NOTA DE TAPA
Superman, Batman, el Hombre Araña, Corto Maltés, El Increíble Hulk y hasta el muy ario Thor: todos eran judíos. Tal es la revelación que ocupa las primeras planas de la prensa francesa por estos días: la verdadera identidad de buena parte de los superhéroes. ¿Qué hay detrás de esto? Una imponente exposición organizada en El Museo de Arte y de Historia del Judaísmo en París. Con 230 obras de 30 artistas que abarcan desde 1912 hasta nuestros días, la muestra De Superman a El gato del Rabino revela no sólo el rol que jugaron los inmigrantes judíos en la creación de estos Golems contemporáneos dispuestos a salvar al mundo, sino el impacto de las experiencias judías –persecución, guerra, exilio, tradición, asimilación– en la evolución de uno de los géneros más leídos del siglo XX.
› Por Alejo Schapire
desde Paris
El Museo de Arte y de Historia del Judaísmo (MAHJ) es la institución cultural más protegida de Francia, incluyendo al Louvre –y ni hablar del Orsay, donde últimamente se puede entrar borracho y a medianoche para romper un Monet de un trompazo–. Para ingresar en el MAHJ, en cambio, en pleno barrio gay y judío del Marais, hay que atravesar un sofisticado detector de metales, vaciar bolsillos y someter sus contenidos a una máquina de rayos equis bajo la atenta mirada de dos vigilantes, cuyo profesionalismo parece exceder por mucho la gestión de bienes culturales. Una vez pasado el dispositivo de control, el visitante cruza el patio del Hôtel Saint Aignan, un edificio de mediados del siglo XVII. En el centro se erige una monumental escultura del Capitán Dreyfus con el sable partido, que sella su degradación y, detrás, sobre un muro, un afiche gigante de cartón pintado con un Superman, “el campeón de los oprimidos”, según reza la tipografía de comic. La sensación de vulnerabilidad, el sentimiento de injusticia y la necesidad de un héroe protector, tres leitmotive que recorren la exposición De Superman a El gato del Rabino.
“¡Superman es judío!” Ya lo decía en 1940 un tal Josef Goebbels, condenando la osadía del Hombre de Acero, que acababa de pulverizar, en un par de viñetas, el Muro del Atlántico y la Línea Siegfried, anticipando la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. La denuncia del ministro de Propaganda nazi se extendió en abril de ese año a las páginas del semanario S.S. Das Schwarze Korps, poniendo en evidencia el ominoso origen de sus creadores, empezando por el guionista, “Jerry Siegel, un tipo intelectual y físicamente circunciso que tiene su cuartel general en Nueva York”. La nota, que buscaba disipar cualquier malentendido entre Clark Kent y el Übermensch nietzscheano, precisaba: “El inventor israelita llamó a este agradable muchacho con un cuerpo demasiado desarrollado y un cerebro demasiado subdesarrollado Superman”. El propio Siegel confirmaría la falta de pedigrí del justiciero en un dibujo donde éste le prometía a Hitler un derechazo “estrictamente no ario a la mandíbula”, mientras lo levantaba del cuello con la zurda. Finalmente optó por llevar al líder nazi y, de paso, a Stalin ante un tribunal penal internacional para que comparecieran por sus crímenes.
Sesenta y siete años después, el vespertino Le Monde titula “Superman, un héroe judío”, y las páginas culturales de la prensa francesa se abocan al coming out de Batman, el Capitán América, El Increíble Hulk, Los Cuatro Fantásticos, El Hombre Araña, Daredevil, Los X-Men y hasta el muy wagneriano Thor, nacidos todos bajo la pluma de la segunda generación de judíos llegados de Europa Central a Nueva York a principios del siglo XX.
Esta filiación había sido también expuesta en su momento por una de las figuras centrales de la historieta norteamericana y eje de esta exposición: Will Eisner. Para el creador del detective enmascarado The Spirit (1940), los superhéroes tienen una especificidad hebrea. “El golem, una criatura de arcilla moldeada por un rabino para proteger a los judíos de Praga, según una leyenda judía del siglo XVI, es el precursor de la mitología de los superhéroes. Los judíos, perseguidos por siglos en Europa, necesitaban un héroe capaz de protegerlos de las fuerzas oscuras. Siegel y Shuster, los creadores de Superman, lo inventaron”, sostuvo.
