro.

Nunca te cagaron.

–¡Por favor! Me recontracagaron. Porque elegí la mujer equivocada y porque las relaciones son complicadísimas. Pero debía de tener como una energía...

...que les transmitía lo mucho que te gustaban.

–Y a las mujeres les gusta que gusten de ellas. Como me siento muy a gusto con las mujeres, estoy en mi salsa, no tengo el problema de “las minas son todas unas turras”. Las mujeres son mis hermanas. Seré puto, qué sé yo, pero la verdad es que siento a la mujer muy intensamente –eso de puto no lo pongas, ya sé que te gustó pero...

¡Qué lastima! Negociemos...

–...Seré gay ...poné.

No es lo mismo.

–Entonces poné lo que quieras.

EL HOMBRE QUE AMA A LAS MUJERES

Si se intenta una sociología amorosa existen el hombre de la obra, el hombre del otro hombre y el hombre del amor. Todos pueden amar y todos pueden sufrir de amor pero para los primeros el amor oscila entre la interrupción indeseable y algo a anexar en bien de la producción. El hombre del otro hombre es el que ama siempre supeditado a la mirada de la fratria, en la que la mujer es trofeo y posta que se pasa. El hombre del amor tiene menos amigos que ex de las que permanece prendado y, lejos de pronunciar la frase derrotista “¿Qué quiere una mujer?”, suele lanzarse a un empirismo alegre del que suele salir lleno de astillas pero aún polvo enamorado. A veces, y con cierta continuidad, la obra lo rescata como en los demás lo hace el amor.

–El amor es el que me impide desarrollar mi arte. O porque estoy muy contento o porque estoy muy triste.

¿Y nunca fuiste a un psicoanalista?

–Fui seis meses para salir de un pozo pero no me curó el psicoanálisis, me curó otro amor, el famoso clavo. Pero fijate cómo ponés todo esto porque yo no quiero atacar a los hombres, ya que los hombres son potencialmente mis enemigos. Entonces es a los hombres a los que tengo que conquistar. En primer lugar porque tuve la mina más deseada de la Argentina, en segundo lugar porque soy ganador y las minas me dan bola, no lo puedo evitar, y no soy un pajero que se pone baboso, me pongo ardiente y digo: “¡Qué divina que sos, te amo!”.

Se arrodilla paródicamente en el piso y me toma la mano.

Tenés las manos frías.

–No me puedo hacer el canchero porque, salvo a los ganadores, les enferma que yo tenga éxito con las mujeres, entonces no lo puedo decir porque todos me van a odiar más todavía. Y yo estoy tratando de ser un poco polite.

Pero está sobreactuando, dándose manija con lo que él llama “el gen Molina” y que consiste en hacer teatro casero y de código, en este caso para poner en evidencia esa impostura del macho porteño que se llora perdedor pero que odia a las mujeres y aun, denigrándolas, detesta al que, al parecer, supo laburárselas, poniendo la vida en ello. La enseñanza de Molina es simple: para ganar hay que invertir... todo.

¿Pero quiénes te odian?

–Los padres, los maridos, los hermanos, los tíos. No te puedo mentir a vos, María. Pero no soy un bombero. Yo necesito un tiempo para estar con una mujer. Vengo de la época de los novios y donde no se cogía. Tengo esa marca: irla conociendo, acercándome, lo otro viene con el tiempo.

Pero ahora, ¿no te vendría bien un poco de paz?

–Si estoy en la miseria quiero paz, pero si tengo un poco de guita quiero quilombo. Si estoy deprimido necesito mirar el horizonte por la ventana hasta que me vuelva la vida. Yo me he deprimido tres veces en mi vida pero no ha sido por algo del canto sino porque me han dejado. Por ejemplo, una vez, cuando tuve una pelea fuerte con un gran amor creyendo que era el final. Me deprimió la impotencia para ser perdonado por una cosa que había hecho. Me bajaron la cortina y nunca más se me perdonó. Yo dije ¡Epa! ¿No será mucho? Me quedé con la sensación de que no iba a salir más. Pero no llorando ese amor sino porque quedé colocado en un lugar... Mi hermano Ernesto me decía: “Eso que tenés vos nunca lo vi en la vida”.

¿Qué?

–Es como si me desactivaran. Como si alguien cerrara una llave maestra y me sacara algo vital. Ahora, grandes amores en mi vida: siete u ocho. Grandes, grandes: tres o cuatro.

Te van a hacer un quilombo las de segunda fila.

–Bueno, hay primera fila y después, digamos, un palco avant scène. Target pasión, Target alma, Target humor, Target camaradería, Target comprensión. Y siempre aparece una para que yo diga: “Mirá, justo tenía el rojo acá”.

¿Las mujeres te impidieron ser más famoso?

–Me interesa un carajo ser famoso. ¿Qué es ser famoso? Si creaste la lamparita eléctrica como Edison, te lo merecés. Pero si sos famoso porque salís en la televisión, chupame un huevo y el otro también.

Seguramente van a titular esta nota con eso. Imaginate. Abrís el diario y dice “Horacio Molina: Chupame un huevo y el otro también”.

–Es que no sé si te quedó claro.

