CINE > SIN LUGAR PARA LOS DéBILES, EL OSCAR DE LOS COEN
El domingo pasado, los Coen reinaron en la noche de los Oscar y Javier Bardem tuvo su merecida estatuilla por la escalofriante composición del matador Anton Chigurh. Pero Sin lugar para los débiles es mucho más que algunas estatuillas: con la adaptación de una novela del gran Cormac McCarthy, los hermanos Joel y Ethan volvieron a su plena forma con una película sólida y ultraviolenta que habla de la naturaleza humana sin pretensiones.
› Por Mariano Kairuz
La escena es increíble: un pitbull rabioso persigue sin descanso a un hombre que escapa a pie, como puede, a toda velocidad. Lo persigue por tierra y también en el agua. Hasta que lo detiene lo único que parece capaz de detenerlo: una bala. La escena es increíble (ese pitbull rabioso es increíble) y pinta en un minuto el universo de locura y violencia en el que nos estamos sumergiendo. El hombre está atrapado en una trama que tal vez nos suene, con variaciones, más o menos conocida: un tipo se encuentra con una valija llena de dinero y decide llevársela; atrás, inevitablemente, vendrán quienes reclamen el dinero para sí, dispuestos a eliminar a quien sea necesario para recuperarla. Pero esta premisa argumental, como en tantas otras buenas películas, no es más que un pretexto, un McGuffin –como lo llamaba Hitchcock refiriéndose a la mecánica dramática del hombre común envuelto en situaciones extraordinarias– para hablarnos de algo más. Porque Sin lugar para los débiles, la adaptación al cine de la novela No Country for Old Men del escritor norteamericano Cormac McCarthy, la película que se llevó el Oscar principal hace una semana y ganó otros dos para sus realizadores –por la dirección y el guión adaptado–, los hermanos Coen, es un thriller, una película de frontera en escenarios de western, una de asesino psicópata; pero es antes que nada, aglutinando todas esas cosas, una película sobre la naturaleza.
Una película sobre la relación del hombre con la naturaleza; ambientada en espacios enormes, el desierto abierto e inhóspito donde la vida puede ser especialmente dura. Y sobre la naturaleza del hombre, el hombre como un animal hostil que puede hacer la vida de otros hombres especialmente dura. Una película con hombres que cazan animales, animales entrenados para cazar hombres y, fundamentalmente, con hombres que cazan hombres. Depredadores humanos.
La película, que sigue muy de cerca la novela de McCarthy, transcurre en 1980 en la frontera entre México y Estados Unidos. Principalmente, aunque no solamente, del lado de arriba, en West Texas. Empieza en el desierto: la valija con 2 millones de dólares en su interior aparece cerca de un tendal de cadáveres, autos y camionetas abandonados, y un cargamento de heroína. Llewelyn Moss (Josh Brolin), el hombre que la encuentra, un ex veterano de Vietnam que descubre el tremendo cuadro mientras caza venados con un rifle, ve, a pesar del evidente riesgo que implica llevarse esa valija, una oportunidad única para salvarse de una vida que, se insinúa, no lo está tratando con demasiada generosidad. Moss –el hombre que poco más tarde se salvará del pitbull asesino sólo para encontrarse con un psicópata mucho más peligroso tras sus pasos– es Josh Brolin, un muy buen actor que a los casi 40 años ya lleva dos décadas haciendo películas, pero al que a partir de ahora vamos a ver muy seguido en el cine, como si se tratara de la revelación de esta temporada (se lo puede ver en la reciente Gangster americano con una interpretación consagratoria, y en la muy divertida y todavía inexplicablemente inédita Planet Terror, de Robert Rodríguez, entre otras). Brolin, que llegó a los Coen recomendado por Rodríguez, es un actor perfecto para Sin lugar para los débiles, en parte porque se ve en él el mismo material, la misma madera de sus dos coprotagonistas; la certeza de que en otra época podrían todos ellos haber sido estrellas del western. Habitantes de esos espacios infinitos, lugares de una libertad paradójicamente asfixiante porque allí, como dice una expresión más común en inglés que en castellano, uno puede correr todo lo que quiera, pero no tendrá dónde ocultarse.
Esos dos coprotagonistas de Brolin son Javier Bardem (el cuarto Oscar que se llevó la película, sobre un total de ocho nominaciones), como Anton Chigurh, el hombre-animal que persigue a Moss y que está claro que no va a detenerse ante nada para recuperar el dinero y exterminar a su objetivo; y Tommy Lee Jones, como el sheriff Ed Tom Bell. Chigurh aniquila a sus víctimas con una pistola neumática diseñada para matar ganado. Literalmente extermina hombres como quien mata a animales de corral. Para Bell, que va siguiendo los rastros sangrientos que deja Chigurh a su paso, se trata de una especie de fantasma. Bell –como Tommy Lee Jones– es un hombre del lugar, un elemento casi indivisible del árido, curtido y desolado paisaje. Chigurh viene de algún otro lado –la pronunciación en inglés de Bardem suena extraña, foránea, aunque no hispana–; es como una sombra, uno de los misterios que –en nombre del suspenso y en plena convicción de que hay mucho en el mundo real que sencillamente no responde a razones claras– el relato se resiste a explicar.