Por otra parte, en lo que se refiere a Superman, aunque se trate de un alienígena oriundo de Krypton, la idea de un padre despachando a su bebé superpoderoso en un pequeño vehículo para salvarlo de la aniquilación de su pueblo, su posterior adopción por gente de otra cultura y su nombre extraterrestre Kal-el –siendo “el” un sufijo que denomina a Dios en la Biblia–, guarda inocultables parentescos con el héroe del Antiguo Testamento, Moisés. Sin embargo, de ahí a afirmar que todos estos superhéroes celebraron su bar-mitzvá hay un paso que la exhibición del MAHJ no da. Muy por el contrario, exasperado, el consejero científico de la exposición Didier Pasamonik, “que ya se la veía venir”, remite a quien quiera verlo al cartel que hizo poner a la entrada de la muestra: “Los judíos no inventaron el género, y Spirit y Superman no son héroes judíos”, y recuerda que justamente los autores publicaban para un público masivo borrando toda “aspereza minoritaria”.
De hecho, los primeros superhéroes, que nacieron entre las dos guerras mundiales, no pertenecían a ninguna etnia o religión ostensible. Hay que esperar hasta 1963 para que Jack Kirby (né Jacob Kurtzberg) y Stan Lee (né Stanley Martin Lieber) creen a un protagonista judío con Magneto, el “supervillano” de X-Men, un superviviente de los campos de concentración. Dos años antes, el dúo había concebido a Los 4 Fantásticos, y entre ellos a La Mole (nueva variación del golem), designado como israelita recién a partir de 2002, con el nombre de Benjamin Jacob Grimm.
El objetivo declarado de De Superman a El gato del Rabino es mostrar, a través de 230 obras de 30 artistas norteamericanos y europeos, de 1912 a 2007, el impacto de la experiencia judía en la evolución del comic y la novela gráfica. La primera de las cinco etapas en que está articulada la exposición, organizada cronológicamente, lleva por título El gueto olvidado (1914-1936): del shtetl a la “metrópoli devorante”.
Las primeras historietas, publicadas por inmigrantes del Lower East Side, de Brooklyn o el Bronx, describían la llegada a Ellis Island, el choque cultural y los desafíos de la asimilación a la sociedad norteamericana. Concebidos como un entretenimiento, el tono debía ser necesariamente humorístico. Las tiras cómicas aparecían en periódicos yiddish (Die Varhayt o Der Forverts) o anglófonos, que acogían los cartoons de autores como Milt Gross, Rube Goldberg o Harry Hershfield, demostrando que su éxito superaba el ámbito de la colectividad.
A la hora de explicar por qué los judíos se abocaron a un arte gráfico considerado menor, en lugar de elegir alguno más “legítimo” o convencional para ganarse el pan, existen varias razones. La primera es que el antisemitismo les cerraba las puertas de editoriales y agencias de publicidad. El joven ilustrador francés Joan Sfar, autor del nuevo éxito editorial de la bande dessinée francesa El gato del Rabino y conferenciante de la muestra, agrega una lectura de índole religiosa. Sfar, que hizo una tesis de filosofía titulada El pintor judío frente a la figura humana, se pregunta acerca de la contradicción aparente entre una tradición mosaica recelosa de la representación y la gran cantidad de pioneros judíos en el campo de la historieta. “Desde un punto de vista religioso, lo que está prohibido es la idolatría. Toda imagen ante la cual uno quiera arrodillarse queda proscrita. Sin embargo, la historieta tiene más un carácter didáctico. Uno no se zambulle en una imagen, sino que salta de un cuadrito a otro. Desde la Edad Media, los judíos han practicado la literatura dibujada en libros de plegarias ilustrados. La imagen está autorizada a contar”, analiza este artista a caballo entre las culturas sefaradíes y asquenazíes y compinche de la iraní Marjane Satrapi.