Y se tira al piso de nuevo, esta vez para buscar entre las fotografías que juntó para ilustrar esta nota. Papá y los cinco hermanos posando en un patio, mamá en las rocas, Molina a lo largo de los años en una pose parecida, una foto que encuadra sus ojos y los ojos de Juana –se trata de señalar el parecido– y otra que parece provenir de otra serie: dos siluetas brumosas frente a los puestos de libros del Parque Rivadavia.

–La tomamos con mi hermano Carlos, que se murió muy joven. Queríamos hacer una foto artística.

En un rincón: la tapa del primer disco con un estilo de diseño Alejandro Ros prefigurado. Ha hecho un revoltijo con todo eso y no se sabe si prepara una pira o está a punto de armar un álbum.

¿Cómo te puedo decir esto para que no caiga como una patada?

(Le acabo de dar una lista de cantantes de tango actuales.)

No te importan.

–¡Qué querés que te diga! No me transmiten nada. Gardel los eclipsa a todos. Es como si fumigaras, no queda ninguno. Es tan superior que, con los que vinieron después, hay un abismo. Para mí Gardel era el tipo que me contaba los cuentos. Ponía esa voz pero yo no me daba cuenta. Me aprendía las letras y me imaginaba los cuadros y las situaciones que vivía; recién ahora me doy cuenta de que eso pasaba debido a que tenía una voz así, porque si no no lo hubiera escuchado. Cantaba como la gran puta, tenía un fraseo fabuloso y hacía caldo con esas historias que después las canta uno y son como aberrantes porque él a la inmundicia la convertía en un diamante. No es un mito: era un genio. Gardel is too much.

En el Sena: île Saint-Louis, París, 1987.

El arte de la voz

Por Diego Fischerman

A veces alguna casualidad, o la voluntad de alguien, o un simple error, altera un ritual. Y a veces esa alteración, con el tiempo, cuando ya nadie recuerda aquello que le dio origen, queda convertido en verdad. Nadie sabe exactamente cuándo fue que, en el tango, cantar mal se convirtió en estilo. No hay un origen comprobado para el dudoso parentesco entre desafinación y visceralidad pero se cree, o muchos creen, que aquel que verdaderamente necesita expresar algo no andará reparando en sutilezas y, por el contrario, que aquel que se preocupa por la “forma” lo hace por mero desentendimiendo del “contenido”.

Gardel, Charlo, Fiorentino y Marino cuando cantaban con Troilo, Raúl Berón, Oscar Serpa, Angel Díaz o el gran Goyeneche de los ’50 hablaban, sin embargo, de otra tradición. Una tradición encarnada en artistas para quienes resultaba esencial la preocupación por esa pequeña pausa antes de una determinada palabra, por la manera de adelgazar la voz para decir “silencio” o “noche”, o por el “aire” tanto o más que por la caja en la que resuena. No se trata de “no tener voz” sino de saber cuándo y cómo renunciar a ella para jerarquizarla aún más. No ser estentóreo todo el tiempo es, finalmente, una de las maneras de dar valor dramático a la potencia, al agudo prodigioso y hasta al grito.

Esta es una tradición, claro está, casi desaparecida. En parte porque son muy pocos los que han logrado –y los que podrían lograr– mantener esa filiación con personalidades propias. La gran pregunta del tango es: ¿Cómo ser gardeliano sin ser una imitación de Gardel? Y la respuesta, como en aquella conferencia en la que Borges citaba un capítulo de una enciclopedia referido a las serpientes en Islandia (“serpientes en Islandia: no hay”), se acerca a la imposibilidad. Horacio Molina, alguien capaz de cantar “Malena” con ternura (como corresponde) y de saber que cuidar el fraseo y la emisión es la manera de utilizarlos como medios y no como fines, puestos al servicio de la construcción de una canción, es, eventualmente, uno de los pocos baluartes de esa raigambre. Nadie podría jamás confundirlo con Gardel, pero el detalle que Gardel ponía en la interpretación está presente en la voz de Molina. Nadie diría que suena como Charlo o como Serpa, pero mucha de la delicadeza de la que ellos eran capaces forma parte de su universo expresivo. Es imposible considerarlo un goyenechiano, pero su manera de elegir cuándo “sacar” la voz y cuándo no hacerlo parece provenir directamente de obras maestras como esa “Alma de loca” que Goyeneche cantó con Salgán. El secreto de Molina tal vez sea sencillo. Hay algo en él que tiene que ver con lo milagroso y lo irrepetible. Un timbre de voz como el suyo, simplemente, es cosa de la naturaleza –y de la suerte–. Pero todo lo demás, la manera en que en Buenos amigos, su nuevo disco, canta algo que no es un tango, “La nochera”, o un tema tan remanido como “Chiquilín de Bachín” o sus extraordinarios dúos con Beytelman, “Malena” y “La última curda”, o la exquisita “Alfonsina y el mar” que hace junto a Luis Salinas, proviene de una sabiduría notable. La de entender que el tango, para que recobre significado, para que retome sus mejores tradiciones, debe olvidarse de su caricatura. Y que los tangos, para que vuelvan a tener sentido, deben ser, antes que nada, canciones. Esos viejos sortilegios en que la música inunda de significado algunos versos.

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