NOTA DE TAPA
Debutó casi de casualidad, acompañando a su hermana Aída a Radio Argentina. Pocos años después, sus imitaciones e intervenciones causaban tanta gracia que, según el rumor, un tal Pepe Arias lo sacó del aire. Amigo y cómplice de Niní Marshall, hizo sainete, zarzuela, comedia, radio, teatro clásico, comedia musical. Trabajó en treinta películas, fue parte de los desopilantes Los cinco grandes del buen humor y durante años hizo La Tota y La Porota junto a Jorge Porcel. En una entrevista que aceptó dar, aunque sin fotografiarse, Jorge Luz desanda su larga y prolífica vida hasta aquel remoto lugar en el que abrevó su humor durante todo este tiempo: una infancia en la Argentina de los conventillos, los inmigrantes y las peleas por un pedazo de soga para colgar la ropa.
› Por María Moreno
–¡Fotos no!
–Es que no tengo ganas.
–En Página/12 hay fotos recientes, vaya al archivo y va a ver. (Clic.)
Y tiene razón. Jorge Luz, que ha levantado el teléfono con un aló malhumorado, como de quien ve venir la fastidiosa sesión repetida hasta al cansancio a lo largo de su vida, ha llegado a la edad del resumen: de amigos, de entrevistas, de libretos. Se ha quedado con la radio, en el programa de Mona Moncalvillo, Las cuarenta, en donde el paso del tiempo se hace invisible en su voz intacta, a través de los personajes que todavía citan al Buenos Aires de la inmigración española e italiana y, a su alrededor, se suma una familia al paso que cada día que le toca actuar le arma un cariño para toda la semana.
No es que se haga la Gloria Swanson o el J. D. Salinger. Está harto sin ser grosero y no lo oculta: es que su currículum tiene el tamaño de una biblia resumida pero biblia al fin.
En el pizza café es diferente, ya que le gusta recordar y en la novela de su vida hay algo de cine para todo público, incluido el mito de origen de su carrera que comparte con tantos artistas populares: fue a acompañar a alguien –en su caso, su hermana Aída– a un casting, cuando no se llamaba casting, y quedó contratado.
–Habían faltado dos actores. Era para la obra Juan Cuello, adaptada por Héctor Pedro Blomberg. Aída me dijo: “¿Vos te animás?”. Yo tenía entonces 14 años pero parecía de 8. Siempre fui delgadito, menudo. Podría decirse que mi altura llegaba a la bragueta de la gente. Me tocó un mazorquero que tenía que decir: “¡Entregate Juan Cuello! ¡Soy de la partida y te voy a matar!”. Quedé contratado. Siempre imité. De chico me decían: ¿Cómo camina Godoy? Y yo, con tres o cuatro años, hacía cómo caminaba Godoy. ¿Cómo habla doña Pepa? Y esa señora se enloquecía viendo que esta rata la imitaba.
–Cuando había casa. Porque la casa de mi pueblo, San Vicente, era modesta pero casa al fin. Pero en una época muy mala vinimos a vivir a Buenos Aires, entonces, en una casa que había en la calle Baigorri que hoy la tiene el Hospital Británico, alquilábamos dos piezas. Nos mudamos varias veces. Después, ya viviendo en casas muy lindas, vino de nuevo la mala, y ahí fuimos a vivir a un conventillo de Chiclana y Pavón. Pero como yo era chico, no sufría. Sufría Aída y sufría mamá porque había que turnarse con la pileta y por agarrar un cacho de soga de la ropa. Pero yo fui muy feliz ahí. Tuve unos padres divinos. Jamás nos dieron ni un cachetazo. Nos manejaban nada más con mirarnos, como era en esa época. Por ejemplo, íbamos a una casa a tomar el té y nos decían: “No metan la mano sobre todo, ¡no elijan!”. Venía la señora con el plato y me decía “¿Querés una masita, Jorgito?”. Y yo veía que, del lado mío, había una de esas masas, de esas de hojaldre secas que yo odiaba –hubiera querido las de crema– pero me las aguantaba. “¿No les gusta? Lo comen”, decía mi mamá. No era que nos tenían cortitos, era respeto.