Con los años ’30, entre la violencia social generada por la Gran Depresión y la impotencia ante el avance del fascismo en Europa, algunos historietistas plasmaron en sus viñetas la necesidad de un superhombre virtuoso y con la fuerza de Sansón para enfrentar esos males. Tendría, como estos hijos de inmigrantes judíos, una doble identidad. En 1934, Siegel y Shuster inventaban a Superman, el primer superhéroe, publicado en 1938 por DC Comics. Al poco tiempo vendían los derechos del personaje preferido de Jerry Seinfeld por... 130 dólares. En los años ’70, cuando empezó a circular el rumor de que habría una película basada en su criatura iniciaron juicios, consiguiendo una compensación económica y que sus nombres figurasen desde entonces en los créditos de los productos derivados de su invención.
Mientras Superman soplaba su primera velita, el artista Bob Kane (né Robert Kahn) y el escritor Bill Finger creaban a Batman, seguidos un año después por Jack Kirby y Joseph “Joe” Simon con su Capitán América. Este último, como Superman y Los 4 Fantásticos, lucharía desde la ficción contra Hitler, expresando el deseo de ver a su país involucrarse en la guerra para frenar los planes del Tercer Reich. Una vez en la contienda, las aventuras de los personajes formarían parte de la propaganda patriótica, combatiendo bajo el pabellón estrellado.
Mientras tanto, del otro lado del Océano, en la Francia ocupada, los guionistas Victor Dancette y Jacques Zimmermann, y el ilustrador del diario satírico Le Canard Enchaîné, Edmond-François Calvo, creaban desde la clandestinidad La bête est morte!, una de las pocas historietas nacidas durante este período. Publicada en dos fascículos en 1944, la obra narraba, mientras estaba transcurriendo, la Segunda Guerra Mundial y la caída de Hitler a través de viñetas protagonizadas por animales con un estilo gráfico que Calvo tomó prestado de Walt Disney. Como se puede ver en el original exhibido en la exposición, los nazis aparecen bajo los rasgos de lobos –como un par de años antes había hecho Tex Avery con el dibujo animado Blitz Wolf, aunque difícilmente los franceses hayan estado al tanto de este trabajo– y sus víctimas, como ratones. Cuando en 1972 Art Spiegelman empiece a trabajar en su obra mayor, Maus, se inspiraría tanto en La bête est morte! como en Master Race (1955), de Al Feldstein y Bernard Kriegstein, publicada por la revista Impact, donde se relataba la confrontación entre un superviviente de un campo de concentración y su victimario. Es el inicio de un nueva etapa, la construcción de una memoria del Holocausto a través de la historieta.
Si Will Eisner (1917-2005) ocupa el centro de la muestra es porque las ocho décadas que dedicó a la historieta hicieron probablemente de este pionero del comic el principal contribuyente al desarrollo del género en Estados Unidos. Nacido en Brooklyn, hijo de un pintor judío que emigró a Nueva York, Eisner se crió en el Bronx de la Gran Depresión, una experiencia que aparece de manera recurrente en la última fase de su obra. A los 19 años llevó sus primeros dibujos a la revista de historietas Wow, What A Magazine! siguiendo el consejo de Bob “Batman” Kane. Entre 1936 y 1952 se asoció con Samuel “Jerry” Iger y fundaron el Eisner & Iger Studio, lucrativo semillero de la edad de oro del cómic norteamericano, donde empleó entre otros a Kane, Jack Kirby, Lou Fine y Mort Meskin. El estudio funcionaba aplicando una división del trabajo taylorista y anónima, que sirvió para formar a toda una generación de dibujantes. El comic shop elaboraba libros enteros listos para ser publicados por editoriales y contaba con su propio sindicato de distribución de historietas para diarios.
En 1940, la editorial Quality Comics, interesada en competir con los libros ilustrados desde los diarios dominicales, le pidió a Eisner un personaje que rivalizara con Batman y Superman. El self-made man vendió su parte del estudio y concibió The Spirit, dedicado a un público más adulto (y ya no, como afirmó, para “cretinos de 10 años”). En una atmósfera de film noir, el protagonista era un detective dado por muerto, desprovisto de superpoderes y que sólo llevaba una máscara, única concesión del autor a sus nuevos jefes, que exigían el ahora reglamentario traje de superhéroe.
