NOTA DE TAPA
Con las obras de la represa de Salto Grande, el gobierno militar de la última dictadura se vio ante la posibilidad de ejecutar una decisión de simbolismo escalofriante: la de hacer desaparecer una ciudad y hundirla bajo el agua. Sin ceder a las metáforas más evidentes ni a los golpes bajos y armado de una cámara y un humor sutil, el documentalista Néstor Frenkel filmó Construcción de una ciudad, en la que documenta la historia de la demolición de la vieja Federación en Entre Ríos, el traumático nacimiento de una Nueva Federación a tres kilómetros, las secuelas que dejó en sus antiguos habitantes el traslado de prepo y los esfuerzos insólitos e insospechados de toda una comunidad por mantener viva la memoria de su ciudad desaparecida.
› Por Carlos Gamerro
El pueblo como microcosmos, como metáfora o metonimia del país o de la sociedad. La fórmula ha tenido su éxito en la literatura, también en el cine y la televisión: basta pensar en el Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti, el Macondo de García Márquez (que multiplica la apuesta ambicionando representar todo un continente), el Coronel Vallejos de Puig y la Santa Fe de Saer; y, en cine y televisión Peyton Place, el Twin Peaks de Lynch, el Dogville de Lars von Trier. Son evidentes las ventajas que el pueblo ofrece a quien ambiciona representar el todo social: es abarcable de una manera total, mientras que la gran ciudad sólo puede representarse como fragmento; ofrece un versión condensada y a la vez completa de la sociedad, con su estratificación económica, social y a veces racial, en la cual todos se conocen e interactúan; donde los tres poderes del estado (intendente y funcionarios, jueces, policías) no son una entidad abstracta sino que encarnan en individuos que viven en la misma cuadra y van a comprar el pan a la misma panadería.
En mi caso particular, cuando me di en imaginar un relato sobre la respuesta de la sociedad a los crímenes de la dictadura, supe de inmediato que tendría lugar en la villa de Malihuel, que había fundado en mi anterior novela: un lugar donde el desaparecido, los desaparecedores y los testigos fueran vecinos y se conocieran de toda la vida. Para escribirlo, regresé al pueblo donde pasaba los veranos de mi infancia y me dediqué a entrevistar a viejos amigos, y a los nuevos que iba haciendo, y quizá por eso la novela terminó adoptando la forma de un falso documental, un montaje de testimonios imaginarios sobre un hecho ficticio: la historia del único desaparecido del pueblo.
En su Construcción de una ciudad (título que lleva en su seno el más brutal y por momentos más adecuado “Destrucción de una ciudad”) Néstor Frenkel dobla la apuesta, y cuenta la historia de la desaparición de un pueblo entero: Federación, hundido bajo las aguas de la represa de Salto Grande, durante la última dictadura. La última dictadura fue ante todo desaparecedora: no sólo de los cuerpos de los opositores reales e imaginarios, de libros, sino de edificios enteros: usando topadoras a la manera de ríos, trazaron escarpados cañones a través de las casas y edificios de la Capital, en algunos casos llenando el hueco con autopistas, en otros, como en el de la calle Holmberg, dejando la tierra arrasada como marca de su paso por ella. En el caso de Federación, uno puede imaginárselos contentos como chicos, ante la perspectiva viable de hacer desaparecer una ciudad entera, y sobre todo bajo las aguas, su medio favorito. Eso sí: antes de sumergirla, demolieron las casas hasta los cimientos y talaron todos los árboles. Es indudable que esto debe tener justificaciones prácticas, sobre todo teniendo en cuenta que la vieja ciudad emerge en la bajante: sería peligrosa para los niños, sería antiestética, se llenaría de linyeras, etc., etc. Pero en la película de Frenkel, el montaje sugiere más de lo que las imágenes muestran: el rostro de Videla, los desfiles militares, las bolas de acero que tiran abajo las viviendas, las raíces de los árboles talados todavía aferradas a la tierra, todas esas imágenes de pura exterioridad, nos llevan al interior de esas mentes simples y perversas. No dejar cadáveres era la consigna. La hacemos desaparecer, y luego la hundimos bajo las aguas. ¿Qué militar, por otra parte, no sueña con arrasar Cartago y sembrar sal en los surcos, así sea una vez en la vida? Los nuestros, por supuesto, decidieron hacerlo sin tomarse el trabajo adicional de ganar una guerra.
