MúSICA > LIAM FINN & JAKOB DYLAN & JORDAN ZEVON
Los chicos crecen y se atreven. Y hay que atreverse, porque no es fácil salir a escena cuando los padres son Bob Dylan, Neil Finn y Warren Zevon y a uno se le ocurre seguir sus pasos musicales. Lo más notable es que Liam Finn, Jakob Dylan y Jordan Zevon, con sus nuevos discos, hacen algo más que honrar apellidos: encuentran su propia voz. Y da gusto escucharla.
› Por Rodrigo Fresán
Y la cosa es así: una mañana de sol uno entra a una luminosa disquería –la nunca del toda bien ponderada Escridiscos, en el centro de Madrid, especializada en songwriters y aledaños– para ver qué hay y oír qué suena.
Y unos quince minutos más tarde uno sale de allí descubriendo que se ha comprado tres discos firmados y cantados por tres hijos de tres músicos que admira mucho y que suenan y siguen sonando en la propia vida desde –toda parece indicarlo, los chicos crecen– hace ya unos cuantos años.
Y de pronto se comprende (o se recuerda) que no es que los tiempos estén cambiando sino que uno es el que va cambiando con el tiempo. Aun así, hay algún consuelo en el inevitable poderío de los genes, la idea de perpetuarse y de seguir un poco en otro envase y la cuestión es tan inquietante que, sí, mejor entro directamente en materia más o menos perecedera, quién sabe.
Aquí vienen, aquí están, tres hijos de tigres, tres bocas juniors, tres secuelas que –cada uno a su manera– lidian con la variante más moderna de un conflicto clásico: hay que romper como rebeldes con la figura paterna; pero qué pasa –qué hacer– cuando el padre es un rebelde irrompible.
Paren las rotativas y den la noticia en sentido y voltaje e intensidad inversa: “¡Jakob Dylan se vuelve acústico!” Y a diferencia de lo sucedido cuando su padre se electrificó allá por los años ’60, el asunto hoy no escandaliza a nadie. De hecho, produce cierto alivio; porque da la impresión –escuchando Seeing Things, flamante primer álbum solista– que Jakob Dylan siempre quiso ser y sonar exactamente así pero que no se animaba por miedo al que dirán y todo eso. De hecho, de haber debutado con este modelo seguramente lo hubieran linchado en público. Ahora, después de haber probado que es otro, J. D. suena bastante más parecido a B. D. (y al Springsteen de Nebraska y The Ghost of Tom Joad y Devils & Dust) y lo cierto es que ya se habían dado pistas al respecto. En “Asleep At The Wheel” en el primer y casi ignorado disco de The Wallflowers (para mí el mejor de todos), en “Three Marlenas” del exitosísimo segundo álbum y en “From the Bottom of My Heart” en la última entrega de la banda hasta la fecha. Guitarra acústica y voz ronca ahora producida por Rick Rubin (quien también se está haciendo cargo del próximo del Big Daddy y no cuesta imaginar que Mr. Bob le pidió descuento o dos al precio de uno) con modales de a quien le gustaría ser digno de un futuro American Recordings. Jakob Dylan (nacido en 1969 e inspirador de “Forever Young”) ofrece aquí diez canciones acaso demasiado parejas en atmósfera –ciertos detalles se van revelando con progresivas audiciones– pero donde destacan “Evil Is Alive and Well”, la inteligente canción pacifista “War Is Kind” y la sutil y ficticia en data pero verdadera y autobiográfica en sentimientos “This End of the Telescope” –“Yo nací en el Verano de Sam / Más pronto y más pequeño de lo planeado / Siendo la viva imagen de aquel hombre / Criado por los lobos y alimentado con lo mejor de la tierra”–, donde el hijo parece hacer las pases con su rol en un universo dominado por un padre al que no puede dejar de mirar y catalogar como astro rey. Y –atención– a partir de Seeing Things, Jakob Dylan es, también, un “Columbia Recording Artist”.