En su mejor momento, The Spirit llegaba cada domingo a 5 millones de lectores. En los años ’50 y hasta los ’70 Eisner se dedicó a dibujar manuales educativos para el ejército. Durante este largo paréntesis, comprendió que la década que le dedicó a The Spirit le había permitido desarrollar una nueva gramática visual en un género que todavía buscaba sus fronteras narrativas. Su objetivo era darle letras de nobleza a una forma a la que se le achacaba la incapacidad de escoger entre la literatura y las artes plásticas, para convertirla, al fin, en un producto “serio”.
En una de las secuencias de video que jalonan la exposición, Eisner recuerda el día que llamó al presidente de Bantam Books, “un tipo muy ocupado”, para venderle su último trabajo, y se dijo que si anunciaba por teléfono que se trataba de venderle un comic le colgaría el teléfono. “Entonces, le dije: ‘Es una novela gráfica’. El tipo dijo ‘¡Guau!’. Así que se lo llevé, lo miró, me miró a través de sus lentes y me dijo: ‘Este es un comic, llévelo a una pequeña editorial’, lo que finalmente hice... En su momento pensé haber inventado el término, pero más tarde descubrí que había un tipo que había pensado en él algunos años antes que yo”. La obra en cuestión era A Contract with God, and Other Tenement Stories (Un contrato con Dios, 1978), un libro ilustrado que apelaba a la densidad y a la complejidad de la novela a partir de una serie de cuentos temáticos. El relato combinaba ficción y autobiografía, al bucear en su juventud y el Bronx de los años ‘30. Sus globitos hacían hablar a un Dios que vivía en un tugurio de Brooklyn o a un golem devenido en jugador de béisbol. Le seguirían las novelas gráficas A Life Force (1982-1983), The Dreamer (1986) y To The Heart of the Storm (1990). Aparte de estas obras, al morir, en 2005, el autor dejó el Eisner Award, considerado el galardón norteamericano más prestigioso de la historieta.
El fin de la historieta entendida exclusivamente como un producto pueril no llegaría gracias a una temática más seria, sino que tendría, paradójicamente, cara de niño, la de Alfred E. Neuman. Es la mascota de la revista Mad, fundada en 1952 por Harvey Kurtzman, que aprendió a dibujar con una tiza sobre el asfalto de Brooklyn. La publicación, copada por una generación que se hizo adulta durante el fin de la Segunda Guerra Mundial, utilizaba el género asociado a lectores con acné para dar rienda suelta a una crítica social ácida, comentando la actualidad política y la cultura pop estadounidense. Kurtzman tuvo una influencia decisiva en un correligionario francés criado en Argentina y que había publicado sus primeros dibujos en Quartier Latin, la revista escolar del liceo francés de Buenos Aires: René Goscinny. El futuro padre de Asterix fue contratado como asistente en el taller neoyorquino de los creadores de Mad: Kurtzman, Willy Elder, John Severin y Jack Davis. De regreso a París, Goscinny cofundó la versión francesa de Mad: Pilote, que a su vez tendría una influencia mundial.
En tanto, en Estados Unidos, la lectura de Mad trastornaba a un adolescente criado en un hogar conservador de Pensilvania, donde mandaban un padre militar y una madre católica: Robert Crumb. El mascarón de proa del comic underground es uno de los pocos cristianos que figuran en esta exposición. Su inclusión se explica en la tapa de la revista Heeb de 2007. El autor de Fritz el gato se autorretrata en la portada en brazos de su esposa, Aline Kominsky-Crumb, una de las primeras historietistas mujeres –junto a Diane Noonin abordaron en la revista Wimmen’s Comix (1970-1991) el sexo visto desde una perspectiva femenina–. Mientras la caricatura de Robert explica que se siente “seguro en los brazos de una poderosa mujer judía”, pueblo que “por alguna razón ama a la gente sensible”, Aline responde: “No es judío, pero tiene una nariz grande, una mala postura, mala vista y puede lloriquear y ‘kvetch’ (quejarse en yiddish) mejor que yo”. Por si quedaban dudas del filosemitismo de Crumb, luce una remera que dice I love the Jews. Hoy, tras ilustrar en 1993 el Introducing Kafka de David Z. Mairowitz o la existencia anónima y ordinaria de Harvey Pekar en American Splendor (llevada al cine en 2003), Crumb termina actualmente desde su hogar en el sur de Francia una versión comic del libro del Génesis, primer capítulo de la Biblia.