Federación, de todos modos, no desaparece del todo, sus rastros quedan: algunas de las secuencias más elocuentes del film muestran a los viejos pobladores recorriendo los cimientos de sus antiguas casas, que persisten en el barro como planos dibujados por un arquitecto, señalando la ubicación de las paredes, el jardín, las habitaciones... La contraparte de la demolición es la construcción, por parte de los mismos militares, de la ciudad de sus sueños: la Nueva Procesalén. Una ciudad donde las casas vienen antes que las personas, y son éstas las que deben adaptarse a aquellas; una ciudad sin calles o veredas por las cuales se pueda caminar, sin pasto, sin árboles, sin puntos de reunión, donde cuando no se trabaja o se va a la escuela no queda más que permanecer puertas adentro. Para mostrarlo, además de las imágenes de la espantosa, horrible, medularmente milica Nueva Federación, el director ha dado con algunas joyitas, como el film casero sobre El increíble Hulk, explicado por su realizador como “una cosa que queríamos hacer para hacer algo; de noche no teníamos dónde salir, no había para dónde ir... Así que inventamos esto”.
Y sin embargo éste no es un film político, y mucho menos un film antidictadura. O lo es, pero así de pasada, como quien no quiere la cosa: la responsabilidad de los militares aparece sin argumento ni polémica, como mera evidencia: es, por lo tanto, irrefutable. Hay, en la película, secuencias que podrían haberse prestado a una línea más didáctica o moralizante, como la del vecino que decide crear un parque arbolado con todas las especies ribereñas, las que quedaron del otro lado, pero es incapaz de lograr que los algarrobos crezcan en la nueva tierra; metáfora del desarraigo tan literal que si estuviera en un film de ficción bastaría para hundirlo: pero aquí, como es cierta, no sólo se tolera sino que se celebra. El arte del documentalista, sabemos, está en el montaje y en la secuencia: si Frenkel hubiera cerrado su film con esta parábola del buen sembrador, los espectadores tendrían derecho a pedir la devolución de su dinero.
El arte del documentalista está, también, en saber leer las señales que la realidad le tira, sobre todo las que no coinciden con sus expectativas previas. Central a la película es la entrevista con el hombre que resistió: un poblador que se negó a dejar su casa, se atrincheró en ella, y ésta no sólo no fue demolida por la fuerza (¡estamos hablando de 1978!): tampoco fue anegada por las aguas. Y sigue en pie, y él sigue sentado bajo su alero o glorieta. Sin necesidad de formularla en palabras, su caso plantea la pregunta: si la casa sigue en pie a la vera de la laguna, ¿era necesario el éxodo? ¿Por qué, si un hombre solo pudo resistir, no pudo resistir un pueblo? Pero cuando Frenkel llega a él, a los 93 años, ha perdido la memoria, no se acuerda de su acto heroico, lo niega, insiste en hablar de todos los curas que pasaron por la iglesia. “Lástima porque él se acordaba de todo”, se lamenta la hija. “¿Quién era ése?” “Vos, papá.” ¿Cuántas obras del teatro del absurdo cuentan con un diálogo tan brillante?
Frenkel, quizá, supo derivar el carácter antiheroico de su film desplegándolo a partir de esta ambigua epifanía. Y astutamente (pero esto ya no es un efecto de la realidad sino de su arte) prologa el encuentro con este prócer amnésico con el encendido panegírico de la guía de turismo que hace el tour en lancha por la ciudad sumergida. Este es el ambiguo alimento de los héroes: sus hazañas son recordadas por quienes los dejaron en banda, son olvidadas por ellos mismos.
Al comienzo hablé del pueblo como metáfora o metonimia de la sociedad toda; quisiera aclarar que no son dos estrategias sinónimas, sino hasta cierto punto contrapuestas. Pensar al pueblo como metáfora narrativa implica que debe haber una correspondencia bastante estrecha, no sólo todo a todo sino parte a parte, lo que nos acerca a la alegoría: si la historia del pueblo es una metáfora de la historia de América, debemos tener el descubrimiento, el extermino o sometimiento de los habitantes nativos, la colonización, la esclavitud, el rol ambiguo de la iglesia, la independencia... Es, a grandes rasgos, lo que hace García Márquez con Macondo. Tomar al pueblo como metonimia, en cambio, implica basarse en su realidad específica, primero, destacando a lo sumo los elementos que sean representativos del todo, sin exigirle que dé cuenta de cada uno de sus aspectos. En el film de Frenkel, es verdad, hay una constante tentación metafórica: la ciudad arrasada por los milicos es el país; las casas, los desaparecidos; el héroe que resistió cuando todos obedecían; los primeros años de la nueva Federación, la vida cotidiana bajo la dictadura; las aguas termales que les regala el cielo, el crecimiento explosivo (y tan chabacano), el menemismo. Por suerte, se trata de un documental, y de una ciudad real. Una ciudad real difícilmente pueda funcionar como metáfora: para eso están las ficcionales. Federación, finalmente, es Federación, y no la Argentina.
