ANTICIPO > EL NUEVO LIBRO DE EDUARDO GALEANO
En su próximo libro, Espejos. Una historia casi universal, que estará en la calle a mediados de abril, Eduardo Galeano elabora un inventario general de los hitos y mitos de la historia de los hombres, un repaso caprichoso desde los orígenes hasta hoy, sólo regido por la mirada lírica y lúcida del autor. Como anticipo, Radar ofrece el capítulo dedicado a las mujeres de la antigüedad y la mitología, una suerte de fundación del machismo.
Mitra, madre del sol y del agua y de todas las fuentes de la vida, fue diosa desde que nació. Cuando llegó a la India, desde Babilonia o Persia, la diosa tuvo que hacerse dios.
Unos cuantos añitos han pasado desde la llegada de Mitra, y todavía las mujeres no son muy bienvenidas en la India. Hay menos mujeres que hombres. En algunas regiones, ocho por cada diez hombres. Son muchas las que no culminan el viaje, porque mueren en el vientre de la madre, y muchas más las que son asfixiadas al nacer.
Más vale prevenir que curar, y las hay muy peligrosas, según advierte uno de los libros sagrados de la tradición hindú:
Una mujer lasciva es el veneno, es la serpiente y es la muerte, todo en una.
También hay virtuosas, aunque las buenas costumbres se están perdiendo. La tradición manda que las viudas se arrojen a la hoguera donde arde el marido muerto, pero ya quedan pocas dispuestas a cumplir esa orden, si es que alguna queda.
Durante siglos o milenios las hubo, y muchas. En cambio, no se conoce, ni se conoció nunca, en toda la historia de la India, ningún caso de un marido que se haya zambullido en la pira de su difunta mujer.
Heródoto, venido de Grecia, comprobó que el río y el cielo de Egipto no se parecían a ningún otro río ni a ningún otro cielo, y lo mismo ocurría con las costumbres. Gente rara, los egipcios: amasaban la harina con los pies y el barro con las manos, y momificaban a sus gatos muertos y los guardaban en cámaras sagradas.
Pero lo que más llamaba la atención era el lugar que las mujeres ocupaban entre los hombres. Ellas, fueran nobles o plebeyas, se casaban libremente y sin renunciar a sus nombres ni a sus bienes. La educación, la propiedad, el trabajo y la herencia eran derechos de ellas, y no sólo de ellos, y eran ellas quienes hacían las compras en el mercado mientras ellos estaban tejiendo en casa. Según Heródoto, que era bastante inventón, ellas meaban de pie y ellos, de rodillas.
La luna perdió la primera batalla contra el sol cuando se difundió la noticia de que no era el viento quien embarazaba a las mujeres.
Después, la historia trajo otras tristes novedades:
la división del trabajo atribuyó casi todas las tareas a las hembras, para que los machos pudiéramos dedicarnos al exterminio mutuo;
el derecho de propiedad y el derecho de herencia permitieron que ellas fueran dueñas de nada;
la organización de la familia las metió en la jaula del padre, el marido y el hijo varón
y se consolidó el Estado, que era como la familia pero más grande.
La luna compartió la caída de sus hijas.
Lejos quedaron los tiempos en que la luna de Egipto devoraba el sol al anochecer y al amanecer lo engendraba,
la luna de Irlanda sometía al sol amenazándolo con la noche perpetua
y los reyes de Grecia y Creta se disfrazaban de reinas, con tetas de trapo, y en las ceremonias sagradas enarbolaban la luna como estandarte.
En Yucatán, la luna y el sol habían vivido en matrimonio. Cuando se peleaban, había eclipse. Ella, la luna, era la señora de los mares y de los manantiales y la diosa de la tierra. Con el paso de los tiempos, perdió sus poderes. Ahora sólo se ocupa de partos y enfermedades.
En las costas del Perú, la humillación tuvo fecha. Poco antes de la invasión española, en el año 1463, la luna del reino chimú, la que más mandaba, se rindió ante el ejército del sol de los incas.
Según el Antiguo Testamento, las hijas de Eva seguían sufriendo el castigo divino.