Jorge Luz usa una gorra de chofer, clásica en el adulto abrigado, la misma que al editor José Luis Mangieri le da un aire de miembro del Komintern; en él evoca la del chulo de zarzuela. Los de cierta edad que pasan delante de la vidriera del pizza café, al reconocerlo, aplastan las narices contra los vidrios y murmuran admiraciones ininteligibles, en un efecto pecera al que él responde con una sonrisa cansada. Es que seguramente sus vidas han sido punteadas por versiones de Jorge Luz: uno de Los Cinco Grandes del Buen Humor, Don Hilarión de La Verbena de la Paloma, la duquesa de Crakentorp de La hija del regimiento, Puyeta, Porota...
–Traíamos una mala nota, no nos pegaban ni nada: nos miraban y decían: “Esto que no resulte así el mes que viene”. Era buen alumno salvo en matemáticas. Terror les tenía. Cuando venía la profesora, me descomponía. Fui dos años al Otto Krause. No era lo mío.
–Era como si a vos te mandaran a estudiar el violín y vos querés ser nadadora. A la mañana: taller. Dios mío. Llegaba a casa a las seis de la tarde y tenía que hacer las láminas. Aída, que había empezado a trabajar antes, me decía: “Yo te pago los estudios”. “No me gusta.” ¡Lo odié al Otto Krause!
–Repartía volantes y, a cambio, me dejaban entrar a ver las tres películas gratis. Cuando vi El hombre y la bestia –el cine quedaba a cuatro cuadras de mi casa, pero Deán Funes y San Juan eran calles muy oscuras y yo tenía que ir hasta Chiclana–, corrí, corrí y creo que llegué en un segundo porque pensaba que me seguía el monstruo. Yo siempre veía películas y soñaba que yo estaba ahí. Me gustaban las musicales y las de terror. No me gustaban las películas de guerra, menos de submarinos, porque debo tener claustrofobia. Abajo del mar siempre pasaba algo, faltaba el aire, no se podía respirar. Pero hubo una de guerra que me gustó mucho: Sin novedad en el frente. Después, de grande, leí el libro. También me gustaba Por quién doblan las campanas. Todas las películas sentimentales. Yo era loco por Paul Muni, que hacía de Louis Pasteur o de Emile Zola. A los volantes que sobraran los colgaba en el baño, ya sabés para qué.
Como el espontáneo que se arroja a la arena con la camisa en la mano para morcillear una corrida que no estaba anunciada, en busca de los quince minutos de fama, el actor popular no lo es tanto si no sabe cambiar la letra o agregarle ocurrencias, de manera que el público se dé cuenta: el morcilleo es el sello de una complicidad que se privilegia al texto, a la dirección y a la estructura del Arte. En eso Jorge Luz no respeta ni la ópera ni los clásicos del teatro.
–Cuando hice de la duquesa de Crankentorp en La hija del regimiento de Donizetti, tenía poca letra. Entonces le dije a Alicia Zanca, que la dirigía: “Mirá..., yo no voy a decir eso”. “¡Decí lo que quieras!” “No, me van a matar.” “Decí lo que quieras, te repito.” Entonces yo decía, por ejemplo: “Madame la marquise, notre nouveau résidence est charmante”. ¿Charmante? Y ahí empezaba a inventar. Yo miraba arriba, la producción, y eran todos signos de interrogación. O si no, como Donizetti es el mismo autor de Lucia de Lammermoor, me sacaba del pecho una partitura y empezaba a hacer la escena de la locura. Después miraba al maestro y le decía: “Maestro, me equivoqué de ópera”. “Sí, se equivocó de ópera” –ya estábamos arreglados– me contestaba él. Y yo: “¡El que tiene boca se equivoca! ¡Siga la ópera!”.