I’ll Be Ligthing es una gran sorpresa que –como lo de Jakob Dylan– no sorprende demasiado: desde los rítmicos y tribales y delicados acordes que abren “Better to Be” queda teóricamente claro y prácticamente demostrado que este muchacho es el hijo legítimo e inconfundible de Neil “Crowded House” Finn. Ya se sabe: uno de los más nobles y elegantes herederos de los Beatles con el plus de que Neil Finn se las ha venido arreglando para conciliar en un solo hombre las conciliables diferencias de Lennon y de McCartney. La particularidad de Liam Finn es que es un one-man band, que en vivo –como Joseph Arthur y K. T. Tunstall– lo hace casi todo él a base de pedales y cintas. Y que su look está más cerca del hippie de Woodstock que del psicodélico de Carnaby Street. Liam (1983) ya había tocado guitarra y batería en el magistral Try Whistling This (1998) de su padre y junto a él había versionado el “Two of Us” de los Beatles para el soundtrack de I Am Sam, había liderado la banda Betchadupa, teloneado a la nueva encarnación de Crowded House y prueba aquí que tiene cuerda para rato con una voz que por momentos recuerda a Neil Young y una melancolía que nunca llega a los extremos eufóricamente depresivos de Elliott Smith. Para muestra alcanza con oír “Gather to the Chapel”, una de las mejores canciones de Crowded House que no es de Crowded House. No importa. La casa está en orden.
Y éste –me parece a mí– es el que peor la tiene y la lleva. Porque si hay algo peor que ser hijo de un ídolo incuestionable, ese algo es ser el vástago de un maldito certificado. Ser hijo de un maldito certificado y genial como Warren Zevon te quita la posibilidad de ser un fracasado de altura. Sólo te queda ser un triunfador. Y se sabe –basta con leer unas páginas de la divertidísima por todas las razones incorrectas I’ll Sleep When I’m Dead: The Dirty Life and Times of Warren Zevon, la biografía oral y colectiva de su destructor y autodestructivo padre– que Jordan Zevon (1969) es un abnegado sobreviviente inseparable de la inflamable leyenda de su padre y a quien conocimos haciendo coros en el magnífico Mr. Bad Example (1991). Oírlo –su voz no es dueña del filo asesino de la de su padre, me temo– en el clásico de corazón roto pero reparable “Searching for a Heart”. Tampoco es sencillo debutar casi a los cuarenta años –aunque buena parte de este disco ya saliera en un EP del 2005– en un panorama donde ser joven es buena parte del negocio. Tal vez por eso, la portada de Insides Out tiene inequívocos aires ’70 y recuerda un poco a las de su padre aunque en versión tranquila y sin armas de fuego. Y sorpresa: Jordan Zevon se parece a Matthew Sweet y Marshall Crenshaw con algo de Ben Folds y Fountains of Wayne. Es decir, más power pop que otra cosa. Y el fantasma del padre muerto sólo asoma la cabeza en el cover de “Studebaker” –ya incluido en Enjoy Every Sandwich, el multiestelar álbum tributo a W. Z. del 2004– donde el hijo se rodea de buena parte de la pandilla salvaje de papá: David Lindley, Waddy Watchel, Jorge Calderón y los coros de Jakob Dylan que pasaba por ahí. Y una cosa queda clara: para bien o para mal, Jordan Zevon no es un excitable boy sino un quiet man. Aunque de tanto en tanto asome un ladito oscurito que recuerda tanto a ya saben quién. Ejemplo: “Al jefe se le acabó el Vicodin / Ahora va a comenzar el verdadero dolor” (en “The Joke’s On Me”), las postales de su terapia para superar la muerte del progenitor (en la canción que da título al disco) y, sobre todo, en el cierre de “Too Late to Be Saved” donde se oye: “Hay un mensaje en esta botella / Y voy a bebérmela hasta encontrarlo”. En resumen: un disco ligero al que le pesa demasiado el apellido.
Y así es la cosa: el tiempo pasa, nos vamos poniendo hijos, y a ver qué hacen de aquí a unos cuantos inviernos los seguramente descontentos vástagos de Jakob y Liam y Jordan.
Mientras tanto y hasta entonces, si me lo preguntan, para mí el más astuto de todos es el astuto hijo del más astuto de todos: Zak Starkey, hijo de Ringo Starr, nacido en 1965, prestigioso y talentoso tambor de alquiler para Oasis, The Who, Paul Seller, The Waterboys, Paul Weller y Johnny Marr y sigan ofertando que hay noches libres.
De tal palillo, tal batería.
Y saludos a Julian Lennon, esté donde esté.
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