Domingo, 8 de junio de 2008 | Hoy
MúSICA >¿QUIéNES CONFORMAN EL CANON DE LA MúSICA CLáSICA CONTEMPORáNEA?
Por Diego Fischerman
Una afirmación puede leerse como una respuesta a una pregunta no formulada o, por lo menos, a un problema que se da por supuesto. Un título, en la tapa del número de este mes de la revista de música clásica de más circulación del mundo, que, sobreimpreso a la foto de tres personas, indica “Los grandes compositores de hoy” y bajo el cual puede leerse, en una tipografía un poco más pequeña, “cómo hacen a la música contemporánea querible nuevamente”, plantea, al mismo tiempo que una solución –éstos son los salvadores– un asunto previo –la música contemporánea debía ser salvada–. Elegir tres nombres –y tres imágenes, desde ya– para acompañar tamaña declaración puede ser cualquier cosa menos una operación inocente. Y, sobre todo, cuando entre ellos claramente está ausente cualquiera que pudiera identificarse con lo que durante toda la segunda mitad del siglo XX fue el pensamiento dominante en la materia. Entre esos tres no hay nadie que haya tenido que ver con los cenáculos franceses, alemanes o italianos de la vanguardia. No está ni el decano Pierre Boulez, ni aquellos que desde las barricadas de la complejidad resistieron los embates del posmodernismo, como Helmut Lachenmann o Brian Ferneyhough. Tampoco están un fundador del teatro musical como Mauricio Kagel o latinoamericanos modernistas, como el mexicano Julio Estrada o el argentino Gerardo Gandini. Es más, los tres compositores de la tapa trabajan en los Estados Unidos: de izquierda a derecha –no en sentido ideológico, aunque podría ser–, son Steve Reich, Osvaldo Golijov (a quien no se considera argentino sino “un estadounidense descendiente de judíos que pasó su infancia en la Argentina”) y John Adams.
La revista se llama Gramophone, es inglesa –aunque tiene una edición estadounidense–, fue fundada en 1923, comenta alrededor de 160 discos clásicos por número, otorga anualmente los premios a la producción discográfica más importantes del mercado y ostenta entre sus laureles haber señalado en su momento, compás por compás, los errores en la interpretación de los seis cuartetos de Béla Bartók a cargo del Alban Berg Quartett. También cuenta con otro mojón en su historia: haber sido parodiada por Glenn Gould. En 1968, en las notas que acompañaban su grabación de la transcripción para piano de la Sinfonía Nº 5 de Beethoven realizada por Franz Liszt, el pianista atribuía a “la revista inglesa The Phonograph” un galimatías que citaba como referencias varias versiones inhallables y que concluía diciendo que su interpretación ostentaba “esa incorregible preocupación norteamericana por el gesto exuberante” y el abandono por “aquellas cualidades de reposo otoñal que una cuidadosa interpretación de esta obra debería ofrecer”. En todo caso, Gramophone es una revista que rara vez dedica su tapa a compositores y casi nunca a uno que no sea inglés. Y, además, Inglaterra siempre tuvo un canon propio –antifrancés, podría decirse– sumamente ligado a la vida de sus poderosas orquestas sinfónicas, donde Jan Sibelius, ahora reivindicado por algunos compositores, siempre fue una estrella y en que florecieron nombres como los de Sir Edward Elgar, Ralph Vaughan Williams y Frederick Delius, y de su vital mercado de los teatros de ópera, en que brilló un autor como Sir Benjamin Britten, situado totalmente por afuera de todas las tendencias que tuvieron predicamento en los finales del siglo XX. Lo notable en este caso no es, eventualmente, lo “anticanon” que resulta el canon formulado sino la inusual presencia allí del mundo norteamericano de la composición. Finalmente, no se trata de otra cosa que de lo que una revista llamada “gramófono” podría ofrecer: un canon discográfico. Los tres compositores elegidos, junto a los que ocupan el resto de la tapa desplegable –Thomas Adès, Jennifer Higdon y John Corigliano– y los otros que son mencionados allí –John Tavener, Philip Glass y Arvo Pärt– son ni más ni menos que los módicos best sellers de una industria que ya no sabe qué vender, ni cómo hacerlo. Ya resulta imposible recuperar la inversión con música del pasado y la música del presente, como denuncia la tapa de Gramophone, es por lo menos conflictiva. Los compradores de discos clásicos tienen en su haber ya varias interpretaciones de las obras amadas, pero no hay otras nuevas que hayan llegado a reemplazarlas. El copete del artículo –que, sumado a un reportaje a John Adams, abarca nueve páginas de la revista (sin contar las de publicidad intercaladas)– es claro como apelación comercial: “Cómo hemos aprendido a amarlos y cómo ellos han aprendido a retribuirnos ese amor. Los grandes de hoy cuentan cómo cambió el mundo musical desde la austeridad de Schönberg”.