De la misma manera funcionan algunos testimonios, como el del padre Gilberto Viola frente al barrial de la nueva ciudad, con la espantosa iglesia nueva de fondo: “Federación ha renacido como el ave fénix de sus cenizas; después de tantas horas de incertidumbre, de lianto de dolor por su futuro; pero hoy renace nueva, nace alegre, contenta y feliz, porque todos sus hijos se encuentran dichosos, están contentos y felices porque se hace realidad. Después de la borrasca viene la bonanza y hoy Federación está en el tiempo de la paz, de la bonanza y de la inmensa alegría que reporta tener esta magnífica y moderna ciudad en la cual ya vivimos”. El hallazgo, por supuesto, está en ese lianto: pocas veces la insinceridad de la pronunciación representa tan bien la insinceridad de los dichos. La historia de la iglesia argentina durante la dictadura cabe entera en este parrafito.
Es el montaje, claro, el que construye y subraya ciertos sentidos, y evita otros, o los obtura. Con los mismos testimonios, Frenkel podría haber armado una historia de caída, resistencia y victoria final, que en el cine hollywoodense es un género en sí mismo (que han explotado tantísimos films sobre “la lucha de todo un pueblo contra los poderes del Estado, los voraces intereses del capitalismo”, etc. etc.). La realidad, también, salvó al film de convertirse en una mera fábula moral: la regeneración de Federación fue hasta cierto punto una casualidad: la prosperidad del pueblo no dependió tanto del tesón de sus habitantes, de su voluntad de luchar juntos para sobreponerse a un pasado traumático, sino al hecho fortuito de haber descubierto una fuente de aguas termales en el subsuelo (metáfora, ésta sí, de la nunca del todo confiable ni mucho menos perdurable prosperidad argentina y tercermundista: la imagen del intendente duchándose bajo el chorro de agua caliente parece una parodia de Petróleo sangriento). De la visión del film no me queda claro si el descubrimiento de las aguas termales dependió de la mudanza del pueblo, si hubiera podido tener lugar en el antiguo emplazamiento. Espero que no, porque esto convertiría a la historia en una fábula sobre la Providencia divina, expresada en la fórmula de los pobladores (“Lo que el agua nos quitó el agua nos ha devuelto”) o, peor, de cómo a la dictadura le salió el tiro por la culata, en una variante del “no hay mal que por bien no venga” que se ha usado, entre otras cuestiones, para descubrir beneficios secundarios de la Guerra de Malvinas: “nos trajo la democracia”, etc etc. La secuencia final es, en ese sentido, un resumen del equilibrio irónico que logra el film entero: tras mostrar la prosperidad que todos alcanzaron, los habitantes que conocieron la antigua Federación aparecen en sus nuevas casas sosteniendo un azulejo, una campana, una ventana, la chapa con la dirección de la casa, cualquier fragmento, por feo o insignificante que sea, salvado de la ciudad perdida.
La sufrida historia de Federación a lo largo de la segunda mitad del siglo XX tiene algo de déjà vu: la que el 25 de marzo de 1979 marcó la inauguración de la nueva ciudad no fue su segunda fundación sino la tercera. Erigida originalmente como Estancia Mandisoví en 1777 por Don Juan de San Martín (el padre de Don José) como una posta del sistema de transporte entre los pueblos misioneros y Buenos Aires, el 20 de marzo de 1847 se dispuso su traslado de un terreno seco hacia las orillas del río Uruguay. En su nueva localización, fue rebautizado Pueblo de la Federación por sugerencia del gobernador Urquiza. “En ese segundo asentamiento, como en el primero cuando se transformó en un lugar de comercio, tendría su época de esplendor y bonanza con la producción maderera, hasta que el puñal de Salto Grande sentenció su destino”, se lee en el sitio oficial www.turismofederacion.com/historia. En esa misma página, también, el relato del nacimiento de la Nueva Federación, desde el tratado binacional firmado por Perón con Uruguay en 1946 para el aprovechamiento de los rápidos del Río Uruguay hasta la actualidad.
