TARAS > LA FASCINANTE COLECCIóN DE ARTE JAPONéS (CON CASA Y TODO) QUE LLEGó A BUENOS AIRES
Después de treinta años viviendo en Japón, Guillermo y Patricia Bierregaard decidieron volver a la Argentina, pero los problemas concretos que iban a enfrentar no eran pocos: sin trato diario con sus amigos, ni posibilidades de trabajo, ni memoria física de las últimas décadas nacionales, volver a insertarse no era fácil. Entonces la hicieron todavía más complicada: se compraron el esqueleto de una casa allá en Japón, lo desarmaron, lo mandaron para acá en barco e invirtieron para volverse con una colección de arte japonés de casi mil piezas. Ahora, la Casa de Japón es un patrimonio abierto al público que permite recorrer piezas únicas en técnicas milenarias y la riquísima influencia de las vanguardias occidentales en la tradición japonesa.
› Por Natali Schejtman
Hay una manera simple y una manera rebuscada de contar una anécdota. Si nos guiáramos por la entonación de Guillermo Bierregaard, diríamos que él y su mujer Patricia decidieron ir a trabajar a Japón durante su juventud, tentados por una oferta de trabajo. Convencidos de que volverían algún día, pensaron cuál sería la mejor manera de capitalizar una experiencia como ésa y difundir en su país algo de la cultura en la que habían estado inmersos; fue así como optaron por comprar la estructura completa de una casa del tipo desmontable, mandarla a Buenos Aires en barco, y convertirla en el mejor de los museos posibles para una colección de arte japonés que ni siquiera habían iniciado al momento de comprar la casa e iniciarse ellos, a su vez, en los hasta entonces extraños y elevados saberes artísticos. Créditos bancarios, estudio sesudo y caminatas agotadoras dieron como resultado una de las mejores colecciones de arte japonés fuera de Japón, sita hoy en Boulogne.
La manera compleja de contar esta historia exige rebobinar palabra por palabra la versión simple, ésa que Guillermo relata como si fuera un montón de sucesos naturalmente consecuentes, y reparar en cada uno de los signos de pregunta que despierta la historia de dos argentinos en Japón que, 32 años después, podrían ser vistos como dos japoneses en Argentina.
Guillermo y Patricia tenían 28 años cuando llegó el ofrecimiento de ir a una compañía de semiconductores y plásticos en Japón. Guillermo renunció a su trabajo en un laboratorio de especialidades medicinales, embarcado en un proyecto que él y su mujer catalogaron como una aventura fugaz de unos tres a cinco años. Patricia tenía una vinculación algo mayor que su esposo con la isla: había vivido 4 años en Tokio siendo una nena y de grande había trabajado otro año para la Japan Airlines. Guillermo, nada, pero decidió dar el sí a la propuesta, imaginando lo accesible que se volvería no sólo ese país, sino destinos tan exóticos y magnéticos de la zona como Nepal, Bangkok o Vietnam.
Y uno se puede imaginar lo rápido que pasó el plazo pactado, trabajando y descubriendo tímidamente otro mundo en el que se iban sumergiendo con un vaivén entre el asombro constante y el reconocimiento incipiente. “Llegó el momento de preguntarnos qué hacíamos”, se cita Guillermo a la distancia. “Se acabó la aventura si nos quedamos, se acabó la aventura si nos volvemos. Decidimos quedarnos, pero quedarnos para algo.”
Un mes y medio, tres semanas, 22 años. Eso tardó la casa respectivamente en nadar por el océano desde el puerto de Nagoya hasta el de Buenos Aires; armarse una vez llegada a Boulogne, San Isidro (con cuatro carpinteros traídos desde Japón); y “ultimar” los detalles para su apertura al público, en octubre de 2006 (es decir, seguir los planos que elaboró el prestigioso arquitecto Junzo Yoshimura y acondicionar la casa para que sea museo y vivienda del matrimonio en el tercer piso). De paso, ésa se convirtió en la nueva aventura una vez que el matrimonio Bierregaard decidió que quería quedarse para algo y algún día, sí, regresar a Argentina.
