PLáSTICA > LAS PINTURAS DE ALEJANDRA FENOCHIO
Casi quinientas obras en pequeño formato, que retratan cosas cotidianas, cercanas, que en apariencia no valdría la pena pintar: un tanque de agua, algunas plantas de jardín, flores. Pero lo cercano, lo de todos los días, adquiere trascendencia en manos de Alejandra Fenochio, que pinta lo que la rodea y que afirma, desde el título elegido para su muestra, que Cualquier cosa no es cualquier cosa (aunque parezca).
› Por Marta Dillon
Sobre la línea del tiempo Alejandra ha engarzado sus gemas. Pequeñas telas en las que rescata las piedras preciosas que destellan entre el canto rodado de los días: el puño de un bebé dormido, el sexo del hombre que ama, lo que ve por su ventana, el desmadre del viento sobre los juncos, un dedo vegetal con el que un árbol apunta al bosque. Alejandra pinta lo que la rodea como si su vida cotidiana no dejara de sorprenderla, como si quisiera enaltecer el placer por las pequeñas cosas, los hijos, los amores, el sol en la cara. Testimoniar, dice ella, es el pincel el que testimonia, insiste, como si el pincel tuviera vida propia o fuera algo tan difícil de controlar como una boca verborrágica que de todo despliega una historia.
Por recorridos vastos y diversos el pincel planea y habla. Dice que los niños pueden ser superhéroes y las niñas mariposas, que la vida tuerce el destino de los escombros en la costa del Río de la Plata, que las mujeres –Alejandra– no sabemos quién nace cuando se aproxima un parto, que lo que madura alimenta. Eso dice el pincel y eso es lo que queda atrapado en el diminuto espacio de las telas en los bastidores deformes que usa de soporte, espacio suficiente para lo que recorta la mirada en esa vastedad de lo que es igual todos los días y sin embargo cambia, se desenvuelve y crece. Es como si el formato (y la aproximación que exige el detalle) la resguardara en una intimidad de la que todo lo demás queda suspendido, para habilitar el diálogo entre lo que pinta y ella misma. La mirada y el pincel, adentro y afuera, lo que sucede en la intimidad de su familia y más adentro, lo que agita su alma. Todo encerrado en la tela, en una pintura, un instante eterno como una gema engarzada en la línea del tiempo (porque es también su lugar en el tiempo lo que aumenta su brillo), contando la historia de una vida y su obra, o la obra de una vida. Para Alejandra es lo mismo. De los sucesivos recortes, de entre los más de trescientos cuadros entre los que eligió Vasta, en ese inmenso juego de piezas para armar, el encastre fue posible “cuando los cuadros y la vida fueron la misma cosa”. Cuando material y realizadora se habían fundido. O reunido, porque siempre fueron lo mismo.
Vasta empieza con un grito, como si quisiera poner fin a algo en lugar de nombrar los territorios inconmensurables por los que planean la mirada y el pincel (tan amplios y tan cerca). Es la palabra que más pronuncia, dice, aunque en verdad la que repite se escriba distinto y esté destinada a sufrir la indiferencia de sus hijos. Jamás el primer basta alcanza para detenerlos. Ni siquiera a ella, la madre, que pone límites a su obra en esta selección pero la nombra con su opuesto porque, en definitiva, Vasta es Alejandra y es el material de su obra, y el pincel no teme quedarse en silencio.
Cualquier cosa no es cualquier cosa (aunque parezca) se puede visitar hasta el 9 de diciembre en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930.
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