Jorge Luz es un desperdicio sin audio: ninguna escritura fonética puede transcribir su francés, su italiano y hasta su coreano imaginarios.
–Una vez fuimos al colegio Schólem Aléijem con Cecilio Madanes a ver una obra. Después lo acompañé a la casa. El padre me preguntó: “¿Dónde foiron con Yye?”. Yo le conté. Después le hice la música de lo que había escuchado. Y él le dijo a Cecilio: “¿Cómo poide ser, Yiye? Este no habla ni mierda idish y parece que habla idish.
–Me acuerdo de La zapatera prodigiosa en que hago el alcalde (con fuerte silbido de zetas y de sh): “Y tú, siempre tú. ¡Qué demonio! Parece mentira que un hombre, lo que se dice un hombre, no pueda meter en cintura no una sino ochenta hembras. Si tu mujer habla por la ventana con todos, si tu mujer se pone agria conmigo es porque tú quieres, porque tú no tienes arranque. A las mujeres buenos apretones en la cintura, pisarlas fuerte y la voz siempre en alto. Si con esto se atreven a hacer ¡quiquiriquí!, la vara. No hay otro remedio”.
–¡Cuando hice Molière hablaba como un sacamuelas! La odié a esa obra cuando me tocó estudiarla. Además estaba traducida literalmente. “Dais si queréis y en verdad os digo”. Pero cada uno tiene su táctica. Cuando me sé el primer bocadillo paso al segundo, de abajo para arriba lo aprendo como un loro. Y después le doy la entonación. La memoria es un músculo.
–Me quedó el Trinidad Guevara y te voy a decir por qué me duele. Porque trayectoria, mal, bien o regular –lo dirán ustedes– tengo, porque hice todo. No me queda nada por hacer. Y una señora dijo que ya me lo habían dado. ¡No! Se lo dieron a Aída. No la voy a nombrar a la señora esa que encima dijo: “¡Bueno pero él no lo necesita!”. ¿Qué sabe ella si lo necesito? A esto te lo digo con dolor porque no soy vanidoso. Tengo muchos premios: decí que no hicimos esta nota en casa porque si la hubiéramos hecho en casa no teníamos dónde meternos: “¡El no lo necesita!”. Un dulce no amarga a nadie. Es como si pensaran que por una nota que hiciste en Irak, adonde vuelan y vuelan las bombas, y encima perdiste una gamba te vas a hacer rica y, entonces, en lugar de premiarte a vos premian a una boluda que se quedó rascándose el culo en la casa.
Como en una ambientación de película de Amadori, en la casa de Jorge Luz predominan la chimenea y los helechos. Sin embargo aguantó mucho en un departamento de Barrio Norte, en donde la celebridad sólo le prodigaba un saludo en la farmacia y en el puesto de diarios.
–Antes vivía en Recoleta en un piso, y arriba caminaban, caminaban ¡caminaban! Ahí pensé: “Yo nací en una casa en mi pueblo, entonces voy a morir en una casa”. Acá todo el mundo me conoce: “Jorgito, ya sabés, ¡lo que necesités!”. “Cualquier cosa, llamame. A cualquier hora.” Hasta la coreana es divina. Yo siempre voy al supermercado con corbata, gorra y una campera formal porque a lo mejor vengo de una entrevista. Un día volví porque me había olvidado de comprar una cosa y el mercado estaba cerrado. Ella me abrió la puertita de la persiana y me atendió. Ahí me dijo: “Nene, qué pinta tenemo’”.¡Habla lunfardo! Yo pienso que el español debe ser fácil.
