Dom 27.04.2008
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MúSICA > EL REGRESO DE MACHI RUFINO

El bajista invisible

Conoció a Pappo en La Cueva y pasó a formar parte del Pappo’s Blues que grabó el memorable Volumen 3. Tiempo después, Spinetta lo vio tocar con el Carpo y lo invitó a formar ese momento único de su carrera que fue Invisible. Como si eso fuera poco, ese lugar especial que ocupa dentro del rock también lo tiene en el jazz, por sus años como bajista de Baby López Furst. Pero un día dejó de tocar. Y recién ahora, diez años después de ese momento infinitamente triste en su vida, Machi Rufino está volviendo a subir a un escenario. Por eso, Radar lo entrevistó y recorre con él su vida.

› Por Martín Pérez

Una, dos, tres veces. El ruido de los estornudos consecutivos de la pequeña Perla interrumpe la charla, y Machi Rufino saca un pañuelo descartable para hacer algo parecido a sonarle la nariz. Perla es una diminuta gatita que acaba de llegar a este cálido hogar de Almagro, donde Machi le reserva un lugar privilegiado en lo que vendría a ser su estudio o sala de ensayo, un cuarto lleno de música, ubicado apenas se abre la puerta de su casa de siempre. Afuera, la gran ciudad puede estar sufriendo todas esas cosas por las cuales es grande, pero en lo de Machi –donde se accede luego de caminar por un pasillo que parece llegar hasta mitad de cuadra– reina un silencio musical, por llamarlo de alguna manera. Apenas se entra en su casa, al lado de la puerta, lo primero que se ve es una biblioteca llena de libros, tapados por recortes o revistas, sedimentos de toda una vida. “Antes tenía ahí un piano, donde Fito Páez se sentó a tocar todos los temas de La la la, la tarde que vinieron con Luis a invitarme a grabar con ellos en ese disco”, recordará casi al pasar Machi durante la charla. Enfrente de la biblioteca está el cuarto donde estornuda Perla, tan atiborrado de posters, fotos, computadoras y diversos estratos de tecnología de reproducción musical –vinilos, cassettes, CD, videos vhs y DVD– que parece el cuarto de un adolescente. Lo de las computadoras es un detalle aparte, porque Machi es lo que su hijo Pablo –también músico– denomina una excepción entre los de su generación. Todo empezó cuando Spinetta le regaló una vieja computadora Amiga para su hijo, pero el regalo nunca llegó a destino. El bajista por entonces se dedicaba también a ser técnico de grabación, y le divirtió el chiche. Hoy resume su ejemplo como excepción generacional diciendo que se da maña con las computadoras. Y como muestra de ello se puede recurrir a su site en MySpace, atiborrado de recuerdos y también de presente. Porque Machi Rufino tiene un presente musical que hoy está tan vivo como su historia. Pero no siempre fue así y por eso es que se disfruta tanto poder decir hoy que Machi está de regreso. “Me sentí bárbaro”, dice con una sonrisa cuando se le pregunta por sus sensaciones después del exitoso debut en La Trastienda con su nuevo trío, junto al guitarrista Lito Epumer (“descubrí un alma gemela”) y al baterista Cristian Judurcha. “No era consciente de que la gente me tenía tanto cariño”, se sorprende este bajista mítico del rock nacional más histórico, cuya figura se asimila a lo que para muchos fans fueron los mejores momentos en la carrera de dos figuras emblemáticas como lo son Pappo y Spinetta. Pero Machi rápidamente aclara, con algo a lo que se podría denominar orgullo, que su vínculo no es con el rock sino con la música. “El rock significaba una ruptura con lo establecido, contra una sociedad pacata que censuraba desde algo tan trivial como el largo del pelo hasta cosas más profundas. Pero eso fue en una época. Hoy ya no representa la rebelión, sino que es una cosa más de todo lo que tiene para ofrecer el mercado”, dice Machi, que apunta que tiene una cuenta pendiente con el tango y el folklore. “Pero me acuerdo cuando tocaba en el Coliseo con Spinetta presentando Mondo di Cromo, y esa misma noche me iba a la vieja Trastienda de Palermo para tocar con Baby López Furst y Jorge Navarro. Poder hacer eso era algo que me encantaba. Y tocar con Baby para mí fue como tocar con Pappo en su momento. Si formar parte de Pappo’s Blues me abrió las puertas del rock, Baby me hizo lo mismo con las del jazz. Pasé a ser el bajista de Baby, lo que no era poco.”

