ARTE > LILIANA MARESCA Y PABLO SUáREZ EN EL RECOLETA
Liliana Maresca (1951-1994) fue una artista que en apenas diez años produjo una obra que todavía hoy asombra al contemplarse sus múltiples facetas: política, mística, íntima, pública, conceptual, artesanal. Pablo Suárez (1937-2006), por su parte, fue un pintor y escultor que desde su resonada renuncia al Di Tella en el ’68 se dedicó a establecer una comunicación directa entre el espectador y su obra, creando algunas de las imágenes más icónicas e impactantes de las últimas décadas. La casualidad –o no tanto– quiso que la obra de estos dos artistas, capaces de capturar su época para transmutarla en esencia y belleza, coincidan en el Centro Cultural Recoleta.
› Por María Moreno
Una afinidad espiritual entre quienes seguramente esta expresión haría sonreír, una empatía estética lo suficientemente laxa como para caber en la categoría de pop, un arte/vida in extremis de cuyos detalles ornamentales los dos se han ocupado atentamente, el Panteón bright del Rojas por el que ambos pasaron antes de ser cenizas, parecen haber autorizado que Liliana Maresca y Pablo Suárez expongan juntos en Recoleta. A menos que una mirada viciosa establezca, además, filiaciones entre la Curiosidad natural de Maresca, un pene aerodinámico delicadamente intervenido en donde la calabaza montada sobre bronce no oculta su fallido destino de locro, y el pene que Suárez esculpe en su mítico “chongo” que, en una irónica taxonomía barriobajera, va desde El Perla hasta el Narciso de Mataderos, pasando por Pretty boy González y el equilibrista de Poca fe.
Una curaduría muy Maresca-Suárez quizá se habría animado a colocar sobre el Carro de cartonero de Maresca al chongo de Delirium tremens de Suárez, pero a ese gesto tal vez lo hubieran realizado en complicidad y para romper ese aire beige de las retrospectivas, precisamente los que ya no están.
Como El Tigre Millán y Néstor Perlongher, Liliana Maresca nació en Avellaneda. Como una de esas mujeres que podía sacar sangre aún sin tocar –mejor con la lengua que era de rubia de novela negra–, además “preciosa” en el sentido salonero del término, una especie de marquesa de Rambouillet trash cuya palabra llamaba a la creación, tuvo que hacer competir su obra con su personaje. Como muerta joven y de sida, necesita de un apoyo crítico que defienda su heterogénea obra de una lectura en donde arte y enfermedad se acoplen de una manera literal y en donde la intención estética aparezca sólo en función de la precisión técnica al servicio de una posición activista: nada más alejado de Liliana Maresca. Sin embargo, el saber sobre la existencia de una enfermedad en donde la vida del artista está en riesgo suele generar en el espectador una disposición a encontrar en su obra claves ocultas. Pero, para ejercer la tarea crítica, el hacer caso omiso de ese saber cuando la obra guarda silencio al respecto se ofrece como una resolución demasiado sencilla. También la de leer las diversas operaciones que el artista realiza, sólo en función de lo que la obra no dice. En la muestra Altas esferas de Liliana Maresca, de 1993, cuando ella conocía su diagnóstico, el pacto secreto con la artista era sobre aquello que su sangre informaba y sobre lo que ella ironizaba al montar una obra conceptual sobre la información y las posibles metáforas de la sangre: por ejemplo, la tinta gastada por la prensa amarilla en hechos de sangre políticos y policiales. También sobre lo manifiesto de la obra: la fantasía de transformar la sangre en tinta o al revés, es decir, controlar la sangre, cambiándola. En todo caso, una vez muerta Maresca, la crítica no dejó de hacer notar que el interés por la transmutación bajo la forma de la alquimia, que siempre le había interesado, cobró una mayor insistencia a partir de la década del ’90. La materia orgánica también se transmuta, pero no hacia el oro sino hacia la mosca verde de la carne y el resto de la fauna funeraria. Y el límite de muchas obras de Maresca –límite real: hedían, provocando el desalojo oficial, como su Carro de cartonero, naturalmente pegoteado, y su Wotan–Vulcano, hecha a base de carcasas de ataúdes sin “curar”– era un plus sensorial que llegó a expandirse en un banquete al que asistía el entonces intendente Grosso. María Gainza describió muy bien esa atracción de Maresca por las invenciones sin artista de la descomposición: “Si para la sociedad la realidad se divide entre lo que hay que consumir y lo que ya ha sido consumido, Maresca elige esto último, no para revelar una belleza ignorada sino para encontrar en la basura la fluidez de los materiales, las cualidades sensoriales de las formas, la turbación y fragilidad física de la vida”.
