Dom 20.07.2008
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TERRITORIOS > BUENOS AIRES BIZARRA SEGúN DANIEL RIERA

Pizza, bizarro y faso

Ventrílocuos que se juntan una vez por mes en un bar de San Telmo para hablar de sus muñecos, la plaza donde están enterrados los muertos de la fiebre amarilla, el santuario de Cromañón, un peluquero raeliano, la práctica de kung fu ovárico... Daniel Riera –director de Barcelona– recorrió Buenos Aires en busca de lo extraño, lo curioso, lo simpático, lo morboso, lo que queda en el borde, y compiló todo en Buenos Aires Bizarro, una mezcla de guía, crónica y capricho que busca, sobre todo, mirar de otra manera la ciudad que caminamos todos los días.

› Por Violeta Gorodischer

Cuando Rubén Darío hizo en Los raros un “catálogo” de todos los escritores que se salían de una supuesta norma, no imaginó que el más inclasificable de todos, Edgar Allan Poe, sería años más tarde uno de los pilares fundamentales de la literatura contemporánea. Y por qué no tomar el ejemplo a la hora de abordar un libro como éste. Si ya desde el prólogo se define como “bizarro” a “lo que carga las tintas con respecto a una medianía estándar”, no es difícil imaginar la fragilidad del concepto. Quién y por qué establece, en un momento determinado, cuáles son las cosas que se salen de “lo normal”. ¿Y entonces? “Está claro que lo bizarro es inabordable desde las ciencias sociales”, plantea Daniel Riera (periodista, escritor y uno de los editores de la revista Barcelona) desde el bar de Constitución donde se juntaba con el fotógrafo Diego Sandstede antes de los recorridos. “La manera de resolver este término tan movedizo era poner el foco en las cosas que me asombraban a mí. A veces eran características del lugar o el personaje en sí, y a veces lo que se plantea como bizarro es el recorrido por la ciudad.” Híbrido genérico entonces (¿acaso podía ser de otro modo?), Buenos Aires Bizarro mezcla la crónica con la non-fiction y la guía turística para llegar siempre a un mismo objetivo: des-automatizar la propia mirada sobre Buenos Aires. Un recorrido por una ciudad otra, dibujada sobre la ciudad que ya conocemos. “Buenos Aires es una invitación al asombro”, dice Riera. “Lo que hay que hacer es tomar distancia, correrse un poco.”

El método

Lo primero que hizo fue tomar el modelo de una serie de libros que es casi una franquicia, como Santiago Bizarro de Sergio Paz y L.A. Bizarro de Jim Fitzgerald, y decidir de qué manera localizar este tipo de propuestas. Entonces empezó a buscar en los diarios, en los volantes, en la calle misma. Incluso convocó a sus amigos. “Si ven algo raro, avisen”, pidió. Sin nada preestablecido, sin casilleros a llenar. La recolección de personas y lugares fue un puro dejarse llevar, en todo sentido. ¿Lo importante? La curiosidad e intuición personal. “Un día empecé a ver unas papeles en los postes de luz que decían ‘kung fu ovárico’”, cuenta. “Eran con toner malo, y en general cuanto más trucha es la forma de difusión, más interesante puede llegar a ser el sitio. De repente estaba la calle Corrientes empapelada de kung fu ovárico y yo decía la puta que lo parió, va a salir una nota en una revista. Tenía especial interés en que el kung fu ovárico no saliera en ningún lado hasta que no saliera el libro.” Los clasificados también resultaron fundamentales. Ahí encontró al detective privado, a los teleamigos, a un hombre cuyo trabajo es ofrecer teléfonos de mujeres. “Es conmovedor: un hombre que para ganarse la vida se le ocurre conseguir teléfonos de minas. Me parece tierno, sin ánimo de gaste”, desliza el editor de la Barcelona, reservándose el cinismo y el humor negro para otro tipo de personajes. Incluso admite que usó la propia imaginación, proyectada como materia tangible en el libro. “A veces me ponía a pensar qué cosas me gustaría que estuvieran. Entonces dije: debe haber alguien que haga reiki para mascotas. Puse ‘reiki para mascotas’ en el Google y apareció y... ¡vamos todavía!” Entusiasmado con el hallazgo, se compró una revista específica de perros y revisó los avisos clasificados. ¿El resultado? Una mujer que hace retratos de mascotas y otra que hace inseminación artificial manualmente (¡y sin guantes!) para las razas que no procrean de forma natural.