Bell expresa además una meditación sobre algo que también tiene que ver con la naturaleza: el paso inexorable del tiempo, la vejez, el cansancio. Es la expresión de una humanidad vencida, resignada, de un pesimismo sin salida. El hombre hace lo suyo de manera impasible, pero desde el comienzo de la historia se lo encuentra sintiéndose ya demasiado viejo para su trabajo, y condenado a no resolver realmente nada. Tal vez sí un caso acá y allá, pero convencido de que nada va a cambiar realmente. Que las cosas sólo pueden empeorar. Es su voz en off la que nos introduce en la película, con un recuerdo idílico de épocas en que sus antecesores podían hacer su trabajo sin portar armas de fuego; un recuerdo de presuntos “tiempos mejores” que queda relativizado por otra anécdota cerca del final del relato, tal vez una reflexión sobre la maldad como una fuerza intemporal, cuyas razones y origen no están a nuestra disposición. Para Bell, las cosas son así porque así es la naturaleza humana.
Y se ha dicho infinidad de veces desde la presentación mundial de la película en el Festival de Cannes el año pasado, pero es verdad: Sin lugar para los débiles es la mejor película de los Coen en muchos años. Lo que en principio no es suficiente decir, después de dos esperpentos seguidos como fueron El amor cuesta caro y particularmente El quinteto de la muerte, innecesaria remake de un clásico del humor negro inglés de los años ’50. Aunque algunos quisieron ver un western en su nueva película, los Coen parecen haber apuntado más a la oscuridad fatal del film noir, a aquello que tan bien hicieron en su ópera prima Simplemente sangre, en De paseo a la muerte y en Fargo. Todas películas en las que las muertes tienen un peso muy fuerte, son un asunto serio, con consecuencias materiales y emocionales (a diferencia de lo que ocurría en la caricaturesca El quinteto..., donde la muertes se reproducen y acumulan violentamente sin valor alguno). En Sin lugar para los débiles hay tres hombres siguiéndose unos a otros en un circuito oscuro, mortuorio. Los envuelve una atmósfera por momentos ominosa, lograda en buena medida en base a un trabajo sonoro muy preciso, de diálogos parcos, lacónicos, y el esfuerzo de no dejarse infectar por el virus de la sobremusicalización que corre tanto en Hollywood y que, dicen los Coen, lo vuelve todo absolutamente previsible en la mayoría de los thrillers contemporáneos. Con su estilización brutal, seca, los Coen consiguen sacarse de encima por una vez la acusación que más se les ha lanzado a lo largo de su filmografía: la de regodearse demasiado en su propio ingenio, la de convertirlo todo en vacíos ejercicios de estilo.
En una nota publicada hace poco en The Observer, el periodista Anthony Andrews dice de los hermanos realizadores –que hasta su película anterior firmaron sus tareas por separado: Joel como director, Ethan como guionista, y que por primera vez se acreditan juntos ambos trabajos–: “Si es posible atribuirles algún interés moral en su obra, sería el interés por los mitos que produce la sociedad, antes que un interés en la sociedad misma”. Y Sin lugar para los débiles, con sus desesperados y sus psicópatas de leyenda, no es la excepción; pero acá se vuelven a tomar sus narraciones en serio. En su asociación con McCarthy, hay estilización, pero la muerte se siente real. “Murieron de causas naturales”, dice el sheriff Bell, refiriéndose a algunos de los muchos cadáveres de la película. “¿Naturales?”, le pregunta un poco desconcertado su asistente. “Naturales –responde–, en su tipo de trabajo.”
El pesimismo cerrado de McCarthy es llevado hasta las últimas consecuencias; y algunas de esas consecuencias ocurren fuera de plano, en escenas que la película nos escamotea, no por pudor sino porque se trata de crímenes anunciados, y para recordarnos, como Bell, que esto no tiene final. Que “este país es duro para la gente: eso no es nuevo. Así es la humanidad y no se puede hacer nada respecto de lo que está por venir”. En muchos aspectos sí es un western, pero uno en el que el duelo final no llega nunca.