Gran parte de la obra de Maresca, hoy curada por Adriana Lauría, ya no existe y sobrecoge ver en los cartelitos indicadores de la muestra de Recoleta textos como “Imagen pública. Altas esferas, 1993, instalación, gigantografía, tinta, salivadera, sonido, medidas variables, fotografía sonora: Daniel Curto, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, destruida”, o “Vista general de la instalación Carro de cartonero, carro blanco, carrito plateado, carrito dorado, texto de Paracelso, medidas variables, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, obra desmembrada”. “Destruida”, “desmembrada”: son urgentes, entonces, los documentos fotográficos de la obra, la mayoría de Adriana Miranda, a menudo del tamaño del original. Quedan Patín (1994, patín de plástico, caja de lustrabotas de metal esmaltado y madera laqueada), el panel de Menem (instalación de Imagen pública. Altas esferas. Fotografías tomadas de diario, montadas sobre madera y madera policromada), el perrito con el ojo en el culo (El ojo avizor), obras en las que Maresca insiste menos en hacer que en encontrar arte como Momento antes de transformación (objeto encontrado, bronce y hierro) y los pasteles de Mascaritas, registros gráficos de performance como Maresca se entrega, todo destino. 304-5457 (¿304-5457 era su teléfono?).
Cuando se curtía el estilo guevarista, en donde el verde oliva de la chaqueta solía subir hasta el cutis, él se hacía el Jorge Newbery, pero con el puño de Firpo. Y el puño lo usaba hasta en los llamados momentos íntimos: “Cuando era adolescente hacía unas esculturitas con una plastilina de la época que se podía alisar con saliva y que quedaban como bruñidas, entonces me hacía la paja; después las rompía porque no podía tener eso en casa, pero si me pescaban podía hacerlas desaparecer de un puñetazo”.
Ya entonces era un excepcional artesano. Cuando tuvo que vivir falsificando cuadros del siglo XIX, preparaba la tela en la cocina –la grasa es certificado de “legitimidad”– con carbonato de calcio y cola de pescado, “craquelaba” secando la pintura en la puerta del horno y luego pasándola a la de la heladera, y le fumaba encima, para lograr la idea de paso del tiempo.
Las esculturas de Suárez, que junto a algunas de sus pinturas y escritos se exhiben en esta muestra bajo la curaduría de Patricia Rizzo, citan la caricatura, lo que él llamaba el efecto Rico Tipo con el que se proponía acercar al público a través de un legado de la cultura popular, pero no recurren al esquema geométrico, hacen gala de un conocimiento casi académico del cuerpo humano, en una especie de uso de la sensualidad como conocimiento. “Y eso que no trabaja con modelo vivo. ¿Cómo hace para mostrar el pliegue de la axila, la curva de la pelvis, las clavículas?”, se preguntó alguna vez Jorge Gumier Maier.
En Recoleta, la multiplicación del personaje que los íntimos llaman “el chongo de Suárez” anula un poco su cualidad solitaria de desclasado, de uno que es miles en buscarse la vida sin salir de su condición de refundido crónico, ahistórico, pero argentino.
La vida que, cuando no tiene los argumentos más extravagantes, es de un deplorable realismo socialista, puede hacer que algunas las obras de Suárez y Maresca, como el carrito cartonero y el chongo –en sus distintas versiones– sean interpretados como mero arte de protesta: el peor de los destinos para estos dos que son cómplices más allá de que no hayan sido consultados para exponer juntos. Todo borde pop del arte roza ese peligro. ¿Acaso alguien no dijo que las sopas Campbell de Warhol eran el almuerzo bajo presupuesto del obrero con horario corrido?
Había en Maresca y Suárez algo muy material que se expandía en sus obras, de diversos modos ligadas a una impronta de la carne (Maresca se fotografiaba con sus objetos como si les tomara las huellas en la propia piel, Suárez hacía gala de un cuidado de sí que podía venir de un vitalismo a la Hemingway, pero muy “homo” en su capacidad de extraer a una mezcla en clave antropomórfica de poliuretano sintético, madera y metal, la capacidad de calentar).
El podría suscribir a ese párrafo del poema de ella (El amor. Lo sagrado. El arte, ediciones Leviatán) que dice: “Extendí la generosidad y el egoísmo / Sobre este mundo / Y en este país / Entre mis amigos / Este conocimiento conmigo grande (...) / Seguiré transmutando / Hoy vuelvo a mi brillante / Que la pequeña luz deje de brillar no cambia nada / Todo va a seguir igual / El alimento se desvanecerá / Alguna lágrima se resbalará / En el surco de alguna mejilla / Y cada uno se dedicará por si acaso / A vivir más su propia vida”.
Liliana Maresca
Transmutaciones - Esculturas y objetos
Salas J y C
Pablo Suárez
Esculturas, objetos e instalaciones
Sala Cronopios
Ambas hasta el 20 de junio
Centro Cultural Recoleta
Junín 1930
Lunes a viernes, de 14 a 21.
Sábados, domingos y feriados, 10 a 21.
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