Accidentes felices

Claro que a veces las cosas aparecían así como así, de repente. “Una vez íbamos buscando algo en el auto y pasamos por la esquina de Rafael Hernández y Rafael Hernández. ‘¡Pará!’, le grité al fotógrafo. Se bajó, sacó una foto y quedó incorporada al libro.” Y lo mismo pasó con el monumento al dedo gordo del pie, en el Paseo de la Recova, o con esa estatua llamada El cazador de águilas que Riera describe como “un tipo cazando un águila que le está agarrando los huevos. Impresionante, muy tortuosa”. También fue casual el hallazgo de Julio Pan, “el coiffeur de los futbolistas”, y la foto en perspectiva de la Iglesia Universal del Reino de Dios: “Tenía un pariente internado en el Hospital Italiano. Cuando bajaba de la estación Medrano de subte para ir a visitarlo empecé a caminar y de pronto tuve esa perspectiva y dije: chau, esto es increíble”, recuerda Riera, que bautiza todos estos fugaces arrebatos de extrañamiento como “accidentes felices”. El que sin dudas le despierta más simpatía dentro de este conjunto es “Pancho Sosa, el varón del pancho”. Acá mismo, a pasos del bar La Central de Constitución. “Todas las semanas nos encontrábamos acá. Y yo lo miraba, lo miraba, le decía a Diego: che, tendríamos que ponerlo. Hasta que un día entramos y le preguntamos a la gente que atendía cuál era la historia. Nos dijeron que era una milonga que se llamaba ‘Julio Sosa, el varón del tango’, pero como la milonga no funcionaba porque las tanguerías no son de este barrio sino de San Telmo, decidieron cambiarlo a Pancho Sosa, el varón del pancho.”

Segundos afuera

Y hay cosas que finalmente no entraron. A veces por un criterio de edición, como el caso de los carteles antiguos, y otras porque el destino le jugó una mala pasada a Riera, obsesionado con “joyas” que todavía lamenta tener que haber dejado pasar. Una de ellas, el bar “El Titán”. “Estaba en Bernardo de Irigoyen y era de un ex Titanes en el Ring. Tenía fotos de los viejos titanes, todo”, cuenta en tono melanco. “Cuando lo llamo al dueño para hacer la nota me dice ‘no, mirá, lo voy a cerrar, me voy a ubicar en otro lado’. ¡¿Pero cuándo?!, ¡¿cuándo?! Si se ubicaba un día antes a la entrega final del libro, lo ponía. Pero no, no hubo caso.” Lo mismo el Museo de la Urología, cerrado indefinidamente por reparaciones. “Y yo me moría por poner un Museo de la Urología, porque...” y la frase, inconclusa, se congela en un pensamiento que lo hace saltar a los clubes de fans, otro de los ítem descartados. “No estaba muy convencido”, dice. “En Chile los hicieron y están muy buenos. Acá yo entrevisté a tres personas y las historias eran todas iguales. No pasaba nada. En cambio entrevisté a quince ventrílocuos y eran todos, todos distintos.”