Corría el año 1978. Su nuevo objetivo era la divulgación de la experiencia que ellos estaban adquiriendo en tierras tan lejanas y alejadas de los ojos argentinos, pero para llegar a consolidar algo que se pudiera transmitir, difundir y diseminar a modo de proyecto cultural, necesitaban empezar a sumergirse en arenas que les eran bastante desconocidas antes de hacerse especialistas: arte y cultura japonesa. En esa época, Guillermo visitó a un anticuario que conocía: “Y viste las charlas que uno tiene con un anticuario, un tema va llevando a otro... Le conté que estábamos con ganas de hacer algo cultural, y hablando, él me contó que se había trasladado una casa de éstas que se encastran y que ahora vivía ahí. Mientras me contaba eso, yo miraba unos biombos muy lindos que tenían como 350 años y él me dijo: ‘Por el precio de dos biombos te comprás la casa’”.
La oferta era irresistible pero la primera impresión de la casa –enorme, ubicada por el momento en una montaña en el pueblo de Ikeda– fue tremenda: “Esto, por ejemplo”, dice señalando la parte alta de la casa, actualmente acondicionada y decorada con la exquisitez de un amante del diseño, “era el granero, estaba completamente sucio porque en esa zona había 3 o 4 meses de nieve y guardaban la cosecha acá. Lo pensamos mucho y decidimos comprarla”.
Al revés de como suele pasar, primero se tuvo la casa, y después se especificó qué iba a pasar ahí adentro. Pero entonces, todo tuvo que ver con todo: las enormes estructuras, la posibilidad de un traslado de largo alcance y el deseo difusor terminaron de atarse con soga de paja de arroz; la casa sería un museo y albergaría una colección de arte y artesanía japonesa. Aquello que los tiraba a emprender la hazaña era tan abstracto como es tangible ahora, en el lugar al que volvieron definitivamente hace dos años y que piensan como un patrimonio que ya pertenece al país, pero que supo ser una especie de anclaje personal para volver a inmigrar a su propio país: “El proyecto tiene que ver con que busco integrarme de alguna forma. ¿Cómo me puedo integrar a una sociedad o a una comunidad después de haber estado 32 años afuera? No es sencillo. ¿Vas a conseguir trabajo? No. ¿Vas a tener jubilación? No. ¿Vas a haber vivido el Proceso, el desarrollo de tus amigos, de tu familia? No. Sos un marciano. Después de 32 años vos acá no te vas a integrar así nomás y ésta fue una forma de integrarse con algo que nosotros traíamos”.
Según el relato cronológico de Guillermo, hubo cinco años en los que la pareja tuvo una inmersión intensiva y agotadora en el circuito de arte japonés. La casa ya había sido comprada y reposaba, desarmada, en un tinglado, antes de embarcarse a Buenos Aires en 1984. El proyecto estaba delineado y en los ratos libres que les dejaba el trabajo, no perdían el tiempo: visitaban tres muestras por día, iban a cuanto evento aconteciese, hablaban con artistas, coleccionistas, marchants. Pero también, tenían que adentrarse en la historia del arte japonés, lo cual llevaría necesariamente a la inmersión en la historia del país, con el antes y el después que implicó la apertura al mundo, recién en 1868: “Nosotros quisimos que la colección de la Casa de Japón fuese representativa de los distintos movimientos que hubo, que entraron sucesivamente, de manera muy abrupta. Cuando abrió sus puertas al mundo, Japón era medieval”. Este hermetismo político-económico, y la política ultra exportadora que vino con la apertura, trajo de la mano algunos equívocos respecto a qué era lo tradicional japonés. Una vez develados, varias colecciones europeas dejaron de ser tan relevantes. Uno de estos equívocos atañe a los artesanos que en la época feudal se dedicaban a la delicada y microscópica tarea del tallado de espadas: “Tenían técnicas altísimas, hacían los mangos y los elementos ornamentales de la espada. Toda esa gente se quedó sin trabajo una vez que fueron cancelados los samurai y nadie pudo salir más