Dice que su apodo, “Cabeza de Trapo”, le gusta más que su nombre: “Fermín parece un flan, una cosa floja”. Cuenta Frenkel: “Nos sentamos a charlar una tarde con él y con su mujer –ella dice que él la llama Crápula– en su casa, donde tienen un jardín, en el que crían teros, tienen una minilagunita, y guardan unas baldosas de la vieja ciudad. Lo importante de estos personajes es que expresan el contrapunto entre dos posturas: ella, que sueña con su vieja casa y le encanta ir a la bajante; y él, que dice con falso desdén: ‘¿Para qué soñar, si ya no está?’, y pone cara de que ese tema no le importa. Instalan rápido el tema y el tono de la película”.
El hombre se presenta como todo un emprendedor, y exhibe orgulloso sus títulos: “Presidente de la Comisión de Defensa de los Intereses de Federación y Apoyo al Complejo Hidroeléctrico Salto Grande”; presidente del Club Social, integrante de la comisión de la industria y comercio, etcétera. “Representa un poder económico, pero no político; no es intendente, es presidente de asociaciones. El vino a Buenos Aires cuando se decidió que se construía la ciudad; habló con Videla, y cuando le dieron el visto bueno, llamó a Federación, avisó; el cura tocó la campana y de ahí salió una caravana. Estuvo en los emprendimientos turísticos con la ciudad termal, con el proyecto del parque acuático, hizo el primer gran hotel, y ahora tiene un hotel más alejado, con el zoológico que se ve en la película. Cuando vio la película la primera vez me hizo una serie de sugerencias, y me preguntaba por qué estaban tanto tiempo algunos personajes. Celos de pueblo.”
“Ex directora del colegio, profesora de Historia, impulsora de museos y bibliotecas; es una mujer muy activa, que en la película aparece armando la pila de papeles y recortes; y después en el armado del museo-móvil, un poco como ‘la loca de los papeles’. Pero ella es la dueña del saber de la historia de la ciudad; la persona que me ayudó a que muchos me abrieran las puertas de sus casas. Está en todas las comisiones culturales, y escribió un librito sobre las familias de la ciudad. Hay un costado reivindicativo en su trabajo: en Entre Ríos hay una comisión que se hace cargo de todo el mal que hizo Salto Grande, y estas actividades son una forma de sacarle plata a esta fundación: Ustedes nos rompieron todo, háganse cargo, páguennos para que recuperemos la memoria”.
“El Gaucho Termal es el que atravesó todo y se acomodó a todo. El que se adaptó. ‘Acá vendemos cualquier cosa, por eso no nos quedan ni los recuerdos’, dice. Empezó vendiendo agua caliente cuando el agua termal era un chorro nada más, y ahí está: fue el primero, creció mucho y hoy tiene un cambalache en el que vende ropa y chorizos y piedras de la vieja ciudad, todo a la vez... En su testimonio, se conmueve al recordar que quienes peor sufrieron el desarraigo fueron los viejos, la generación de sus padres. Guido la tiene muy clara; él dice: ‘Nos fuimos pensando en las casas modernas con portero eléctrico que nunca habíamos tenido, y nos olvidamos de los viejos’”.
Este hombre mayor y ermitaño que pasea por la bajante con sus perros, fue el centro de una de las películas posibles que imaginó Frenkel. El Perro Verde entrega definiciones extrañas, cargadas de sentido, cuando habla de “el teatro de sus perros”; de los “videntes” (y parece referirse a quienes planificaron la ciudad) y ofrece: “linda palabra ‘desarraigo’, no sé quién la habrá inventado. Pero yo no estoy desarraigado, estoy desenchufado”. “En una función que hicimos en Federación antes del Bafici fue una sorpresa –cuenta Frenkel–. A los adultos no les gustó que apareciera, pero a los más jóvenes les encantó que se descubriera que este tipo que para todos era el loco del pueblo al que nadie le habla, es lúcido, súper consciente, asocia, tiene humor, ideas, cosas para decir. Llegó a la función justo cuando empezaba y se quedó por atrás, y cuando se encendieron las luces ya no estaba. Antes de verla me había preguntado por el título. Construcción de una ciudad, le dije. ‘Un título ambiguo’, me dijo. Alto respeto por ese hombre.”
