TEATRO > RICARDO BARTíS Y LOS DIEZ AñOS DEL SPORTIVO TEATRAL
El Sportivo Teatral es un espacio de formación por donde pasaron casi todos los directores, actores y dramaturgos que hoy pueblan la escena porteña, y desde allí se propagó la mayor renovación del teatro contemporáneo en Buenos Aires. Su fundador, Ricardo Bartís, es maestro de actores y director de piezas emblemáticas, como El pecado que no se puede nombrar, Donde más duele y De mal en peor. Ahora, el Sportivo cumple diez años y estrena una nueva obra, La pesca. Para la ocasión, Bartís habla de teatro y política, una tarde con Inda Ledesma y cómo es trabajar en una sala que, aunque es legendaria, no tiene completa la habilitación.
› Por Mercedes Halfon
Si Ricardo Bartís tuviera una relación con el teatro un poco más afecta a convencionalismos, en algún lugar de su discurso o aunque sea en un minúsculo lugar de la difusión de su nueva obra, debería consignarse que el Sportivo Teatral, taller y teatro que él comanda, cumple diez años. En realidad, la fecha es un poco mentirosa porque el Sportivo existía desde mucho antes como espacio de enseñanza, grupo de gente afín y usina de obras en colaboración, pero en otro decorado –el estudio de la calle Velasco– que fue luego abandonado. Es en este estudio, el de la calle Thames, el del patio con glicina, gente calentando agua en la cocina y enorme galpón en el fondo, donde se hicieron El pecado que no se puede nombrar, Donde más duele y De mal en peor, obras contundentes, icónicas y memorables dirigidas por Bartís. Todas en este espacio o en diferentes lugares de este espacio, que fue mutando para ser escenarios tan distintos como un bulín de los años treinta, una casa donde unas hermanas conservaban lo que quedaba del Don Juan, o un club de pescadores bajo techo, como lo es ahora, en La pesca.
El Sportivo es también un reducto de formación por donde pasaron casi todos los directores, actores y dramaturgos que existen hoy en la escena porteña, y desde donde se propagó la mayor renovación del teatro contemporáneo en Buenos Aires, al extenderse la idea de que no era un autor de barba y pipa el que tenía que escribir las obras, para que después viniera un entusiasta director a traducir y darles las pautas a unos obedientes actores de cómo eso debía ser representado. Esos estatutos comenzaron a resquebrajarse junto con el surgimiento de un nuevo modelo de actor, esta vez creador, y un nuevo estilo para la dirección y la dramaturgia, mucho más presente y atenta a las particularidades de la escena y la carne de la escena, que no es otra cosa que el actor.
A pesar de que Bartís iba a convertirse en uno de los más requeridos maestros de actuación de Buenos Aires, su paso por talleres y escuelas fue breve –menciona entre sus profesores a Beatriz Matar y Lito Cruz–. Lejos de perpetuarse en la situación de alumno, en seguida comenzó a actuar y a pensar sobre el teatro. “Rápidamente me sentí distante de las modalidades y de las preocupaciones metodológicas del momento y de las que había estudiado. Me parecía muy ajeno a las intensidades que percibía en la vida, en mi barrio. Había un mundo expresivo que no quedaba incluido en ese teatro. Y como ahí apareció la dictadura, era el año ’76, eso me ayudó a tratar de darle un sesgo político a mi vinculación con lo teatral, me refiero a un pensamiento de índole crítica; nunca estudié tanto teóricamente como en ese momento, en pocos años tuve un desarrollo teórico intelectual fuertísimo en relación con el teatro”, recuerda.
