FOTOGRAFíA > EL WORLD PRESS PHOTO EN EL BORGES
Este año, más de 4500 fotógrafos profesionales de 124 países presentaron más de 70.000 imágenes a la organización holandesa World Press Photo. Un jurado eligió alrededor de 200, para ser expuestas en 90 países. De una potencia arrolladora, muchas de esas imágenes, que se pueden ver en el Centro Cultural Borges, registran el mundo en el que vivimos e imponen el estupor y la vergüenza que despierta ser su testigo.
› Por Guillermo Saccomanno
En enero de 1874, Vincent Van Gogh le escribe a su hermano Theo: “Encuentra bello todo lo que puedas. La mayoría no encuentra nada suficientemente bello”. La historia desgraciada de Van Gogh es conocida. Cuando nos internamos en su correspondencia –y el verbo internar es sugestivo en este autor– advertimos que no hay locura en su apuesta. La suya es una concepción política del trabajo creador. Trabajo es una palabra que Van Gogh escribe mucho en sus cartas. El trabajo y el arte para él son lo mismo. El trabajo alude al dinero. El arte a la religión. En el capitalismo la relación entre materia y espíritu, advierte Van Gogh, no es transparente. Van Gogh le cita a su hermano Theo una idea de Millet: “El arte es un combate: en el arte es necesario jugarse hasta la piel”. La palabra combate, en nuestro tiempo de crítica diplomática, devino por lo menos un exabrupto. Pero es la palabra que también empleó Emile Zola para reunir sus artículos de crítica plástica en defensa de los impresionistas y contra la academia: El buen combate. Otra palabra que inspira suspicacias: academia. ¿Qué es la academia sino el establishment, como lo denomina el fotógrafo Robert Frank? “No soy un marginal, pero no quiero tener nada que ver con el establishment”, le decía hace un tiempo Frank al fotoperiodista Daniel Merle en un reportaje. Un ejemplo fuera de serie el suyo. Porque no pocos artistas contemporáneos se agachan para conseguir la aprobación del establishment. Es evidente: no son artistas en el sentido radical que reclama Van Gogh en su trabajo, un sentido que no ha perdido valor a pesar de los rebusques de una modernidad imperial y disciplinadora.
A través de su correspondencia, nos enteramos de que Van Gogh ha pensado tanto hacerse predicador como escritor. Las dos actividades tienen en común –además de la palabra oral o escrita– la utilización de un mensaje. Mensaje es también otro término desprestigiado hoy en día. Poco moderno usar mensaje. Van Gogh entiende al artista como un misionero. Salvar almas, puede decirse, es la función que le asigna al arte. Pero no se le escapa que las almas están vigiladas y encarnan en un cuerpo castigado. Van Gogh se instala entonces en la cuenca minera del Borinage. Y convive con ese proletariado que se pierde en las entrañas de la tierra para arrancar el carbón. Allí el promedio de vida de los trabajadores no supera los treinta años. Estos son sus modelos. Y si piensa en una modelo femenina, Van Gogh no elige una mujer bonita. La encuentra en la calle, hambrienta, embarazada y en un ambiente que él denomina “la universidad de la miseria”.
“Creo que se piensa más sanamente cuando las ideas surgen del contacto directo con las cosas que cuando se miran las cosas con el fin de encontrar tal o cual idea”, le escribe a su hermano. Mientras estudia los dibujos de Daumier, Van Gogh boceta obreros. “Espero llegar a ser más o menos capaz de trabajar en la ilustración de periódicos o libros.” Quiero subrayar “ilustración de periódicos”. Pensemos entonces en L’llustration, la revista de la época que disponía de un equipo de artistas que registraban con pluma, tinta y acuarelas los hechos desde el lugar donde sucedían. Quien haya visto alguna vez las ilustraciones dedicadas años más tarde en esta revista a la Primera Guerra se habrá sorprendido por la capacidad de observación y registro de estos artistas que, anticipándose al fotógrafo periodístico, creaban desde el frente. Es decir, en Van Gogh se manifiesta una conciencia radical del arte y su función social. Además de embellecer nuestras vidas, nos dice Van Gogh, el arte puede tener otro sentido. Un sentido que consiste en la búsqueda de la belleza allí donde otros, los críticos, los galeristas, los coleccionistas, sin ir más lejos, no encontrarían sino mal gusto. Porque éstos son los que determinan lo que es bello y lo que es feo, que se traduce en lo que vende y lo que no vende.
Acá entramos en una zona conflictiva: la relación entre el arte y el mercado. El fotoperiodismo tensa la contradicción entre dos polaridades. La del artista que busca captar con una mirada personal un costado insospechado de la realidad y la circulación de su trabajo, la difusión y su lectura. Convertida en libro de arte, la foto periodística se encuaderna lujosamente y va a parar a la mesa elegante de un living decorado según los dictados de un suplemento de arquitectura. El dolor, la pobreza, las llagas de una sociedad ahora en formato libro se lucen en un espacio de diseño. La función del arte es ahora confirmarle a su propietario que es sensible.