Dueño de una óptica en Federación, Sinozzi tiene la ciudad guardada en sus súper 8, que se encuentran entre las filmaciones más profesionales del pueblo. En sus rollos está la vieja ciudad, la demolición, lo nuevo. Pero se niega a mostrarlo; dice tener un proyecto propio para explotar su material, convencido de que su valor se incrementa con el tiempo. En la película también aparece una generación que retrató de otras maneras la vida de la ciudad: un videasta que realizó un corto apocalíptico que aprovecha el escenario desolador de la bajante para ambientarlo en un futuro posnuclear. Al final de su película institucional, todos bailan entre los escombros, en una escena que el videasta atina a definir como “alegre”. “Aunque esa escena es de lo más triste que hay, una patada al hígado –dice Frenkel–. Ese es un fenómeno muy de Federación: no saber si la cosa al final fue muy alegre o terriblemente triste.”
Cuando investigaba la historia de la ciudad de Federación y el traumático traslado de todos sus habitantes, Néstor Frenkel percibió que el arco de esa historia se correspondía con los avatares que había sufrido el país a lo largo de las últimas décadas. Sin ánimos de cargar de más las tintas sobre ese paralelo que sin embargo lo ayudó a organizar la enorme cantidad de material registrado para su documental, en su presentación de la película en el BAL (el Laboratorio Buenos Aires, espacio de encuentro entre directores y productores que se realiza todos los años en el marco del Bafici) escribió unas líneas sobre este paralelo: “La particular historia de este pueblo retrata casi a la perfección los últimos años de la historia de mi país y de otros de Latinoamérica”, dice Frenkel en ese texto de presentación. “Un gobierno dictatorial en los años ’70 que ‘represa’ a un pueblo, y lo hace desaparecer, borrando casi por completo su identidad y sumergiendo a una generación en una incesante búsqueda de la memoria perdida. Le siguen el proceso de desindustrialización y la crisis de los ’90, y luego el resurgimiento”.
–El tema de la relación del pueblo con la dictadura es resbaloso; para meterse había que hacerlo a fondo y eso hubiera terminado por tomar la película. Hay que tener en cuenta que si bien fueron los militares quienes tiraron abajo la ciudad, el proyecto era de treinta años atrás, de Perón. Y que fue retomado en 1973, nuevamente con Perón en el gobierno. Pero de pronto se encontraron con que iban a tirar abajo la ciudad, pero no había un proyecto para una nueva ciudad: sólo se iba a indemnizar a sus habitantes y que se fueran a donde quisieran o pudieran; o se los iba a trasladar a unos monoblocs en las afueras de Concordia, a unos 50 kilómetros de ahí. Entonces se armó una comisión, con Ernesto Silvestri (uno de los personajes más conspicuos la película), y se plantaron firmes; vinieron a Buenos Aires y exigieron hablar con (el ministro del interior) Harguindeguy y con Videla. Y los escucharon, y les hicieron la ciudad, no me preguntes por qué. Y Videla es el único presidente que pisó Federación, fue y cortó la cinta, y fue a la última misa en la iglesia de la vieja ciudad y ahí están sus fotos en los museos de la ciudad. Era todo un tema, y yo hice hablar a la gente del tema y los filmé, pero o nos metíamos a fondo, o iban a quedar como “el pueblo de los videlistas”, que no lo es. Creo que hubo una cierta inconsciencia global; siento que la problemática que vivieron era algo tan único que los convirtió en un planeta aparte, y no se los puede culpar. Estaban tan preocupados por sus propios problemas que la historia grande les pasó un poco de costado.
Como testimonio de la conciencia que algunos federaenses tomarían más tarde de aquella inconsciencia, Frenkel conserva una grabación de Guido “El Tábano” Cornu, el “gaucho termal”. La escena no entró en la película pero ya fue elegida para estar entre los extras de su eventual edición en dvd. “Cornu cuenta la historia de la manifestación a Buenos Aires. Como las obras de Salto Grande avanzaban y la construcción de la Nueva Federación no empezaba, había inquietud y malestar entre los federaenses. Entonces algunos partieron a Buenos Aires para pedir que los recibiera Videla. Se dieron cita enfrente de la Casa de Gobierno; algunos salieron en sus autos, otros en tren, pero cuando llegaron eran menos de 15, sin carteles ni nada, y durante el día pasaron absolutamente desapercibidos. A la tarde se envalentonaron y encararon, y cuenta Cornu que el granadero les decía por lo bajo: ‘No sean boludos, rajen de acá, no saben lo que están haciendo’. ‘Después nos enteramos de que Videla mataba gente y secuestraba’, dice Cornu en esa escena en una confesión de lo más franca. ‘Entonces no lo sabíamos, incluso comimos un asado con él. Vino varias veces, y la gente acá encantada. El primer intendente que vino acá en el ’83 tenía una foto con Videla atrás de su escritorio que se la hicimos sacar nosotros después’”.