a la calle con su espada. Estos artesanos empezaron a utilizar todo ese saber en floreros y otros objetos básicamente en metal, bronce o porcelana, muy ornamentados, directamente para exportar, y los coleccionistas europeos creyeron que ése era el gusto japonés, pero todo eso se hacía para el exterior nada más”. La colección hoy tiene unas 850 piezas, todas ellas del siglo XIX y XX (“para entender cómo se llega al presente”) y todas ellas con las huellas de cómo fue fusionándose la tradición japonesa con las influencias vecinas y con el ingreso comprimido y acelerado de diversos movimientos artísticos del siglo XIX y XX. Gracias a hipotecas bancarias, Guillermo empezó a seguir con mucha insistencia las obras que se le imponían como idea fija. “Cuando empecé a coleccionar tenía 38 años. Yo era un sudamericano, completamente ajeno a todo el circuito cultural. Y de a poco, me fui haciendo conocer, y empezaba a perseguir a los mismos artistas que los museos nacionales. Por supuesto, para el artista era un gran honor entrar en la colección del Museo Nacional de Tokio o Kioto. Y cuando empecé la colección, yo era un Don Nadie, entonces no podía haber ningún tipo de orgullo en pertenecer a mi colección.” Entre las anécdotas más trabadas de sus inicios, recuerda una especial con Hiroaki Morino: “Fui a pedirle que me hiciera una obra y le di toda la explicación de lo que quería hacer. Le dije todo lo que significaba, que conocía la historia, las distintas influencias, las reacciones, los movimientos en Japón, el tipo de casa que era, el tipo de museo y que quería llevarlo a la Argentina. A él le pareció fascinante, pero me preguntó cuántas obras tenía... Y yo tuve que decirle que tenía tres obras... Me hizo esperar un año y medio, pero finalmente me la hizo”.
Hoy, el hombre que ya no necesita tarjeta de presentación en el mundo del arte japonés cuenta con cajas de laca, diseños en bambú, jarrones de vidrio, entre otros diseños, muchos de ellos trabajados con las manos de los llamados Tesoros Nacionales Vivientes, maestros así condecorados por el Ministerio de Cultura de la Nación. La planta baja está reservada para lo que sería, en nuestros términos, “arte contemporáneo”. Las obras e instalaciones acomodadas son de un nivel de expresión sensorial cautivantes, como la Variación en blanco, de Hiromi Itabashi –en porcelana y hierro–, un espacio con esferas blancas, apoyadas y suspendidas, estáticas e incomprensibles; el Retorno a la tierra, en cerámica, en la que un rostro que sale de la arena maciza aparece otras cuatro veces cada vez más irreconocible fundido en el gris; o incluso un espacio zen, con obras de Jun Kaneko y el diseño del propio Guillermo y señora. En el jardín de la Casa de Japón están albergadas dos de las obras de arte más hermosas, extrañas y potentes de la colección. Una es una especie de biombo armado en un degradé de hierro (lo que se va degradando es la compresión de los “miguelitos” de hierro). La otra es una onda inquieta pero muy sólida y contundente de granito. Guillermo cuenta que ante esta obra se quedó sin palabras. Que fue tanto el placer, la sorpresa y el shock que experimentó cuando la vio, que hasta llegó a sentir una especie de despersonalización, algo que escapa a toda la planificación alrededor de la Casa de Japón, pero que evidentemente tiene que ver con una de las turbinas más básicas que motivaron este proyecto tan complejo: “De golpe te pueden sorprender. Para la selección de las obras no puse en primer lugar mi gusto personal sino la colección total. Pero con algunas obras, como pasó con ésta, fue algo así... No hay palabras. Llega un poco ese concepto budista de que el objeto y el ser son lo mismo. No hay análisis. Podés encontrar una obra y podés analizarla, pero le estás poniendo un velo... A veces te pasa que te encontrás con una obra que listo, no hay tiempo, la obra sos vos. Es lo mismo”.
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