Y los Coen, que ya terminaron otra película –sobre un agente de la CIA y un grupo de inescrupulosos empleados de un gimnasio, con George Clooney y Brad Pitt– dicen tener escrito un western hecho y derecho, puro y duro. “De época, ambientado en 1870, con mucha violencia, linchamientos, despellejamientos, indios torturando a sus víctimas con hormigas y cortándoles los párpados; y con una escena en particular que nadie olvidará por cómo involucra a una gallina.” Pero con ellos nunca se sabe: podría ser otra fantochada graciosa y sin fondo como las de los últimos tiempos o, con un poco más de suerte, una continuación de la línea negrísima y bastante rigurosa de Sin lugar para los débiles, que es como una especie en extinción: una película norteamericana capaz de ofrecer una reflexión sin grandes pretensiones alegóricas. Una película donde lo que se ve es lo que hay, como en la naturaleza.
Cormac McCarthy estaba en pañales cuando llegó la Gran Depresión y por eso se crió viendo gente pobre en un país donde tener auto era de ricos, ir a la facultad era de señoritos y deslomarse para comer era rutina. Es un Estados Unidos medio increíble que se adivina viendo películas viejas: ahí están guardados los acentos proletarios, las caras maltratadas, con cicatrices y dientes torcidos.
El joven escritor McCarthy terminó encontrando en el desierto uno de sus dos ámbitos vitales y mentales. Uno es el sur profundo, el de Suttree, donde se puede escribir sin tanta violencia o al menos con otra violencia. El otro es Texas en la frontera con México, un páramo que los norteamericanos conquistaron a balazos y por el que parecen haber pagado el precio de ser gringos en casa propia. Es como tierra robada, insegura, radicalmente negada a la intimidad, atraída por el magneto mexicano. Y es uno de esos paisajes de extrema dureza, incapaces realmente de sustentar la vida humana, vacíos que exigen un grado tal de adaptación que la gente queda medio idiota.
McCarthy le dedicó a este desierto casi toda su obra, comenzando por su notable trilogía de la frontera, un concierto en tres movimientos en los que siempre pasa lo mismo: gente del campo, norteamericana y con nombres anglo, fatalmente atraídos por la vitalidad, la violencia y el sexo de México, termina haciendo cosas irracionales. En ese camino, McCarthy se fue secando como prosista y sus libros son como jardines del desierto, hechos apenas con lo que puede crecer allí, con piedras y cactus, distinguibles de la tierra suelta por un cierto orden formal. Se habla de minimalismo, pero tal vez alcance con hablar de sencillez: McCarthy es hijo del Hemingway de los mejores momentos, el lacónico capaz de transcribir diálogos y hacerte escuchar el acento del que habla sin manierismos. Aquí hay un oído formidable para el vernacular, las vocales estiradas y el tono nasal del texano nativo y medio desconfiado.
No Country for Old Men es la novela más movida de este autor y la más lineal. El truco de base de toda su obra se sostiene, ya que los personajes son nulamente reflexivos, raramente tienen discurso interno y cuando lo tienen dicen poco. La gente es opaca, opina McCarthy, no hay manera de verla por adentro y lo único que nos queda es seguir sus actos, mirar sus paisajes y sentir las conclusiones. Así es que Moss sigue un impulso de egoísmo, comete un error y se encuentra en una situación inmanejable. El hombre es un white trash, un soldador y cazador de fin de semana, soldado viejo casado con una chica vulgar y joven a la que quiere. Vive en un trailer, marca proletaria indeleble, en medio de una nube de polvo. Su huida doble –de los mexicanos traficantes que quieren guardarse el dinero, de los norteamericanos traficantes que lo quieren recuperar– es un periplo del héroe perdedor y de cabotaje. Hay un desfile de pueblos olvidables, rutas en el páramo, moteles de cuarta. Hay un cruce a México que es como un destello de luz. Hay un sheriff que oficia de Homero y también de Penélope. Y además está Chigurh.
Crear un psicópata es como contar a una mujer, algo que parece fácil y resulta casi imposible. Hannibal Lecter es un glifo bien logrado, pero demasiado para la realidad: no puede haber alguien tan culto y artístico que sea también tan frío y perfecto. Chigurh, en cambio, es un idiot savant capaz de hacer sólo una cosa y hacerla muy bien. Chigurh mata obsesivamente, siguiendo un torcido código interno que se inventó para darle sentido a lo que hace, para que no sea por dinero. Chigurh mata de más, por simetría, como alguien que se entrenó tanto para no sentir dolor que se olvidó de que otros lo sienten.
Moss, Chigurh y el sheriff Bell son un trío complementario que lleva adelante la historia y logran un milagrito literario: que esta estela de destrucción maníaca sea creíble y tenga alguna consecuencia. McCarthy es un gran escritor y éste es un gran libro que empieza con un demonio y termina, para tocarnos, con un padre muerto que todavía lleva el fuego y espera a su hijo entre las montañas, en el frío y la oscuridad, con algo de calor.
No Country For Old Men fue traducida al castellano como No es país para viejos, y acaba de ser editada en Argentina por el sello De Bolsillo.
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