–Con las Legrand. Me acuerdo que vivía Aída y vinieron las dos a tomar el té a casa. Le dije a Aída: “No voy a hacer té porque a Mirtha le gusta la pizza”. Entonces hice pizza. Y me salió de casualidad bárbara, porque cuando viene gente ¿viste que te sale peor? Y la pasamos bomba. Con Goldy (Silvia) tenemos un código: acordarnos de gente que conocimos con nombres raros: “Che, ¿sabés quién te manda saludos? Nina Nino”. ¡Mirá que llamarse Nina Nino!
–Porque tenemos pasado. Los chicos muy jóvenes no tienen nada que contar.
–No, nena, yo no hago fiesta. El que se acuerda viene a mi casa y toca el timbre. Porque no hay nada que me joda más que la gente que te dice “No me falles, que es mi cumpleaños”. Y encima está el problema del regalo. A una mujer es más fácil porque le llevás flores, no un perfume, porque a lo mejor no le gusta, pero ¿a qué mujer no le gustan las flores? Pero a un amigo le llevás una docena de calzoncillos y seis pares de medias y te besa. Si no ¿qué le regalo yo a esa gente que tiene de todo? A Guillermo Rico, un cumpleaños le regalé calzoncillos y se quedó chocho.
–Como adorando el fogón estaba tuita la gente. Todos con su vaso de whisky ahí al lado del fuego. No nos daba ganas de irnos nunca. Estaba Hugo Paredero, el Dr. Ferrari, hijo de Rosa Rosen, Claudio Segovia, el autor de Tango Argentino, Elena Lucena...
–Tiene 93 años.
–¡Lucidísima! Sobre todo al lado de esos chicos de 18 años que lo único que saben decir es boludo. Cuando venía Delia Garcés le divertía mucho que yo le hiciera personajes. En una película que se llamaba Km 111 ella hacía una chica de pueblo. Entonces Aída, en un momento determinado, cuando estábamos en medio de la comida, me decía: “¿Cómo le va Don Fulano?”. Y yo empezaba a decir en reo tantas cosas que Delia se descomponía... A la Delia la conozco de pendeja. Yo me la voltée... Con lo que me pasó hace poco vino el Pato Carré a casa. Guillermo no me quiso ver.
–Porque además él y Aída cumplen años el mismo día.
La muerte de Aída Luz interrumpió una complicidad de décadas, el eterno morcilleo de la vida en común en donde para el público y las revistas del corazón ellos eran la versión bien avenida del Dúo Pimpinela.
–El dolor va por dentro. Aída no dio ningún trabajo. Se fue en gira permanente, como digo yo. Cuando ves que una persona va decayendo y decayendo, que ya no es, decís: “Yo no la quiero ver así como no quiero que me vean así a mí”. Por eso le pido a Dios que venga y me haga ¡tac! Y me encuentro con mucha gente que me dice lo mismo. Que quiere tener la muerte de los justos ¡tac!
–Pero no les das trabajo. ¡Es horrendo que te limpien el culo!
¿Sexo? En los años ’50 una pornografía candorosa distribuía almanaques con chicas vestidas de hawaianas con la estética inventada por el ilustrador Vargas. En las casas de clase media no faltaba algún ejemplar de El Matrimonio Moderno, donde el doctor Van de Velde autorizaba a la joven esposa a hacer el amor con la menstruación siempre que el esposo acabara de venir de la guerra o hubiera sido marinero en un barco que permaneció meses en cuarentena. Si en la zarzuela se insinuaba con zoncera “Ya me sé la tabla de multiplicar: el año que viene me podré casar”, en el teatro de revistas Miguel de Molina, con chalecto corto y blusa de georgette con lunares de terciopelo, se presentaba ante el público diciendo “Mi nombre es Hércules” y luego, poniéndose de espalda, “para mis amigos Her...culito”. Pero eso era fuera del horario de familias. Las malas palabras no nombraban genitales y se concentraban en la escatología. Jorge Luz todavía subraya con la voz cuando dice “culo”, sabiendo que, hoy como entonces, la risa es segura sin que esa “mala palabra” deje de ser retro. Pero en boca sucia no llega mucho más lejos.
