DVD > GOYA SEGúN MILOS FORMAN
Milos Forman, el director especializado en artistas atormentados y rebeldes. Javier Bardem, el español del momento. Natalie Portman, la chica linda que aspira a inteligente. Stellan Skarsgard, el legendario actor sueco. Y el guión de Jean-Claude Carrière, formidable colaborador de Luis Buñuel. ¿Qué podía salir mal en la adaptación al cine de la vida de Goya? Poco y nada. Entonces, ¿qué salió mal? Todo.
› Por María Gainza
Cuando lo mejor de una película aparece en los créditos del final se está frente a un problema. Y eso, exactamente eso, es lo que ocurre en Los fantasmas de Goya, la última aventura del talentoso director checo Milos Forman. Mientras las letritas burocráticas ascienden por el margen derecho de la pantalla, unos primerísimos planos de las pinturas más ominosas que ha dado la historia del arte copan el espacio. Van acompañadas por una banda de sonido que, como en una sordera progresiva, se interrumpe violentamente a cada paso. Es un cierre impactante y perfecto, lástima que sea lo único bueno y que haya que aguantar dos horas lentas como caracol anémico para llegar hasta ahí.
A Milos Forman le gusta hacer películas sobre tipos creativos. Ya sea el genio de Mozart, la locura de Andy Kaufman o los talentos dudosos de Larry Flynt. Es tan así, que a veces pareciera estar contando una y otra vez el mismo cuento. Cuando uno se sienta a ver una película de Forman sabe que, probablemente, vaya a ver la historia de un marginado que se rebela contra las fuerzas opresivas de la sociedad. Por eso, la historia del pintor español con la Santa Inquisición de telón de fondo, parecía el tipo de película que Forman podía hacer con los ojos cerrados. Pero algo muy raro debe haber ocurrido en el camino del papel a la pantalla para que Los fantasmas de Goya haya resultado el gasto de talento más grande y misterioso de los últimos años.
Uno de los problemas que enfrenta un director que ha creado maravillas como Amadeus es que se espera lo mismo de él cada vez que vuelve a filmar. Pero, como muchas veces sucede, eso no sucede. Los fantasmas de Goya es probablemente la peor película en la carrera de Forman (con mucho menos esfuerzo hizo Hair, que no estaba ni la mitad de mal). Filmada suntuosamente como carnada para un Oscar, la película es informe y abarrotada, un pavo con demasiado relleno que resulta gracioso por todas las razones equivocadas.
Madrid. Fin de siglo XVIII. Tres historias conectadas de forma tenue. Inés es la modelo de Goya cuyos grabados ofenden a la Iglesia. El Hermano Lorenzo vigila a los ciudadanos y arresta a Inés por negarse a comer cerdo, acusándola de judía. Goya recibe el encargo de un retrato para Lorenzo y aprovecha su relación con el cura para intentar liberar a su musa. Lorenzo promete interceder, visita a la joven en prisión y le alivia el sufrimiento (si entienden lo que quiero decir). Y justo cuando la película parece ponerse interesante, la pantalla se oscurece y aparece la leyenda “15 años después”. Entonces, una historia sobre poder absoluto absolutamente corrupto se descarrila hacia un melodrama payasesco. Y a uno ya sólo le queda anhelar que Mel Brooks aparezca haciendo su número de la Inquisición en La loca historia del mundo o que los Monty Python irrumpan por la puerta al grito de “Nadie espera a la Inquisición Española”.
Pero ni eso. Quince años después, la revolución está en el aire y Napoleón llega con sus fuerzas para liberar a España de la tiranía religiosa. Ahora, Lorenzo ha sufrido una transformación radical y lucha del lado de las ideas revolucionarias. Inés sale de la cárcel —con un maquillaje espantoso y la mandíbula desfigurada— y deambula por las calles tan desorbitada como si se hubiese equivocado de rodaje. Entonces visita a Goya y le cuenta que ha tenido una hija en prisión. No revelaremos quién es el padre pero sí, que como éste tiene razones suficientes para no querer que la noticia circule, envía a Inés a un asilo que parece una producción escolar de Marat-Sade. Así, todo está tan delgadamente sostenido que un giro argumental más y la película podría estrellarse contra las rocas.
Stellan Skarsgard es Goya. Y es complicado superar el shock de ver a este gran actor sueco con una prótesis en la nariz como un bulbo recién plantado. Skarsgard hace de Goya un político experto de modales suaves (como siempre ha sido el caso, todo artista debe ser también un poco busca ambicioso). En el rol de Inés, y más tarde de su hija, la cortesana, Alicia, Natalie Portman revela oficialmente sus limitaciones. Portman está tan torpe con sus ojos suplicantes que, en comparación, su actuación en La Guerra de las Galaxias parece su “momento Gena Rowlands”. Sus mejores escenas ocurren cuando está siendo torturada. Ahí, por lo menos es creíble. Aunque luego nos enteramos que usaron una doble. Y finalmente, Javier Bardem en el papel del Hermano Lorenzo. Supuestamente uno de los actores más calientes del momento, Bardem lleva al papel una cadena de tics más larga que la ristra de ajos usada contra Drácula. Inflando y desinflando los orificios de la nariz, recuerda a un minotauro y con su voz murmurante y su cara de perro degollado parece un participante salido de un concurso de parecidos a Benicio del Toro.