Imgen: Nora Lezano

LOS LIBROS DE LA BUENA MEMORIA

Aunque deje claro que la música –así, en general– está antes que el rock, la primera pasión de Carlos Alberto Rufino en realidad fueron los autos. “Cuando era chico estaba convencido de mi destino: iba a ser corredor de autos”, cuenta Machi, hijo de una madre que supo trabajar de operaria en una fábrica de vinos y un padre que fue chofer, cruzando la cordillera por caminos de ripio en los años ’30. Después, sí, llegaron Los Beatles y la música en general. Pero esa adrenalina generada por escuchar los motores, el olor a nafta y a goma quemada nunca se fue del todo. De hecho, si se le pregunta Ford o Chevrolet, no puede evitar responder, en voz baja, Chevrolet. “Fue una pasión que retomé un poco con Pappo”, explica, y cuenta que nunca llegó a correr en alguna carrera, pero que fue a velocidades ridículas al lado del Carpo. “Siempre condujo muy rápido. Una vez chocamos en la Juan B. Justo: no me lo olvido más.” Pero la música estuvo en su casa desde siempre: antes del oficio de chofer, el padre de Machi fue violinista. Cuenta que llegó a verlo tocar y que, poco antes de morir, su padre se emocionó tanto cuando lo vio tocar en un concierto de Invisible que le regaló su instrumento. Como no quería que quedase olvidado en un rincón de la casa, Machi aprendió a tocarlo. Tomó clases durante 3 años, y lo dejó recién cuando un médico le sugirió que el violín debía ser la causa de unos recurrentes dolores de espalda. Cantar era el berretín del pequeño Machi, y le fascinaban las voces de Johnny Ray y Frankie Lane. Pero como si hubiese querido siempre alejarse de su destino, en un principio el instrumento que soñaba con tocar fue la batería. Terminó pasándose al bajo, cuando un grupo de amigos necesitaba justamente eso, un bajista. Ya andaba por los 20 años, había trabajado de cadete en una agencia periodística, e incluso había llegado a encargarse de armar el horóscopo diario combinando frases que ya estaban escritas. Pero, a partir de ese comienzo, no largaría el bajo nunca más: “Empecé de cero y a los tres meses grabamos un demo –cuenta–. Fue todo muy rápido: en menos de un año ya era músico profesional.” ¿El secreto? Machi se encoge de hombros: “Creo que a eso lo llaman tener condiciones”. Le comenzaron a llegar propuestas para irse a tocar a Brasil, o hacer una temporada en un hotel de Europa. “No conocía la palabra no: tocaba en cualquier lado.” Fue a tocar a Mau Mau por una noche, y terminó con un contrato por un año. “Desde entonces desarrollé esa capacidad que tengo, que escucho un tema una sola vez y ya lo puedo tocar”, explica. “Menos los de Luis, claro”, agrega con una sonrisa. Por supuesto, Luis sólo puede ser Spinetta.

RUIDO DE MAGIA

Hay una película bélica, cuenta Machi, en la que después de una batalla se escuchan unas gaitas escocesas, y unos heridos dicen algo así como: compadezco a los que escuchan las gaitas de mi tierra y no son escoceses. “Bueno, a mí me pasa lo mismo: yo compadezco al que escucha la música de Spinetta y dice que no la entiende”, dice Machi, que es un fanático del Flaco a ultranza. “Si los genios existen, él es uno de ellos”, dice sin vueltas. Y lo dice con conocimiento de causa, después de haber constatado bien de cerca, casi mejor que nadie, de qué está hablando. Cuando debe buscar un ejemplo, sin embargo, no recurre a la mítica época de Invisible, sino un poco más acá, durante la grabación de Fuego Gris. Durante un año, se encontraron en el estudio para grabar ese disco: Spinetta como músico, Machi como técnico. “Ninguno de los tipos con los que trabajé son capaces de hacer lo que le vi hacer a él”, desliza el que fuera su bajista durante ocho años. Una época que comenzó apenas dejó de tocar en Pappo’s Blues, cuando sonó el timbre de su casa. “Los vi a Pomo y a vos tocar con Pappo y me volaron la cabeza”, le dijo Spinetta, y lo invitó a tocar con él. “Pomo ya está conmigo”, le aclaró a la pasada. “No estuvimos ni una semana solteros”, comenta Machi, con una sonrisa. Había nacido Invisible, la última gran banda de quien ya había quedado en la historia grande del rock argentino al frente de Almendra y Pescado Rabioso. “Para mí Invisible está en un cofre de oro”, recuerda que alguna vez le dijo Luis. Fueron cuatro años y tres discos, y una época ineludible en la carrera de Machi. Y también en la historia del rock argentino. “Cuando los Divididos me invitaron a tocar con ellos, de lo primero que hablamos en el ensayo fue de Invisible. Parecían preguntas que habían llevado guardadas toda la vida”, recuerda el bajista, que dice que cuando le preguntaron el secreto de la música del trío, explicó que simplemente era la música de tres tipos que estaban siempre juntos. “Los tres primeros meses del grupo los pasamos ensayando los tres solos en una quinta de General Rodríguez, lejos de todo –recuerda–. Tocábamos, cocinábamos y dormíamos en tres camas que estaban una al lado de la otra, al lado de una chimenea. Ahí salió todo el primer disco, que incluye un tema como ‘Irregular’, sí, que es marciano, pero no por caprichoso, sino porque así era la música que nos salía.”