–Yo te puedo decir a vos en una obra “se agarró un pedo negro” por “se quedó en el suelo por borracho” pero no voy a decir “se tiró un pedo”. Prefiero decir “hijo de puta”.
–Culo es normal: “¡Qué lindo culo!”, “Flor de culo”, “¡Qué culo tiene!: se sacó la lotería”, pero lo escatológico no me gusta. La Porota decía: “Esta tiene fiebre interina porque se acostó con todo el barrio”. Puedo decir “Anda alzada” pero no “Está caliente”.
En YouTube, está colgado el programa de Mex Urtizberea en donde Jorge Luz canta con gracia el “¡Ahí va, ahí va...!” de la zarzuela La Corte del Faraón en donde al doble sentido se lo acompaña con un agudo buffo pero de soprano:
“Ay va, ay va, ay Babilonio que mareas/ ay va, ay va-mo-nos pronto a Judea// ay yyyy yyy va-monós-allá”.
Lo hacía Olga Ramos en su boliche de la calle de La Palma, en Madrid, tantas otras tonadilleras, pero a los ochenta y pico Luz lo hace mejor, como ahorrando el gesto de más y con impecable entonación.
“El otro día al volver del teatro/ pasé señores un gran disgusto/ pues como vivo en un cuarto piso/ perdí la llave y cogí un buen susto/ vino el sereno con su perilla/ y una vez dentro me la encendió/ mas la perilla era tan corta / que al entrepiso ni me llegó.”
Es inolvidable el Jorge Luz que hacía una muerte del cisne de película, “muriéndose” en tutú e imprimiendo a uno de sus pies un estertor de gallina degollada que se prolongaba más allá de que cesara la música.
–Y puntas de verdad. No doblando las rodillas. La que es bailarina se da cuenta.
Niní Marshall también hizo una versión apócrifa de La muerte del cisne para la cual era necesario bailar ballet. Jorge y Niní fueron amigos.
–Estuvimos juntos en Punta del Este. Me acuerdo que estábamos caminando y, a lo lejos, se veía la isla Gorriti. Entonces nos pusimos a hacer, ella Cándida y yo, el marido. “Oye, Cándida, ¿qué me vas a hablar de esa mierda? ¿Tú te acuerdas de los pinos que teníamos nosotros allá en Galicia?” “Vaya hombre cuando eres grosero... No es una mierda... era una cagada.” Nos reíamos entre nos.
–¿Cómo te llamás vos?
–Mirá, María, yo no tomo café porque de chico, cuando no íbamos al baño nos daban aceite de ricino. Para que lo tomáramos, mamá tenía que correr, entonces decía: “Me cago yo antes que ustedes ¡de los nervios!”. Después nos daba café para sacarnos el gusto y el café tenía gusto a ricino. Te lo daban a las seis de la tarde y eran las seis de la mañana y todavía estabas eructando.
Es el más grande de todos. Lo adoro, igual que a Niní Marshall, porque son los que más me hicieron reír, y casi los únicos. Es un artista completo —actúa, canta, ¡baila zarzuela!—, sin géneros de ningún tipo, porque es, sobre todo, persona.
Me acuerdo perfectamente que una vez estaba en el programa de Susana Giménez y ella empezó a hacer alguno de esos concursos pedorros en que le preguntaba a uno que llamaba cuál era el verdadero nombre de Pancho Villa. El, desde atrás, en off, gritaba: “Rrrrrosita, Rrrrrosita”, y hasta Susana se cagaba de risa. También me acuerdo con la Fugazot, en la antigua Peluquería de don Mateo, que le preguntaban al que afeitaban: “No tenés Pentotatio de Pototio”. También me contaron de comidas en las que estuvieron él con su hermana y se convertían en el centro, copaban toda la mesa y despertaban una carcajada general. Es un gran actor, un ejemplo... Larga vida a Jorge Luz, que por algo se llama así...
