FAN > UNA ESCRITORA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA: NOEMí ULLA Y LA COMEZóN DEL SéPTIMO AñO, DE BILLY WILDER
› Por Noemi Ulla
La escena muestra a un hombre, Richard Sherman (el actor Tom Ewell), vestido de frac rojo, tocando el 2 Concierto para piano de Rachmaninoff y a una joven (Marilyn Monroe) en lujoso vestido de noche al estilo de los años ’50, inclinada sobre el piano de cola con llamativa sensualidad. Esto no pasaría de ser una escena común del cine hollywoodense. Pero todo corresponde a la representación del imaginario kitsch del protagonista, atareado asesor de una editorial, cuya esposa ha salido de vacaciones acompañada del pequeño hijo. Como tantos otros hombres, en el caluroso verano de la ciudad de Nueva York, entre indeciso y arrojado, Richard Sherman teme y al mismo tiempo sueña con que un romance lo libere del yugo del matrimonio. En la fantasía del protagonista, la joven inclinada sobre el piano es, en realidad, la deslumbrante vecina de arriba que ha arrojado involuntariamente una maceta sobre su patio. Y allí comienza el fantástico rompecabezas de Richard Sherman, que entre la confusa culpabilidad y el reprimido deseo comienza a tejer una noche de seducción.
Este film, basado en la obra de teatro de George Axelrod, de igual título y filmada en 1955, habría perdido en mi memoria todos sus ricos detalles de no haberme encontrado recientemente con otro dirigido también por Billy Wilder en 1959: Una Eva y dos Adanes (Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis) y que me llevó a revisar algunos títulos de la filmografía del gran director de cine, productor y guionista. Nacido en el Imperio Austrohúngaro, Billy Wilder (Samuel) trabajó en Berlín y debió exiliarse durante el nazismo en los Estados Unidos, donde colaboró asiduamente con Ernst Lubitsch, uno de sus grandes maestros.
La gracia de la escena musical inventada por el protagonista de La comezón del séptimo año está en que él mismo pone en boca de la bella vecina, modelo publicitaria, frases grandilocuentes y almibaradas, que desnudan su convencional condición. Asimismo, por obra de la ensoñación él la estrecha en brazos, lleno de arrojo, besándola con histriónico apasionamiento. Sonríe con satisfacción, mientras contempla la escena de su intrepidez con una copa de whisky en la mano. La imaginación del protagonista es constante, por momentos paranoica y, a medida que progresa el filme, obsesiva. Y construye un registro detenido de asociaciones, donde es a la vez ejecutor y víctima de su trampa ilusoria. En “El acomodador”, de Felisberto Hernández, algunos cuentos de Horacio Quiroga, Desesperación de Fassbinder, esas fotografías creadas por el ambiguo espectador de sí mismo muestran, como diría Juri Lotman, lo que se esconde en el fondo de la memoria y de la conciencia. Y este divertidísimo y singular filme responde al guión escrito por Billy Wilder y George Axelrod, que traman con maestría y finísimo humor los diálogos: la increíble simplicidad de la joven vecina y el contradictorio seductor. La voz de Marilyn plena de ternura y encanto, deliciosa en su carácter de ingenua, y la gestualidad de Tom Ewell, luciendo un cuerpo entre torpe y simiesco, ostentan innegable vigor cómico y excelente interpretación.
La sutil inteligencia y toda la gracia se advierten en el filme de Billy Wilder, capaz de descubrir a través de la comedia –el gran género dramático– secretas relaciones entre las imágenes de la fantasía y el poder del inconsciente, en una época en que el psicoanálisis reinaba como fetiche en la cultura media estadounidense. Ante el protagonista, tan acuciado en su mundo interior por sospecharse poco atractivo para las mujeres, como por momentos sintiéndose irresistible ante ellas, se arman escenas donde la imaginación triunfa para impedirle un comportamiento feliz en la realidad. Ya escribió Baudelaire en “El albatros”: “sus alas de gigante le impiden caminar”. Siempre en primer término, la imaginación acude en este filme para dar la nota cómica, esa nota que a veces nos cuesta admitir detrás de los actos más comunes y que tan apreciable suele ser para poder reírnos sin ambages de nosotros mismos.
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