Después de tres obras en las que actuó dirigido por David Amitín, Bartís había acumulado la experiencia suficiente para darse cuenta de las diferencias que lo separaban del teatro de este director, que eran aún menos profundas que las que tenía con el teatro dominante. Era la época del Método, de la actuación introspectiva, de la valoración de la interioridad de los intérpretes para actuar. Así es que comenzó a dirigir, dice, sin demasiado convencimiento, más bien para probar ciertas cosas que rondaban por su cabeza y que tenían que ver con una actuación más poderosa, liberada de las obligaciones psicologistas o limitadas al campo compositivo. Una actuación que explorara las intensidades y las variables propias de su lenguaje. Así fue como se lanzó a dirigir su primera obra, Telarañas, de Eduardo Pavlosky, para ver en acción lo que venía siendo razonamiento: “Nosotros trabajábamos como actores en otra dirección, con mucha intuición pero sin ninguna claridad en cuanto a nomenclaturas. Más bien nos molestaba la pesada herencia de un teatro mamotrético, conservador en sus formas, por más que en contenido fueran discursos progresistas. Después comprendí que todo eso era un decidido ataque al territorio de la actuación que entraba en colisión con las tradiciones más genuinas de la actuación criolla, que capturaba a la actuación y la sometía en el marco del límite moral y físico del personaje, que obligaba a un concepto narrativo que convencionalizaba la pura energía zigzagueante, erótica y difusa de la actuación”, teoriza. Aun con estas certezas, el tiempo de la afirmación de esa concepción y su propagación en clases y obras no había llegado: “No sentía empatía con ese teatro pero tampoco me sentía con derecho a afirmar nada, porque tenía un sentimiento de ser del grupito del fondo, es un sentimiento que no solamente en el teatro me ha acompañado, esa sensación de que lo serio o valioso no era lo que hacía yo”.
Grupito del fondo o no, ese teatro fue creciendo en puestas –Postales argentinas– y en reconocimiento, en principio en el exterior y luego en Buenos Aires, algo que le permitió hacer su famosa versión de Hamlet en el San Martín, interpretada por Pompeyo Audivert, Soledad Villamil y Osvaldo Santoro, entre otros.
De la época de pelea con la tradición imperante en Buenos Aires recuerda una historia que funciona como una impensada reconciliación con el teatro por un lado y como un acto de autoafirmación personal por otro. Un llamado telefónico de una reconocidísima actriz, que él admiraba desde sus tiempos de actor, cuando iba a hacer funciones de una obra y llegaba temprano cada vez que podía para verla a ella actuar, y pudo muchas, tanto que la vio cerca de quince veces hacer su monólogo de Medea. Era Inda Ledesma y lo llamó para ver si quería dirigirla. El cuenta: “Fue después de que hiciéramos Postales, yo era muy joven como director, y ella me llamó para ver si quería dirigirla en El cruce sobre el Niágara. La leí y le dije que no, que no veía cómo yo podía dirigir eso, pero que igual yo le tenía mucha admiración, y entonces le confesé: ‘¿Te acordás, Inda, de ese monólogo que vos hacías? Bueno, yo lo recuerdo mucho’, etcétera. Estábamos enfrente de la placita de Guadalupe, arriba de un bar que se llamaba Freud. Era una mañana, entraba el sol por el ventanal y ella era una mujer grande, imponente. Estábamos hablando y de repente empezó a recitar y produjo delante de mí como en un acto de magia una transformación: se le cambió el rostro, sus ojos, su energía. Una situación totalmente ficticia, artificial, un simulacro de gran efectividad y de gran comprensión para mí, para afirmar esta cosa de la pura superficie de la actuación. De que todo se trataba de un gran truco”. La gran actriz y el director joven que se encuentran, las creencias que se confirman en un momento de pura fantasía, que se vuelve muy real en el marco de un bar, con tazas que se chocan, mozos, autos que pasan por la calle, los sonidos de la mañana.
El Sportivo teatral sede Thames tiene una curiosa historia de gestación. Curiosa porque está tan vinculada con la historia de La pesca que parece imposible no notarlo aunque Bartís lo niegue y diga que nunca se le había ocurrido. La pesca sucede en una fábrica abandonada convertida en un club de pescadores bajo techo llamado La Gesta Heroica. Esto se había organizado allá por los años sesenta, producto de una gran inundación que habían sufrido los sótanos de esta fábrica, y de ahí, al ver tanta agua junta, la idea de juntarse a practicar ese deporte tan de hombres, tan metafísico. Muchos años después del tiempo de auge de La Gesta Heroica, en la actualidad, cuando ya nadie siquiera recuerda tal club, tres hombres van a esos sótanos con intención de pescar. Hasta aquí el relato de la obra. O su punto de partida.