Jorge Luz es un artista increíble, totalmente desprejuiciado, que hace siempre lo que se le pasa por la cabeza. Maravilloso: lo primero que vi de él son las películas de Los Cinco Grandes del Buen Humor, y más tarde lo que hizo en televisión. A todo le puso siempre un nivel de improvisación y de sorpresa increíbles; hasta lo sorprendía a Porcel cuando hacían la Tota y la Porota. Tuve la suerte de conocerlo; nos encontramos en A los amigos, un restaurante que queda en la esquina de mi casa, y que es donde para él también, y nos quedamos de sobremesa charlando, recordando algunos de sus momentos maravillosos. En esas ocasiones me cuenta cómo improvisaba tanto, coreografías que eran complejísimas y que él hacía simplemente encendiendo la cámara y mandándose. Le tengo mucho cariño, para mí es un genio, un verdadero capo.
En el año 2000, yo trabajaba en el programa de Andrea Frigerio Viva la diferencia. Me tocaba hacer las locuciones en off con mis distintos personajes. Tenía una especie de cubículo en donde había una silla, una mesita y un micrófono, y solía estar solo en ese lugar. De pronto, una noche, se sentó una señora mayor en una silla a mi lado. No hablaba. Tenía las manos sobre su cartera y los dos zapatitos de medio taco apoyados en el suelo. Como ella no me hablaba, yo tampoco le hablaba. Esta viejecita, se ve, intuyó que yo no me sentía nada bien ese día. Me había comido hacía dos días un carpincho al escabeche. Al pasarme la mano por el estómago y quejarme, la viejita dijo con voz chillona: “¿Te sentís mal de la pancita, querido?”. Era la voz inconfundible de Jorge Luz. En vez de llorar y decirle todo lo que lo admiraba, ponerme de rodillas y alabarlo como si fuera un dios, simplemente le dije que sí, y le conté lo del carpincho. Lo que siguió fue Jorge Luz más Jorge Luz que nunca, vestido de la Porota, contándome lo que le había sucedido una noche hacía muchísimos años después de una función estando de gira. Trataré de recordar las palabras exactas, fue algo así: “Mirá, querido, una vez estábamos de gira en Santa Fe. Eramos como 40. No me acuerdo qué obra estábamos haciendo. Me acuerdo que íbamos todos en un micro grande y de pronto paramos en un restaurante de ruta. No bien nos sentamos, a mí me agarraron unas ganas de mear imposibles. Y fui al baño. Cuando iba para el baño por un pasillo largo que tenía el restaurante, veo en el mostrador de la heladera un montón de frascos. A mí el escabeche me pierde y en eso veo una vizcachita al escabeche. Ahí le digo al señor que estaba de blanco detrás del mostrador que por favor a mí me diera una entrada de vizcachita. En seguida detrás vino un iluminador y me dijo: “Mirá, Jorge, esos bichos mueren de una manera horrrrrrible. Los cazan para ser comidos y mueren rígidos, de mal humor, desgraciados, con un veneno en el alma que después si te los comés te lo tragás vos”. Y vos sabés que después de ese día nunca más me comí ningún bicho al escabeche. Y efectivamente, yo miraba a la vizcachita y estaba como nerviosa y afligida adentro del frasco. El carpincho éste que te comiste vos era al escabeche, ¿no? Y bueno viste, te lo comiste amarrrrgado, resistiéndose a la muerte. Y te explota en el estómago. No, si es bravo comerse un bicho de éstos, vas a cagar por lo menos cuatro días seguidos”. Así lo conocí y nunca le proferí mi admiración, sino que lo disfruté en silencio. Eramos él y yo en ese cubículo. El solo para mí, olvidándose de su personaje y siendo casi una abuelita. El y yo solos. Una función privada que jamás nunca nadie vio. Sólo yo, que me estaba devorando crudo a Jorge Luz.
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