El último tramo de la exhibición desemboca en la narración memorial norteamericana y europea. En esta última ocupa un lugar preponderante El gato del Rabino. Una entrevista a Sfar permite comprobar que el felino cabalista que protagoniza sus libros tiene una cabeza angulosa y los ojos desorbitados de sus sagas. El visitante descubre asimismo el trabajo del guionista entrerriano Jorge Zentner, que colaboró con el catalán Rubén Pellejero como ilustrador, sobre todo en El silencio de Malka (premio mejor álbum en el Festival de Angulema 1996), nueva versión del golem ambientada entre Besarabia y Entre Ríos.
El sector estadounidense se centra en el Maus de Art Spiegelman: el relato de la vida de su padre, superviviente del Holocausto, única novela gráfica ganadora del premio Pulitzer, en 1992. Otros destinos individuales indagan en la Shoah en la obra de las autoras Bernice Einsenstein (I was a child of Holocaust Survivors) o Miriam Katin (On the Radio, Eucalyptus Night o We Are On Our On).
Dentro de las renovadas y recientes miradas sobre Nueva York se distingue la de Ben Katchor con The Jew of New York (2000) o The Golem’s Swing (2001). Katchor fustiga la generación de Eisner, “obsesionada con el hecho de ser asimilados a la cultura norteamericana. Por eso, en toda la historieta, de Superman a Spirit, no hay ninguna noción de lo étnico. Todo se reduce a la norma común estadounidense. El problema contemporáneo es que la cultura judía está definida con estrechez mental de gente estudiosa del Holocausto, el sionismo o la religión. Si uno se reconoce como judío, entonces la gente lo toma a uno como un religioso o un sionista. Al no ser ni lo uno ni lo otro, paso todo mi tiempo explicando que mis centros de interés son históricos y lingüísticos. La idea de una cultura judía y de una pureza racial fue inventada por los nazis. No existe ni raza ni cultura puras”, protesta Katchor. Y al escuchar a una jubilada exclamando frente a una plancha del Corto Maltés, observando unas inscripciones en hebreo: “¡¿Hugo Pratt también era judío?!”, y la lectura del cartelito especificando que la madre del autor era judía, es difícil ocultar cierta incomodidad, algo que a veces ocurre con algunas exposiciones del MAHJ. Este museo, que suele proponer muestras eruditas y curadas con minucia –como ésta– tiene por vocación organizar eventos que plasmen “la experiencia judía” del artista, un denominador común difuso a la hora de explicar cómo y en qué el concepto es definitorio. El ejercicio de selección de temas del museo deja a veces la sensación de un censo (¡Es uno de los nuestros!) aplicado a una identidad judía, por esencia esquiva, que no se deja catalogar satisfactoriamente a partir de criterios religiosos, históricos o culturales.
A fin de cuentas, la pequeña polémica que generó el coming out de los superhéroes está ligado al actual debate en torno de las identidades multiformes, el comunitarismo, el multiculturalismo, la integración social, la competencia memorial entre víctimas; en todo caso a un tema más vasto que la de la mera cuestión judía. Es lo que sugiere la pertinencia –y el éxito– de la versión cinematográfica de X-Men de Bryan Singer, con sus humanos mutantes enfrentados ante una disyuntiva: la asimilación a una humanidad “normal” o el repliegue comunitario a partir de sus diferencias. Judíos, negros, musulmanes, militantes LGBT y una infinidad de colectivos se ven reflejados en la problemática de la lucha contra el racismo y las distintas maneras de enfrentarlo. Como bien lo explica la X-Woman Halle “Storm” Berry: “Todos nos hemos sentido en algún momento como un paria y esto, de algún modo, siempre seguirá ocurriendo. Ya seas negro, blanco o rosa, siempre te podés conectar con lo que eso implica, y por eso X-Men seduce. Todos pueden reconocerse en el hecho de ser juzgados injustamente, especialmente cuando sos juzgado por cosas que no controlás”.
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