Domingo, 6 de julio de 2008 | Hoy
PERSONAJES > ADIóS A STAN WINSTON, EL PADRE DE CRIATURAS MEMORABLES
Entre los adorables monstruos de traje de goma del cine de los ’50 y los gélidos monstruos digitales de hoy en día, hubo algo increíble en el medio: Stan Winston. Con una imaginación riquísima, un rigor que le permitía manejar la tradición visual de los clásicos y un espíritu de trabajo renacentista, este hombre dio forma a monstruos memorables, como el Terminator de esqueleto metálico y ojo rojo bajo la piel, la reina Alien de sangre amarillenta y más dientes que un tiburón, los dinosaurios sanguinarios de Spielberg, el Pingüino de Danny De Vito en Batman, el reciente Iron Man y hasta el guerrero rastafari de Depredador. A los 62 años, murió sin mayores reconocimientos. Pero sus criaturas y Radar lo despiden.
Por María Gainza
Fue el hombre culpable de muchas de nuestras más turbulentas y deliciosas noches de insomnio, se llamaba Stan Winston y murió hace tan sólo unos días. Apenas un puñado de personas registró el hecho y se entristeció. La mayoría, en cambio, siguió su vida normalmente, sin enterarse que había muerto el último de una especie demencial que elevó el oficio de hacer efectos especiales al arte de lo monstruoso, sustituyendo al cómico hombre en traje de goma de las películas de los ’50 y ’‘60 por geniales y espantosos animatronics –parte títeres, parte maquillaje, parte robots– que aterraron a millones de espectadores y significaron un punto de inflexión en el cine de ciencia ficción.
Sin dejarse tentar por los hipnóticos píxeles, Winston trabajaba a la antigua, esculpiendo el horror con látex, silicona y resina. Fue el padre de algunos de los bichos más memorables que ha dado el cine de Hollywood y dejó atrás una progenie de monstruos legendarios y horrendos que terminaron convertidos en personajes icónicos: el cyborg asesino de Terminator, el rastafari extraterrestre de Depredador, el Pingüino demoníaco de Danny de Vito en Batman regresa, la aceitosa reina Alien de Aliens.
El dvd de Jurassic Park III viene con la voz en off de Stan Winston. Si se presta atención, durante la escena en que el Spinosaurio irrumpe en medio de la maleza y se devora a un hombre de un solo bocado, se lo puede escuchar murmurar entusiasmado: “Adoro cuando los Dinos se comen a la gente”. Cualquiera diría que está conmovido.
Stan Winston ganó su primer Oscar en 1986 por Aliens, la película de James Cameron en la que su mayor creación fue la reina Alien, un bicho enorme con el cuello de un crustáceo, el caparazón brillante de una cucaracha, ácido amarillento por sangre y dos mandíbulas llenas de colmillos afilados y bañados en saliva (las dobles filas de dientes que ostentan muchas de sus criaturas nos recuerdan que antes de llegar a Hollywood, Winston estudió odontología). Ganó su segundo y tercer Oscar por Terminator y su cuarto por Jurassic Park para la que creó, entre otras cosas, los ágiles Velociraptors y un Tiranosaurio Rex con piernas hidráulicas controladas por radio. Al día de hoy, la escena en que el jeep se detiene para mirar los Brontosaurios es uno de los grandes momentos del cine.
Antes de él hubo dos genios: Jack Pierce y Dick Smith (nombres que extrañamente evocan a los de los asesinos de A sangre fría). Pierce en los ’30 y ’40 creó una galería de monstruos ilustres como el Frankenstein de Boris Karloff, el Drácula de Bela Lugosi, y el Fantasma de la Opera de Claude Rains. Smith le puso los cachetes a Marlon Brando en El Padrino y la cabeza giratoria a Linda Blair en El Exorcista. Ninguna de esas películas serían lo que son sin sus contribuciones.
Curiosamente, el éxito de Winston como creador de efectos especiales coincidió con el auge de los gráficos computarizados, más conocidos como tecnología CG, que permitió a los artistas crear monstruos enteramente a partir de computadoras. Con la llegada del CG las posibilidades se volvieron infinitas. Pero, desde el primer día, hubo algo que los seres hechos en la pantalla no podían alcanzar y tenía que ver con el grado de terror que podían inspirar en sus compañeros de elenco. Como las animaciones digitales son agregadas en la etapa de posproducción, al actuar, los actores deben simular miedo cuando, en realidad, lo que tienen frente a sus ojos no es más que una pantalla azul, la tristemente célebre blue screen. “¿Cómo se puede conseguir la mejor actuación cuando el actor no puede ver aquello que lo aterroriza?”, se preguntaba Winston. “El Spinosauro de Jurassic Park III era un animatronic de once mil kilos. Algo que tranquilamente podía matarte si se te caía encima”. Así, Winston parecía aferrado a la idea de que sus seres debían estar llenos de corazón más que de ceros y unos.
Los Stan Winston Studios son unos enormes galpones de efectos especiales en el Valle de San Fernando, al sudeste de California, que no distan mucho de un taller del Renacimiento. Allí se ha reclutado a los mejores artistas, especialistas en ramas diversas como el dibujo, la pintura, la escultura, el maquillaje, la peluquería y la ingeniería. “¿Qué hacía Miguel Angel?”, increpaba Winston. “Creaba gárgolas fantásticas, imágenes del infierno, demonios y ángeles. Como nosotros. Miren un cuadro como La Balsa de la Medusa, es siniestro. Pero hacer monstruos no ranquea alto en las jerarquías de los museos. Aunque garantizo que mucho después de que las pinturas consideradas gran arte sean olvidadas, la imagen metálica del Terminator seguirá siendo recordada”.
