Dom 06.04.2008
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DVD > JODIE FOSTER EN VALIENTE VUELVE A JUSTIFICAR LA VIOLENCIA AMERICANA

La embajadora del miedo

Durante años, Jodie Foster fue una de esas actrices extrañas en las que confluyen inteligencia y sensibilidad, una combinación que las películas que elegía y los personajes que interpretaba ratificaban y consolidaban. Pero en la última década, algo empezó a cambiar. Primero fue La habitación del pánico (2002), después Plan de vuelo (2005) y ahora Valiente: en todas, la niña prodigio que devino en mente brillante de Princeton y la gran esperanza de la Costa Este en Hollywood viene encarnando a mujeres “comunes” que en situaciones extraordinarias (oh casualmente siempre un irracional ataque externo) justifican la violencia y la suspensión de cualquier universo moral. Una lástima.

› Por Hugo Salas

Las circunstancias son extrañas. Por lo general, cuando se escribe sobre una película que, como en este caso, ha pasado “directo a video”, es usual lamentarse por la mala suerte que le impidió llegar a las pantallas de cine, llorar la pérdida de una gran oportunidad para los espectadores y deplorar las condiciones de exhibición en la República Argentina (por cierto, penosas). No obstante, de vez en cuando el mercado parece guiado por una mano secreta, cierta justicia trascendental o, cuanto menos, una ciega reserva de buen gusto. Tal el caso de Valiente (The Brave One), que por estos días atosiga las góndolas de entretenimiento doméstico.

En esta, su última película (para julio amenazan con estrenar Nim’s Island), Jodie Foster se pone bajo las órdenes del vendedor de espejitos Neil Jordan –El juego de las lágrimas, Entrevista con el vampiro– para interpretar a Erica Bain, una locutora radial intimista que, pocos días antes de casarse con un médico correctamente “multicultural” (Naveen Andrews, Sayid en Lost), es atacada por dos jóvenes maleantes violentos (y latinos) con lamentables consecuencias (además de la película misma): ella pasa varias semanas en coma, él muere. De allí en más, esta mujer común, que siempre hizo oír su tristeza por la pérdida de la adorada vieja Nueva York (sus editoriales sobre la desaparición del paisaje biográfico parecen Todo lo sólido se desvanece en el aire glosado por Landriscina), se verá empujada por la “casualidad” a convertirse en una justiciera que limpia de escoria los arrabales urbanos. Eso sí, todo con un cargo de conciencia enorme, porque ella en el fondo es una progre, desbordada por las malignas y violentas circunstancias actuales. Pobrecita.

Las cosas empeoran con la aparición de la ley, personificada por un detective negro que se toma muy a pecho su trabajo y comienza a investigar los misteriosos homicidios perpetrados por Nora Briozzo desencadenada. El señor, fan de ella desde antes, desconfía, duda, sospecha, tienen cierto acercamiento intimista e incluso hay diálogos donde la pone sobre aviso de que no dudaría en entregar a cualquier persona, por muy cercana a él que fuera, que hubiese cometido un delito. Ella dice que entiende, que por eso lo respeta, porque como dijimos se siente muy pero muy culpable. No obstante, llegado el momento el buen detective la ayudará no sólo a salir impune, sino también a perpetrar su venganza.

Irritante, molesta y ofensiva incluso, Valiente merecería pasar sin pena ni gloria, de no ser por ciertos puntos (negros) de contacto con otras dos películas protagonizadas por Foster en los últimos años: Plan de vuelo (2005) y La habitación del pánico (2002). En las tres, la ex niña prodigio de Hollywood interpreta a mujeres “comunes” en sus circunstancias (es decir, blancas de clase media holgada), extraordinarias por el coraje que las obliga a desplegar un ataque fortuito y, ante todo, similares en su concepción ofensivo-letal de la defensa, madres y novias “de armas tomar”. La ausencia, la ineficacia o la corrupción de las instituciones encargadas de velar por la seguridad de los ciudadanos desencadena respuestas maximalistas en su alarde de violencia física, legitimadas por un instinto de protección supuestamente visceral y –por ello mismo– más allá de cualquier valoración ética (como dice en Plan de vuelo, cuando le piden que no acuse a dos árabes en un avión a la ligera: “Tienen a mi hija. Me cago en lo políticamente correcto”).

En el contexto de la construcción estadounidense del discurso del miedo (hermético como el sucucho de La habitación del pánico), no parece del todo casual que haya sido Jodie Foster una de las elegidas para encarnarlo; a fin de cuentas, la imagen que proyecta (voluntariamente o no) una estrella es una más de las mercancías que forman parte del mensaje y la oferta de Hollywood. Lejos de toda ingenuidad, para millones de retinas Foster equivale a Clarice Starling, vale decir, la mujer capaz de hacerse un lugar por medio de su inteligencia sin renunciar a la emotividad, mientras que su carrera de juventud (Taxi Driver, Acusados) le da chapa de actriz “comprometida” con la realidad. Pocas stars reunían tantas condiciones, entonces, para representar la dudosa hipótesis de que el ataque externo justifica la anulación del universo moral, esa completa inversión del arquetipo de “mujer fuerte” construido durante los ’90 (entre otras por las películas de James Cameron, de Terminator a Titanic), donde el recurso a la violencia física estaba sostenido, justamente, por consideraciones de paz y justicia, en contextos –por otra parte– totalmente extraordinarios. Allí mismo, en la imposible intersección entre la Sally Field de No me iré sin mi hija y la Teniente Ripley, queda sepultada en estos días Jodie Foster, que tan simpática nos caía, ofrendada para paliar la inevitable contradicción ideológica de los liberales estadounidenses –con su progresismo edificante siempre supeditado a la economía y el “liderazgo político” (vale decir, la prerrogativa imperialista)– durante la última década.

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