Es difícil pensar cómo una película con tantos hits puede fallar tanto. Prueba que una idea no es suficiente, se necesita también un buen guión. La falta total de fluidez del relato no se puede adjudicar a un parate de ocho años por parte del director. A nadie se la oxida tan rápido la máquina. Es el guión, fatigado, el que tropieza a cada rato. El asunto es que Amadeus, por ejemplo, estaba basada en la pieza de relojería que es la obra de teatro de Peter Schaffer. Pero Los fantasmas de Goya sucumbe ante el guión de Jean-Claude Carrière, escritor que en el pasado trabajó con Luis Buñuel en una colaboración creativa que sacó lo mejor de cada uno. Pero Foreman y Carrière no se ensamblan de la misma manera y la historia gira fuera de control. Los personajes están tan al servicio del argumento que se vuelven inverosímiles. No se sabe qué es más difícil de creer, si el giro de 180 grados que atraviesa Lorenzo o la cena donde los padres de Inés lo interrogan sobre las técnicas de la Iglesia. Pero con más idas y vueltas que Piratas del Caribe, la película muestra poco de la conocida economía artística de Goya.
Ni siquiera es agradable para los ojos. La fotografía, una serie de tableaux sin conexión ni resonancia, no encuentra, salvo por momentos, un equivalente cinematográfico a las pinturas de Goya. Y los problemas de un elenco multinacional, con su mezcla de acentos, es un detalle que contamina. Los Inquisidores con acento inglés denuncian a “Goyer”, una maja española con acento americano frunce su nariz frente al cerdo a la manera de una adolescente de Palos Verdes de vacaciones en Segovia. Lo único realmente memorable son las escenas que dejan entrever las técnicas de grabado del pintor y su costado pragmático a la hora de crear: Goya le pregunta a Lorenzo si quiere que sus manos aparezcan en la pintura. Lorenzo cree que es una decisión artística, pero no. Las manos son difíciles de pintar y cuestan más.
Cuando la cámara abandona al pintor, la película cae por el precipicio. El problema es el foco. No hay. Y no se entiende por qué “Goya” cuando no parece haber ningún interés real por el artista. Ah, no, esperen, lo único que sí le importa a la película es que Goya se volvió sordo. Y nos lo dice de dos maneras gloriosas: una, haciendo que Goya entre a cada escena a los gritos; otra, poniéndole un traductor que parece salido de un noticiero de la tarde.
Como los padres de Forman murieron en Auschwitz, es fácil de entender su obsesión con las batallas antifascistas. Pareciera que ahora no puede evitar ver paralelos entre la España de fin de siglo XVIII, con su clero amoral, sus burócratas ineficientes y disidentes torturados, y la actualidad. La pregunta es: ¿alguien confesaría un crimen no cometido si está siendo sometido a tortura? Ese es el verdadero conflicto de la película y resuena fuerte en tiempos de políticas de Bush.
Las preocupaciones de Forman, por supuesto, son inmejorables. La corrupción, las ideologías, la responsabilidad del artista por hablar la verdad frente al poder. Pero es una premisa inusual para una biopic explorar más hacia afuera que hacia adentro del alma del artista. Quizá por eso no funciona. Goya es la columna vertebral no el corazón de la historia. Es sólo una excusa que mira los sucesos desde la vereda de enfrente.
A decir verdad, la película saca algunos yuyos de entre la maleza. Por ejemplo, la idea de Goya como un campesino tocado por el genio. Goya era un sofisticado y astuto político. Y no estaba más chiflado que Shakespeare cuando escribió la escena de locura de Ofelia o Lady Macbeth. En vez, tenía un agudo sentido del sufrimiento ajeno. También era el más valiente de los cobardes: pintó a la familia real española. Cuando Napoleón los echó, pintó al hermano de Napoleón. Cuando Wellington echó a los franceses, pintó, sin que le temblara el pincel, a Wellington. Pero también fue un subversivo cuya pintura de la familia de Carlos IV tenía tan poco tacto que el crítico francés Théophile Gautier mirando el retrato dijo que se parecía a un cuadro de “el panadero de la esquina y su mujer después de haber ganado la lotería”.
Atravesar Los fantasmas de Goya es más aburrido que mirar secar el óleo en una pintura. Y lo peor, el único fantasma en serio es el pobre Goya, flotando en el fondo sin contribuir a la acción. Pero por lo menos nos recuerda que un genio murió hace 180 años. Cronista del dolor, en las Pinturas negras y en los Desastres de la guerra, Goya se convirtió en el primer reportero de guerra moderno y en el primer artista en poner en imágenes la sobria verdad sobre el conflicto humano: que la guerra mata y mata y mata. Y no hay nada noble sobre ella. La influencia de su mirada se extendió por sobre su horizonte: después de todo, la bombita de luz eléctrica que en el Guernica de Picasso ilumina el horror, el horror, de la masacre, no es otra que la linterna cúbica que fulgura apoyada sobre la tierra en Los fusilamientos del 3 de Mayo.
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