Podían morir apedreadas las adúlteras, las hechiceras y las mujeres que no llegaran vírgenes al matrimonio;
marchaban a la hoguera las que se prostituían siendo hijas de sacerdotes
y la ley divina mandaba cortar la mano de la mujer que agarrara a un hombre por los huevos, aunque fuera en defensa propia o en defensa de su marido.
Durante cuarenta días quedaba impura la mujer que paría hijo varón. Ochenta días duraba su suciedad, si era niña.
Impura era la mujer con menstruación, por siete días y sus noches, y trasmitía su impureza a cualquiera que la tocara o tocara la silla donde se sentaba o el lecho donde dormía.
Hace unos mil años, las diosas chinas dejaron de ser diosas.
El poder macho, que ya se había impuesto en la tierra, estaba poniendo orden también en los cielos. La diosa Shi Hi fue partida en dos dioses, y la diosa Nu Gua fue degradada a la categoría de mujer.
Shi Hi había sido la madre de los soles y de las lunas. Ella daba consuelo y alimento a sus hijos y a sus hijas al cabo de sus agotadores viajes a través del día y de la noche. Cuando fue dividida en Shi y en Hi, dioses varones los dos, ella dejó de ser ella, y desapareció.
Nu Gua no desapareció, pero se redujo a mera mujer.
En otros tiempos, ella había sido la fundadora de todo lo que vive:
había cortado las patas de la gran tortuga cósmica, para que el mundo y el cielo tuvieran columnas donde apoyarse,
había salvado al mundo de las catástrofes del fuego y del agua,
había inventado el amor, echada junto a su hermano tras un alto abanico de hierbas
y había creado a los nobles y a los plebeyos, amasando a los de arriba con arcilla amarilla y a los de abajo con barro del río.
Cicerón había explicado que las mujeres debían estar sometidas a guardianes masculinos debido a la debilidad de su intelecto.
Las romanas pasaban de manos de varón a manos de varón. El padre que casaba a su hija podía cederla al marido en propiedad o entregársela en préstamo. De todos modos, lo que importaba era la dote, el patrimonio, la herencia: del placer se encargaban las esclavas.
Los médicos romanos creían, como Aristóteles, que las mujeres, todas, patricias, plebeyas o esclavas, tenían menos dientes y menos cerebro que los hombres y que en los días de menstruación empañaban los espejos con un velo rojizo.
Plinio el Viejo, la mayor autoridad científica del imperio, demostró que la mujer menstruante agriaba el vino nuevo, esterilizaba las cosechas, secaba las semillas y las frutas, mataba los injertos de plantas y los enjambres de abejas, herrumbraba el bronce y volvía locos a los perros.
Tlazoltéotl, luna mexicana, diosa de la noche huasteca, pudo hacerse un lugarcito en el panteón macho de los aztecas.
Ella era la madre madrísima que protegía a las paridas y a las parteras y guiaba el viaje de las semillas hacia las plantas. Diosa del amor y también de la basura, condenada a comer mierda, encarnaba la fecundidad y la lujuria.
Como Eva, como Pandora, Tlazoltéotl tenía la culpa de la perdición de los hombres; y las mujeres que nacían en su día vivían condenadas al placer.
Y cuando la tierra temblaba, por vibración suave o terremoto devastador, nadie dudaba:
–Es ella.
De un dolor de cabeza puede nacer una diosa. Atenea brotó de la dolida cabeza de su padre, Zeus, que se abrió para darle nacimiento. Ella fue parida sin madre.
Tiempo después, su voto resultó decisivo en el tribunal de los dioses, cuando el Olimpo tuvo que pronunciar una sentencia difícil.
Para vengar a su papá, Electra y su hermano Orestes habían partido de un hachazo el pescuezo de su mamá.
Las Furias acusaban. Exigían que los asesinos fueran apedreados hasta la muerte, porque es sagrada la vida de una reina y quien mata a la madre no tiene perdón.
Apolo asumió la defensa. Sostuvo que los acusados eran hijos de madre indigna y que la maternidad no tenía la menor importancia. Una madre, afirmó Apolo, no es más que el surco inerte donde el hombre echa su semilla.
De los trece dioses del jurado, seis votaron por la condenación y seis por la absolución.
Atenea decidía el desempate. Ella votó contra la madre que no tuvo y dio vida eterna al poder macho en Atenas.
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