A fines de los ’50 Frank fotografió los Estados Unidos y sus clases en sus aspectos más crudos, la clase media y su frustración, la marginalidad de los negros y los desfiles, los caminos desiertos y los vaqueros sin épica. A propósito de Frank, Jack Kerouac escribió: “Es bastante sorprendente ver a un tipo que mientras maneja el automóvil, de repente levanta su pequeña cámara alemana de trescientos dólares con una mano, y dispara a través del parabrisas sucio hacia algo que está frente a él. Y, más tarde, cuando la película ya está revelada, comprobar que esas estrías de suciedad no afectan la luz, ni la composición, ni detalle alguno de la imagen. Más bien parecen realzarla”. Al leer este comportamiento de Frank, me acordé de una carta de Van Gogh. La lluvia lo sorprende pintando un paisaje y, en vez de salir corriendo a buscar refugio, se protege como puede bajo unos árboles y persiste en su trabajo porque no quiere perder una luz. En el modo en que Van Gogh se juega a permanecer a la intemperie hay algo del modo inesperado en que Frank extrae su cámara. Frank define en aquel notable reportaje que le hizo este año Merle cuáles son las condiciones de un buen fotógrafo a partir de una lección que le dio el poeta Allen Ginsberg: “El estaba enseñando poesía. Se sentó y miró la mesa y describió lo que veía: las patas, el tipo de madera, los papeles sobre la mesa, el frasco de medicinas, la máquina de escribir. Lo que uno veía era exactamente lo que él estaba diciendo. No había poesía en la mesa, pero la sola descripción podía convertirse en poesía”. El modo Frank, como el modo Van Gogh, comparten la misma intención de fijar un instante, narrarlo. En efecto, hablo de contar una historia. El instante desesperado de la percepción de un hecho y la voluntad de contarlo. Sin duda, lo que acá se plantea es una forma de literatura. Porque no hay foto periodística que no nos cuente una historia.
Cuando Van Gogh piensa en hacerse escritor (oficio que no le es ajeno si se piensan sus cartas como una novela por entregas), piensa en Dickens. A su vez, Frank no ha permanecido al margen de la literatura de Faulkner (que puede rastrearse en The Americans, su Gran Novela Americana) y de Camus. Su visión del paisaje yanqui y sus habitantes, quizá más yanqui que ninguna otra, es la de un extranjero. Que fuera compañero de ruta de Kerouac y de Ginsberg es otro ejemplo que contribuye a plantear los vasos comunicantes entre la literatura y las manifestaciones de la imagen como narración.
World Press Photo es una organización independiente sin fines de lucro, fundada en Holanda en 1955. Y tiene como objetivo apoyar y promover el trabajo de los fotógrafos de prensa profesionales. En 2007 alrededor de 4500 fotógrafos profesionales de más de 124 países participaron presentando más de 70.000 imágenes. Un jurado internacional de trece profesionales se reunió en Amsterdam y armó la exposición que hoy se realiza en el Centro Cultural Borges. El folleto que presenta y explica la muestra informa que esta exposición se presenta en 90 países y la visitan más de dos millones de personas. Entre las actividades que desarrolla la Word Press Photo se cuentan seminarios y talleres y se organizan en países en vías de desarrollo.
La exposición en el Borges es shockeante. Desde chicos destripados a un muertito levantado en brazos por sus deudos como prueba del horror de la guerra pasando por el entrenamiento de un equipo de fútbol a un fusilamiento, no hay imagen que no imponga estupor y vergüenza por el mundo en que habitamos. Por más que las imágenes puedan provenir de lugares remotos, nos afectan y enmudecen. No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti, John Donne dixit. Pacientes de hospitales psiquiátricos en Burundi, ataques y allanamientos en Irak, hasta jóvenes libaneses manejando un lujoso convertible por un barrio devastado de Beirut, la muestra alterna el horror con el grotesco, como viejas maquilladísimas disponiéndose para un desfile de modas y un culo al aire de una mujer mirando una carrera de turf. Si hablar de la condición humana puede, a esta altura, no referir sino a una abstracción, lo que estas imágenes proponen es hombres, mujeres y chicos en situaciones que van desde el espanto al grotesco. Entonces, vale la pena pensar en cuánto hay de apuesta ética en Van Gogh instalándose en el Borinage, en el gesto de Frank sacando su cámara en el momento menos pensado para registrar una imagen. Para que no se pierda. Es en este sentido que vale afirmar que perderse esta muestra es perderse uno. Y encontrarse. Porque estas imágenes nos enfrentan, ya no con lo siniestro sino con nosotros mismos. Estas imágenes nos miran. Y nos ven.
Mientras recorría la muestra me acordé de una cita de Hemingway que muy bien puede aplicarse a un fotoperiodista: “Un auténtico escritor”, dijo Hemingway, “debe tener un sentido de la justicia y de la injusticia. Si no lo tiene, mejor que se dedique a otra cosa. Si un escritor deja de observar, está terminado. El don esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor, y todos los grandes escritores lo han tenido”.