La cuestión es, desde ya, mucho más compleja, empezando por la dificultad para definir en la actualidad qué es la llamada música clásica y cuáles son los límites de la música contemporánea. Incluso la diferenciación con la “música popular” es hoy una tarea no sólo improductiva sino prácticamente imposible. En un mundo en que ya desde hace tiempo la música de tradición europea y escrita dejó de ser la única capaz de perdurar –el disco cambió eso para siempre– y de cumplir funciones ligadas más o menos exclusivamente con la escucha abstracta o su idealización –en cualquier concierto de jazz o de ciertas clases de rock la música se escucha con atención más que se baila–, las reglas prácticas dejaron largamente de corresponderse con su correlato teórico. Lo que se dice acerca de la música responde a una cuidadosa taxonomía de los dinosaurios en una época en que ya los simios se han ocupado de blandir elementos con sus manos y, para peor, de hablar y escribir sobre ello. Si se piensa en que la calificación habitualmente aceptada de “música popular” abarca a Pimpinela, Warren Zevon, Radiohead, John Zorn, Björk, Portishead, Juan Gabriel, Van Morrison, Shakira y Bill Frisell, y que el campo aparentemente impoluto de la “música clásica” revista en sus filas al Wozzeck de Alban Berg, el Don Pasquale de Donizetti, las fugas de Bach, los shows violinísticos de Paganini, los cuartetos de Beethoven, las óperas de Mascagni y, como primos menores, los valses de Strauss, las operetas y las zarzuelas, podrá repararse en que decir de algo que es “popular” o “clásico” es no decir absolutamente nada acerca de su capacidad para circular como arte por esta sociedad en particular. Y el panorama no es más claro ni siquiera al reducir el campo a los compositores actuales que se llaman “clásicos” a sí mismos, en tanto allí estarían juntos, por lo menos en teoría, Philip Glass y Gerardo Gandini.
La idea de lo clásico, instituida por una clase social para clasificarse a sí misma, mezcla, desde ya, varios conceptos. Uno es el de “lo artístico”. De hecho, la musicología anglosajona llama “art music” a lo que el mercado identifica como clásico. Pero, como se ha visto, ni todo lo clásico es artístico ni todo lo no clásico deja de serlo. Entre Bob Dylan y La hija del regimiento –una ópera mediocre cuyo único mérito es la acumulación de do sobreagudos para el tenor– no podría haber demasiadas dudas acerca de cuál está más cerca del arte. La otra noción involucrada es la de “clasicismo”. Es decir la de algo a lo que –como a los otros bienes de la clase social que lo instituyó como principio de valor– el tiempo y la permanencia le han conferido su respetabilidad. Sin embargo, también en este aspecto han cambiado las cosas. Elvis Presley es ya, indudablemente, “un clásico” que ha sorteado con facilidad los límites de su tiempo mientras que difícilmente podría decirse lo mismo de Ponchielli. Lo cierto es que, más allá de las posibles discusiones acerca de su valor, mucha música de tradición popular no sólo disputó sino que ganó definitivamente el lugar predominante entre la que circula como artística. Y, mientras tanto, desde el diálogo con la herencia de la música europea y escrita, se siguieron creando obras: eso que, haciendo caso omiso de la contradicción que supone, se conoce como clásico contemporáneo. Eso a lo que, según Gramophone pero, también, según muchos oyentes, se le niega el derecho que la plástica y la literatura –y hasta el cine, en su breve historia– han tenido, a lo largo del siglo pasado, de ser, sobre todo, reflexiones sobre el propio lenguaje. La “austeridad” de Schönberg sería lo que, en definitiva, hizo que esa música no se escuchara más y el eclecticismo de los autores entronizados ahora por la industria vendría a permitir que los amantes de la música se acercaran de nuevo a la creación actual. Las cosas, obviamente, no son tan claras. Ni la música contemporánea “dura” tiene tan pocos oyentes, ni el minimalismo y sus sucesores tienen tantos, por lo menos fuera de Estados Unidos e Inglaterra. Y, por otra parte, el canon de la Gramophone oculta matices que están lejos de ser intrascendentes.
En principio, el error no estaría tanto en los compositores que incluye como en los que intencionalmente excluye. El lugar de Reich como el de alguien que cambió absolutamente el paisaje musical a partir de su Four Organs, de 1973, es innegable. También lo son los talentos de John Adams y de Thomas Adès, un extraordinario pianista y un compositor de inventiva notable. Pero ni Corigliano, ni Pärt, ni mucho menos Glass les llegan siquiera a los talones a los finlandeses Kaija Saariaho y Magnus Lindberg, o al argentino radicado en París Martín Matalón, aunque las obras de estos últimos sean menos aptas como bandas de sonido –Corigliano es, en efecto, el autor de la de Estados alterados, de Ken Russell, y toda su obra puede escucharse como el acompañamiento de películas imaginarias–. En realidad, lo que sucede es que el panorama de lo que en la actualidad es la música artística –es decir, lo que ocupa el lugar estético y simbólico que en el siglo XIX era privativo de la música escrita de tradición europea– es vastísimo. Es cierto que no hay obras y autores posteriores a Stravinsky que resulten indiscutibles para todos. Pero, tal vez, lo que haya sucedido es que la propia idea de la indiscutibilidad entró en crisis. Quizá no haya canon por la sencilla razón de que un canon no es posible. Por un lado, la Gramophone, o un crítico como el escritor Benoît Duteurtre, autor de Requiem pour une avant-garde, que atribuye la buena consideración de la “vanguardia atonal” al complejo de la burguesía por los pecados pasados y a su “miedo a volver a no entender a Van Gogh”, bregan por compositores que, en algún sentido, recuperan la tonalidad y ciertas sonoridades menos crispadas. Por el otro, algunos creadores y algunos oyentes siguen pensando la música como un desafío de otra naturaleza. Más allá de la pretensión de todos ellos de autoerigirse como única realidad posible, ni unos ni otros tienen el monopolio de un terreno que, para peor, ya ni siquiera le pertenece con exclusividad a esa música que, empecinadamente, se sigue llamando clásica. Los “compositores de hoy” –o “para hoy”, como titula Gramophone el artículo escrito por Alan Rich– son esos seis que ahí se nombran. Y, también, aquellos contra los cuales esos autores de alguna manera reaccionaron (Reich habla pestes de quien fue su maestro, Milton Babbitt). Y, posiblemente, los más jóvenes, que reaccionarán contra ellos. Y, también, todos aquellos que desde otras tradiciones, y desde sus infinitas mezclas posibles, siguen haciendo que este viejo mundo tenga cada vez más músicas nuevas.
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