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› Por Guillermo Saccomanno
Dino Saluzzi hace unas pausas entre una composición y otra en el concierto que ofrece con la cellista Anja Lechner. En las pausas, se quita el saco, se seca el sudor de la frente, bebe un poco de agua, sonríe con dulzura hacia el público, después hacia su compañera, y otra vez, hacia la platea, comenta algunas reflexiones. Pocas, pero esenciales. Se trata más bien de meditaciones. Una anécdota, una idea. Un fulgor. Un cuento brevísimo pariente del koan zen. Por ejemplo cuando al bandoneón lo llama “cajita” y, acariciándolo, cuenta cuando era pibe, en Salta. El pibe estaba sentado en la calle con el bandoneón sobre las piernas. Y se le acercó un hombre: ¿Me lustrás?, le preguntó. Saluzzi se acuerda y sonríe mirando ahora el bandoneón. Tal vez no es sólo una sonrisa su expresión agradecida, humilde, que traduce sabiduría. Después dice: “Linda esta cajita”, y acaricia el bandoneón. La sabiduría y la humildad, debe saberlo Saluzzi, van juntas. Después se vuelve otra vez hacia Anja y los dos, concentrados, abstraídos, siguen en lo suyo, esa música que, desde el comienzo de la presentación, ha sumido al teatro lleno en un estado donde la emoción pasa de la lágrima que resbala en silencio al respiro contento de desahogo. Esa música viene desde un fondo de dolor y también de la conciencia de estar vivo, que puede ser una gracia, porque esta noche lo es, una sensación rara que podría ser la de un satori. Un satori no se puede describir dicen los maestros zen. Un satori es el equivalente de eso que los antiguos cristianos antiguos llamaban iluminación. Y no se puede describir, no. Ahora Saluzzi y Anja están en otra cosa, en lo suyo, concentrados, cambiando a veces una mirada, un gesto, un cabeceo sutil con el que se indican un pase, el turno que uno le cede al otro en un arranque, un envión, un solo. De verdad el dúo corta la respiración. Suspende toda noción de tiempo estar acá, viéndolos, escuchándolos. Pero, ¿cómo explicar lo que hacen, esa conjunción de melodías que son y no son tango pero tampoco mucho más que reminiscencias leves de un folklore melancólico, que son y no son jazz, que merodean a Hindemith pero no son Hindemith? Hay algo que siempre he admirado en los músicos. Y es ese desprejuicio que tienen para juntarse, desde los orígenes más diversos, con instrumentos antagónicos que se vuelven complementarios para conseguir un milagro en el que se respira, además de amistad, la pasión compartida en una búsqueda. Saluzzi ha grabado tanto con Tomas Sztanko y Enrico Rava como con Ricky Lee Jones. Lo que esta noche hace con la cellista Anja Lechner no es distinto. Y en otra pausa lo explica: “Anja viene de la música clásica, de la academia. Y yo, de la música popular”, y acá Saluzzi, con picardía, aclara: “vengo de otra academia”. Entonces el bandoneonista y la cellista se despachan con una milonga. El clima de inspiración profunda que venían emanando ahora se transforma en un aire de milonga y fiesta. Se ríen, se divierten, gozan ahí arriba esos dos, el salteño y la alemana. “Me gusta ser como soy cuando toco”, dijo alguna vez el bajista Charlie Haden. Y esto les ocurre a estos dos, poseídos ahora por una alegría de chicos. Saluzzi hace otro alto, medita. Y comenta que hay que cortarla con “el business, esa música que suena toda igual. Lo que nos separa no es hablar lenguas diferentes. Lo que nos separa es no aprender la lengua de los otros. Hay que buscar el riesgo”, propone. “Uno debe escuchar y escucharse. Se debe encontrar un tono, la propia voz.” Eso es lo que persigue Saluzzi. Y uno podría agregar: identidad. En alguno de sus discos Saluzzi medita al comienzo de un tema. Ahí dice que ha visto y vivido muchas cosas. “Pero ahora yo no sé”, dice, “y vuelvo al lugar primero”. Ese lugar primero, con su aura de misterio y revelación, son los dones de esta noche.
Dino Saluzzi y Anja Lechner ofrecieron sólo dos funciones de la presentación de Ojos negros en el Ateneo, el 18 y 19 de abril pasados.
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