Volviendo a Van Gogh, cuál es la búsqueda de la belleza del fotoperiodista, artista de este tiempo, si no es una elección a lo Simona Weil: ponerse del lado de las víctimas. Víctimas que no son muy distintas de los comedores de papas de Van Gogh. Hombres y mujeres que no salen ni en las tapas de las revistas tilingas ni acceden a los suplementos culturales. No obstante, cuando vemos estas imágenes comprendemos que la mirada del artista supo rescatar solidario la expresión de los ninguneados. Su idea de la belleza es justamente subrayar en lo cotidiano esa situación donde el reflejo de lo real indica que éste puede ser un mundo mejor. Y es en este punto donde el artista no hace más que contar y su relato opera a vez como un foco centrado en la búsqueda de belleza y en la denuncia. Admito que cuando se habla de estas cuestiones se corre el riesgo de resbalar en el panfleto, en la bajada de línea. Quiero ser claro en esto: aludo a términos tan caídos en desuso como mensaje y combate. El compromiso, digo. Los artistas que estoy citando son artistas comprometidos. Y su compromiso no es con tal o cual organización o partido político sino con una mirada narradora que se compromete con los anónimos humillados y ofendidos, las víctimas de esta tierra. Una mirada que se ocupa de ponernos frente a los ojos lo que el poder quiere ocultar. Por supuesto es una mirada que perturba y cuestiona. A menudo el sistema fagocita esta mirada, la integra con la condescendencia demagógica de la tolerancia y la constituye en libro de arte o exposición. La denuncia del dolor, la injusticia y la exclusión se convierten entonces en mercancía.
Con sus gestos políticamente correctos que encubren el afán de lucro, hoy un financista, dueño de un palacio cultural, puede especular con la compra de arte y pretender la domesticación de la obra de un creador que piensa que debe jugarse hasta la piel en su creación. A su vez la clientela de los antros lujosos de la cultura de aire condicionado se enternece con la sangre de los otros. La vida de un artista que los poderosos de su tiempo contribuyeron a liquidar viene a alimentar la espiritualidad que hoy las clases acomodadas precisan para mostrarse sensibles. La figura del artista romántico es siempre el síntoma de la mala fe ideológica de las clases acomodadas. Los comedores de papas quedan muy decorativos en el living pero si fueran reales apestarían la mesa del empresario de arte y sus clientes.
Estas contradicciones afectan también la foto periodística. En su pasaje del medio gráfico a la exposición y luego al libro de arte la recepción de la obra se modifica. Cuando se publica en un diario: en la edición de la noticia, la foto se puede leer a la vez como información y como signo artístico, pero es innegable que en su contextualización en un medio sufre una manipulación. Más tarde, cuando esa foto, por su calidad, integra un libro de arte, se neutraliza y se congela su potencia dramática. La fruición del comprador del libro, como la del público de una exposición, se incorpora y asimila con la distancia de lo que le pasa a los otros. No a uno. A los otros. Puede escalofriarme, pero también me hace sentir a salvo. Me arriesgaría a decir que de este modo el sistema apela a una complicidad que, mediante el paladeo estético, lava su culpa. A esta altura, me pregunto, por qué hablar de culpa cuando debería hablarse de responsabilidad.
Pero, a pesar de esta anestesia de lo estetizante –porque los verdaderos artistas son intolerantes, combaten y se juegan la piel–, quienes confían en el arte de narrar historias saben que, de sobrevivir a la catástrofe, el accidente, la guerra, van a sobrevivir, como el Ismael de Moby Dick, para contarlas. Extremaría esta argumentación: allí donde hay un dolor, allí hay un artista. Alguien que crea a partir de una situación traumática. Ninguna objetividad. Una pintura, una foto, como un cuento son juicios morales. Tomas de partido, en efecto. Alguien que elige y revela un pathos. Alguien que, a pesar de los condicionamientos que el poder pueda imprimir a su obra, confiará en que su potencia subversiva traspase los filtros de la censura o la pasteurización. Alguien que está en alerta permanente. Alguien que entiende el arte como un estado de emergencia. Alguien que se planta y dice no.
Dos días después de escribir este último párrafo, pensé en cambiar el título de estas reflexiones por “Elogio del fotoperiodismo”. También intenté serenar este texto. Pensaba que mi tono era apocalíptico. Pero, ¿nuestra realidad diaria no está electrizada por terrores de toda clase, desde perder la platita en el banco hasta el empleo, desde perder la salud hasta la razón? La angustia consiste en no saber. Y una gran mayoría que no sabe porque no quiere ser responsable y saber por qué le pasa lo que le pasa pide seguridad. Es decir, represión. Nunca el pánico atacó tanto. Muchas de las fotos que acá nos rodean –y debemos agradecer a sus autores– refieren, si no el presunto Apocalipsis, su inminencia. No advertirlo –tomo la frase de Baudelaire– es ser lectores hipócritas.
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