La historia del traslado dio lugar a infinidad de anécdotas, algunas de un nivel de absurdo increíble, que no entraron en la película. Por ahí se ven los planos para la nueva ciudad, que, cuenta Frenkel, se modificaron ostensiblemente durante el larguísimo lapso transcurrido hasta que se concretó la destrucción/construcción. “Hubo un primer proyecto para la ciudad”, dice el director, “en el que las manzanas tenían calles intermedias. El proyecto de Perón incluía estas diagonales, y centros de reunión, era una especie de proyecto socialista; pero todo eso los militares lo sacaron, por supuesto. Esos corredores interiores debían ser vistos como un lugar en el que se podían esconder los subversivos”. Las nuevas casas se adjudicaron según un número de variables en el que entraba en juego “la tasación, el sueldo, la cantidad de gente que había en la familia. La mayoría de la gente quedaba endeudada, aunque con los años esas deudas se licuaron”. Pero si hay una medida temporal en la historia de la nueva Federación, es la década: “Una década transcurrió hasta que los arbolitos crecieron y pudieron echar alguna sombra, y las calles estuvieron asfaltadas, y hubo escuela y hospital y sabías dónde vivían tus amigos. Porque lo cierto es que por tristeza o por locura, durante diez años los federaenses no salieron de sus casas”.
“Hoy el traslado continúa –dice Frenkel–. Del otro lado quedaron los aserraderos que no cerraron. Y como la gente humilde de Federación hoy trabaja en los restoranes o en los hoteles del boom turístico, no hay masa obrera para esos aserraderos. Entonces ahí van a laburar los habitantes de provincias más pobres, y algunos llegan y se arman una chocita y después van a la Municipalidad y dicen: ‘Somos de la Vieja Federación, múdennos’. Porque la del traslado es una ley que sigue vigente. Así que mientras para un lado crece el polo turístico, para el otro se crean nuevas pequeñas federaciones”.
La riqueza de historias con que se encontró Frenkel le abrió los ojos a muchas películas posibles, varias radicalmente distintas de lo que terminó siendo Construcción de una ciudad. “La primera vez que estuve allá hice el viaje en el barquito turístico que pasa por encima de la vieja ciudad –cuenta–. La guía del barquito te cuenta la historia de este viejo, Félix Matiazzi, que se resistió a irse de su vieja casa. Entonces me tomé un remise que llegaba hasta allá y fui a verlo. En ese momento aún no había perdido la memoria. Y ésa fue la primera película que se me ocurrió: la del distinto, el héroe, el tipo que resistió las topadoras. El señor que mira la nueva ciudad desde enfrente, a través del agua. Era una película más épica. Pero la historia no era tan como me la habían contado, y el hombre desmejoró rápidamente. Vi películas que machacan sobre un personaje que está senil y es algo que me da cosa. Aunque quedó esa pequeña escena que me gusta y que sirve como contrapunto entre lo que vende el turismo y la realidad.”
Otra de las películas que no fueron es la del hombre que se empeña en trasplantar varias especies de árboles de la vieja ciudad a la nueva, y se encuentra con que el algarrobo no se adapta: el desarraigo. “Iba a ser una película más poética, melancólica, redonda. Un documental más visual, silencioso, de paisajes, con el viejito de ojos claros en la naturaleza. Era metafórica, me daba el paralelismo perfectito, con el tema de arrancar el árbol, trasladarlo, tratar de que se adapte, verlo morir; y hasta tenía un final esperanzador cuando plantaba un nuevo árbol desde la semilla en la nueva ciudad. Hubiera andado en muchos festivales. Pero mi arma es el humor, y yo no me veía con esa película.”
Construcción de una ciudad se estrena el jueves 1º de mayo en los cines Village Recoleta y Tita Merello, y se dará también todos los sábados y domingos del mes a las 18.30 en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415.
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