ESTADO DE COMA

Aquella vez que los Divididos lo invitaron a tocar sobre el escenario de Obras, en el 2003, Machi llevaba varios años sin tocar. Un particular sacrificio al que se sometió luego de la inexplicable desaparición de su hija Laura, que enfermó de meningitis y murió cuando tenía apenas 19 años, a mediados de los ’90. “No sentía ninguna motivación para seguir tocando”, intenta explicar. “Me parecía obsceno disfrutar haciendo algo que me gustaba cuando mi hija ya no estaba por acá”, cuenta Machi, que sobrevivió durante todo ese tiempo dando clases, trabajando de técnico de grabación y pasando mucho tiempo con la computadora. “Vos tenés unas bolas...”, recuerda que le decía Spinetta, que le dedicó a la memoria de María Laura Rufino su primer disco con Los Socios del Desierto. Y él lo corregía: “No, estoy como un león atrapado, que se da la cabeza contra los barrotes de la jaula hasta que se cansa. Y cuando se repone vuelve a empezar”. Por eso fue que, después de aquel show, volvió a esconderse. De hecho, sólo aceptó tocar porque recordó que Divididos era uno de los grupos preferidos de su hija. Su regreso definitivo fue recién hace un par de años, primero para grabar “Tres agujas”, de Fito Páez, junto a Spinetta en el homenaje al rock argentino producido por Lito Vitale. Y luego con la Superbanda, grupo al que lo invitó el Tuerto Wirtz, y del que participaron compañeros de su generación, como Héctor Starc y Ciro Fogliatta. “El que diga que el tiempo todo lo cura está mintiendo. Porque la muerte de una hija no tiene cura. Uno simplemente tiene que aprender a convivir con eso. O, en mi caso, aprender que, no importa lo que hagas, no se puede modificar la realidad”, explica Machi, que había dejado la música justo cuando su hijo Pablo empezaba a tocar. Así que, dice, este regreso en parte se lo debía a él. Pero confiesa que se siente bien con esto de volver a encontrarse con colegas, la adrenalina del escenario, esas cosas. El repertorio del trío, con el que estuvieron grabando un disco en estos recientes shows en La Trastienda, incluye temas de La Blanqueada, el anterior grupo de Lito Epumer. Y también covers como ‘Cold Turkey’ y ‘Sunshine of Your Love’, que grabaron con Pedro Aznar como invitado. Honrando de alguna manera a la mejor parte de ese mundo del rock al que Machi, como dijo antes, entró por la puerta grande, gracias a Pappo. “Lo conocí en La Cueva, una de las pocas veces que fui –recuerda–. Llevaba conmigo un bajo Fender, que era como si hubiese llegado con un Rolls Royce. Se me acercó y me dijo: Yo soy Pappo, ¿me prestás el bajo? Y se lo pasó a Medina”. Mucho después de aquella noche poco sutil, lo invitó a formar parte del Pappo’s Blues que grabó el Volumen 3 del grupo, que llegó a durar un año y medio: “Una eternidad, según sus parámetros”. Para Machi, Pappo tenía un don. “Era un tipo que tocaba bien en cualquier circunstancia: vos le dabas un palo de escoba, e igual la rompía.” En aquel hoy mítico Volumen 3, Machi no sólo toca el bajo, sino que canta en “El sur de la ciudad” y comparte autoría del tema “Sandwiches de miga”. “Pero sólo la música, no tengo nada que ver con la letra”, se ataja en broma. Cuando se le comenta que Pappo alguna vez dijo que el tema se le había ocurrido en un viaje de ácido en un backstage, mirando el catering, contesta: “Mirá, por aquel entonces Pappo no tomaba ácidos, eso te lo aseguro”. ¿Y de qué habla la letra, entonces? “La verdad que nunca se me ocurrió preguntarle”, dice aún más sonriente.

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