Cierta vez, el historiador Kenneth Clark aventuró que posiblemente todas nuestras visiones vinieran de algún gran depósito de imágenes simbólicas que estaban ahí desde la eternidad. Si se examina la recurrencia de las imágenes en la historia, esta hipótesis no resulta tan descabellada. Lo cierto es que la historia del arte está plagada de reinterpretaciones (El Nabucodonosor en cuatro patas, con pezuñas y pelos de William Blake pareciera una adaptación del hombre lobo de Cranach, por ejemplo). Los monstruos de Winston evocan prototipos anteriores que, combinados con su rica imaginación, dan lugar a nuevas formas. El Depredador de la película de John McTiernan de 1987 refiere al monstruo de The She-Creature de 1956, que a la vez, mira al Grendel del poema épico Beowulf. Su reina Alien fue una adaptación de los dibujos de H. R. Giger. Frankenstein, imaginado por Mary Shelley en 1818, fue convertido en un clásico moderno por Boris Karloff en 1931. Y nadie lo superó hasta que James Cameron conoció a Winston y le contó su idea de un Terminator.
Nacido en 1946 en Arlington, Virginia, Winston intentó estudiar para dentista pero abandonó y, en 1968, aterrizó en Hollywood con aires de actor. Mientras esperaba el papel que nunca llegaría, se puso a estudiar maquillaje en los estudios Walt Disney. En los años ’90, Winston conoció a un director joven llamado James Cameron. Este le contó sobre un guión que quería filmar basado en una serie de pesadillas que había tenido estando enfermo: trataba sobre una criatura llamada Terminator. Cameron imaginaba un rostro pesadillesco que fusionara lo humano con la máquina. En su visión, el rostro debía deteriorarse hasta que la piel fuera consumida y revelara un endoesqueleto de acero. Nadie hasta entonces había creado un robot que no fuera una persona dentro de un traje y los gráficos computarizados todavía estaban en pañales. Winston creó un animatronic siniestro de tamaño real controlado a distancia y lo convirtió en leyenda.
Stan Winston creía que el horror debía mirar (y ser mirado) a los ojos. Pero la habilidad de una criatura de mantener contacto visual con el actor y seguir sus movimientos era algo que nadie había conseguido.
Con los años, Winston se había convertido en el creador de un cierto tipo de inteligencia artificial. Pero, a diferencia de lo que se intentaba en centros científicos como el MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), él no aspiraba a crear máquinas que pudieran pensar como humanos. Winston pertenecía a una tradición más antigua de automatons, que se podía rastrear dos siglos atrás al famoso pato mecánico del ingeniero e inventor francés Jacques de Vaucanson. Un pato que podía mover sus alas, comer y defecar y que Voltaire consideró una de las glorias de Francia. Pero el fin de Vaucanson, como el de los seres de Winston, era el espectáculo y la ilusión, no la ciencia y la tecnología.
Estas dos nociones de inteligencia artificial se encontrarían en la película de Spielberg I.A. donde Winston creó a Teddy, el osito que habla y camina. Justo antes del lanzamiento de la película, una joven científica del MIT, Cynthia Breazeal, visitó a Winston y le dijo: “¿Te gustaría crear un Teddy con un cerebro?”. Entonces, le propuso colaborar en un proyecto: Stan Winston Studios pondría el dinero y haría el diseño y la construcción del robot; MIT pondría el cerebro. Los movimientos de esta criatura ya no serían controlados por operadores sino por un software interno que, entre otras cosas, le daría la habilidad de ver, hablar, escuchar, sentir y, finalmente, mantener contacto visual. Breazeal obtendría un robot con un rostro amigable, capaz de expresar emociones y romper lo que los científicos llaman “la barrera fría” con la sociedad. Winston conseguiría un títere sin hilos. Decidieron hacerlo y lo llamaron Leonardo. Como única meta de diseño acordaron evitar caer en el llamado “valle de lo siniestro”, un concepto desarrollado por Masahito Mori, un robotista japonés que testeó las respuestas de la gente a los robots y se dio cuenta de que la tendencia a simpatizar crecía a medida que la máquina se volvía más humana pero que, llegado un punto, cuando el robot se volvía demasiado humano, la simpatía se terminaba y tomaba su lugar la repulsión. Leonardo terminó pareciéndose a algo entre un Gremlin de Spielberg y un Ewok de George Lucas. Era un peluche con orejas peludas de perro Collie, ojos redondos de dibujo animado, dientitos de bebé, manos con cuatro dedos arrugados y una panzita inflada. Crear a Leonardo costó un millón de dólares.
Hasta enero de este año, se sabía que Leo seguía en su etapa de educación: aún no caminaba pero había hecho progresos. Podía asentir, negar, mover su cabeza de un lado a otro cuando estaba confundido y batir las pestañas seductoramente. Su aplicación más obvia, para Breazeal, era volverlo un “robot social” que pudiera cuidar incondicionalmente de ancianos y enfermos; Winston, en cambio, soñaba convertirlo en una estrella de cine de la que, por primera vez en la historia, los Stan Winston Studios serían dueños y representantes exclusivos. Además, sería el primer animatronic que no te sacaría los ojos de encima. Pero no hubo tiempo. Como muchos padres que se van antes de que sus hijos alcancen el éxito, a los 62 años, Winston murió sin llegar a ver a Leonardo caminar por la alfombra roja y guiñarle un ojo a las cámaras.
Hay quienes dicen que justo antes de morir, y citando a otra de sus criaturas, Stan Winston, suspiró, “Hasta la vista, baby”.
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