La nueva sede Sportivo entró en sus vidas cuando se hizo necesario un nuevo espacio para las clases de teatro que Bartís había comenzado a dar compulsivamente, y cuando ya estaba en marcha el proceso de ensayos de El pecado que no se puede nombrar. Así es que comenzaron a buscar un lugar a donde mudarse. El espacio de la calle Thames apareció un día con un cartel de venta y les atrajo de inmediato. Era un galpón donde se guardaban ambulancias, gigante, con una especie de casa adelante, totalmente destruido, sin pisos, sin nada. Aun en esas condiciones el dinero que tenían para comprarla era muy inferior al valor que pedían. Fue a ver la casa con alumnos y amigos actores varias veces, hasta que se animó a pedirle a la inmobiliaria el teléfono del dueño. “Le hicimos una llamada telefónica, el tipo era un médico correntino. El me dice: ‘¿Usted es Bartís? Pero usted dirige teatro’. ‘Sí’, le dije yo, ‘Ah, yo lo vi actuar en Memorias del subsuelo’. Parece que al hombre le había gustado muchísimo y había visto también Hamlet en el San Martín. Entonces nos preguntó si íbamos a hacer un teatro ahí, yo le dije que pensábamos hacer un estudio de teatro, donde haríamos nuestros trabajos y demás. Y me dijo ‘¿Usted cuánta plata tiene?’. Yo le dije una cifra que tampoco teníamos, era como si la vendieran a 200 mil y nosotros le ofrecíamos 140 mil. El me dijo ‘Bueno, cómo no’. A nosotros obviamente nos alegró, pero a la vez era tan raro, dijimos: ‘Mmmmm, ¿no estará habitada por fantasmas? ¿No se presentará algún elemento?’”.
Cuánto estaban haciendo las obras de refacción de la casa, trabajo en el que participaron hasta los primos lejanos de los allegados a los alumnos y amigos de toda clase, pasó lo siguiente: “Estábamos armando las columnas para hacer todo un trayecto aéreo en el galpón y cuando estábamos cavando empezó a salir agua. Se llenó el pozo rápidamente y empezó a salir para afuera, hacia el galpón, siguió hacia el patio y no paraba. Fuimos a comprar una bomba de achique para solucionar eso y en la ferretería, el hombre, que me prestó la suya, me dijo: ‘Lo que pasa es que acá están las napas del Maldonado’. Entonces yo dije: ‘¡Era eso!’ No es que el hombre tenía una actitud de generosidad vinculada con lo teatral sino que estábamos flotando sobre el agua”. Pero no. Después, por suerte paró y el Sportivo se hizo.
La pesca tiene, como todas las obras de Bartís, una lectura que va de lo teatral a lo político. Si no, ¿por qué estos pescadores mitologizan los años sesenta al punto de volver a esa fábrica abandonada a intentar emular aquel deporte, o por lo menos ver qué fue lo que quedó de los tiempos gloriosos? De los tres hombres, dos de ellos, René –interpretado por Luis Machín– y Miguel Angel –interpretado por Sergio Boris– no vivieron el momento de esplendor de La Gesta... En cambio sí Don Atilio –Carlos Defeo– aunque su experiencia fue más bien tangencial. Alguna vez fue, echó la cañita y sacó unos pescados. Entonces, ¿por qué estos hombres sienten nostalgia de algo que ni siquiera vivieron? Y además ¿que pasó después, por qué este club se abandonó? ¿Qué les sucedió a las mojarritas que habían plantado primero y las tarariras que trajeron de Entre Ríos para que se reprodujeran ahí después? Muy poco se sabe.
Bartís explica: “Los ensayos de La pesca comenzaron en el 2001 en la época de mayor distorsión y mayor conflicto en relación con la fractura del modelo político. Ahí fue cuando nos planteamos hablar del peronismo. Siempre las ideas son una excusa para tratar de imaginar que tenemos una idea, después queda atravesada y multiplicada, pero la tesis que teníamos y que se mantiene es que el peronismo es el único mito que tiene la política argentina y al cual puede apelar en momentos de crisis para reconstituir y después traicionar. La idea sería que el peronismo formula por izquierda lo que va a traicionar por derecha”. Esas hipótesis están en la obra, los personajes hablan del peronismo, no logran ponerse de acuerdo, y es bastante difícil decir después qué fue exactamente lo que dijeron.
A pesar de las ideas desplegadas sobre las posibles resonancias de La pesca en la historia argentina reciente, los años ’60 y ’70 en particular, Bartís no considera que su teatro sea especialmente político: “Siempre se formula esa idea de que yo hago un teatro político. Considero que el teatro es político por naturaleza, y nosotros tenemos grandes diferencias con el teatro que realmente enuncia políticamente, tanto sea de izquierda como de derecha, que es todo un sector muy importante que lo que hace es formular una visión del mundo que es perversa, relaciones humanas que son perversas y que tornan digerible lo que es básicamente indigerible. Digo esto, porque si no se piensa que el teatro político es Bertolt Brecht o Teatro por la Identidad, como si Nito Artaza o Moria Casán no hicieran teatro de derecha, para no nombrar a personas que están muy cerca de nosotros y que para mí hacen un teatro conservador, reaccionario”.
Más allá de estas especificaciones hay cuestiones innegables en La pesca, algunas de orden político, pero también estético, humano y sensible. Estos pescadores están ahí porque necesitan recuperar algún tipo de mística y La Gesta Heroica puede brindárselas. Pensar en aquellos hombres que se juntaban a pescar y la posibilidad de que aparezca una tararira en cualquier momento es suficiente para tenerlos en vilo, en ese sótano húmedo. Y también, claro, para que la obra despliegue lenta, en un clima de tristeza e inquietud.
La pesca, como todas las obras de Bartís, se apoya en el presente degradado de un pasado que supo ser mejor, o aunque sea más vistoso. Estos tres hombres solos, débiles y abandonados que necesitan esperar un pescado como si se tratara de Godot, como si ese pescado, y la gloria olvidada que repone con su presencia, fuese bastante para mantenerlos vivos y coleando por un rato. No son los únicos.
A pesar de todo lo dicho anteriormente acerca del Sportivo Teatral, su historia y su importancia cultural en BA, la sala aún no tiene la habilitación definitiva, situación en la que están la mayor parte de las salas de teatro alternativo de la ciudad. Bartís dice: “Estamos en una situación de semiclandestinidad, producto de la incapacidad de las políticas estatales, que no le corresponde solamente a esta gestión sino que se viene arrastrando gestión tras gestión en la Secretaría de Cultura, y no nos habilitan. Esto nos obliga a hacer gastos en cosas que después no son las que finalmente se nos piden y nunca terminan de decidir cuál es nuestra realidad. Quieren transformar a los espacios de los teatros alternativos en lugares en contra de su origen. Y sentimos que nuestra actividad es tan válida como la del Gran Rex. Nosotros hemos modificado todas las estructuras eléctricas, las salidas, las formas de funcionar, etc. Pero esto igual está paralizado. No está la persona que pueda firmar esa habilitación. Yo lo que quiero decir es: que cierren los teatros, que asuman el compromiso político de cerrarlos, y lo que implica eso, que no sean hipócritas diciendo que hacen algo para ayudarnos porque nos confunden creyendo que eso es verdad. Entonces pelearíamos cuerpo a cuerpo o algo así. Pero sería más real”.
La pesca estrena el viernes 18 de Abril, a las 24. Viernes y sábados, a las 24. En el Sportivo Teatral, Thames 1426. Reservas: Tel: 4833-3585. Entrada: $30
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