Re cope

Pero, ¿por qué ese interés tan marcado, tan especial? ¿Qué tienen los ventrílocuos para dedicarles un capítulo entero del libro? “Me copé”, dice Riera sin inmutarse. “Hay sólo dos círculos de ventrílocuos en el mundo. Uno es la hermandad de Las Vegas y el otro, éste. El director del Círculo Argentino dice que ellos son muchos más que los de Las Vegas. Enterarme de que se reunían el primer lunes de cada mes en un bar de San Telmo, que iba cada uno con su muñeco y hablaban de cuestiones muñecológicas, se habilitaban laburos entre ellos, compartían sus rutinas... Me conmovió mucho. Por eso decidí darles un capítulo entero”, dice, confirmando una vez más el criterio de libertad absoluta en el cual se estructuró Buenos Aires Bizarro. “Quise hacer lo que más me divirtiera. Hacer mío el libro. Son copes infantiles, pero hay cosas que me fascinaban.” Como los castillitos de la Italo, por ejemplo, algo que en sus propias palabras “lo volvía loco desde chiquito”. Una construcción de usinas y subusinas de electricidad a imagen y semejanza del estilo Lombardo del Palacio Sforza de Milán. En pleno subdesarrollo y sin ninguna razón que amerite la jugada. Por eso Daniel Riera llamó a Edesur para investigar. “No tenían la más puta idea de qué eran, ni de dónde habían salido”, dice. “Haciendo un poco de archivo, logré averiguar que estaban inspirados en un Palacio Lombardo y de qué arquitecto había sido la iniciativa. Me pareció maravillosa la historia: el tipo podría haberlo resuelto de una manera totalmente utilitaria y cuadrada. Eran usinas, con que tuvieran un techo y cuatro paredes bastaba. Pero se inspiró en un castillo para construir algo que está lejísimo de un uso suntuoso.”

Los entrevistados

En el formato aleatorio, arbitrario, también carece de explicación (al menos de una deducible por el lector) por qué algunos personajes (y sólo algunos) están entrevistados. “Si cuando iniciaba la conversación me despertaba un interés mayor que el de la pastillita, le hacía la entrevista”, plantea el autor. Pero lejos del tono mordaz y ácido de la Barcelona, Riera entrevistador parece (casi) una carmelita descalza. “El tono es la cara opuesta del periodista pseudo incisivo que quiere cagar al entrevistado: es una visión antropológica. Repreguntar con el objeto de que el otro desarrolle su discurso y me permita entrar en su mundo”, explica. Así fue con el panteón de los muertos famosos: “Nos cruzamos de casualidad con una señora que le llevaba flores a Gilda. Y nos contó esta historia, de que había visto pasar el colectivo y pensó que la madre de Gilda le estaba hablando. Ella quería hablar ahí mismo, yo no tenía el grabador y era muy rico todo lo que me estaba contando. Así que le dije: juntémonos”. O el peluquero raeliano, ese que le tocó una fibra, si se quiere, personal: “Yo vengo de una familia evangélica, tuve una quemazón de cabeza adolescente. Digo: yo vendía Biblias en los colectivos, no es que iba a la iglesia los domingos. En algún momento me resultó muy tortuoso y zafé. Pero me quedó un interés por los mundos místicos, por las ideas sobre la eternidad, a dónde vamos después de esta vida, las construcciones simbólicas que la gente hace con eso”, dice. “Cuando el raeliano me dijo que era imposible pensar que todos los animales del mundo cupieran en un Arca y que era mucho más razonable –usó esa palabra– pensar que lo que había eran tubos de ensayo con el ADN de cada uno de los animales, dije: a este hombre lo tengo que entrevistar.”

En carne propia

Si se tratara de un backstage visual para resumir lo que Riera vivió durante la escritura del libro, sería el momento de juntar las imágenes más representativas y ponerlas en orden. Entonces lo veríamos encerrado en la jaula de una dominatrix sadomaso que lo mueve y se ríe mientras pregunta: “¿Te gusta?”, o frente a la mujer que masturba a un perro como si fuera la cosa más natural del mundo, o ante esa otra que le tomó una foto del alma (y nunca se la dio) asegurándole que si el resultado se parecía a un huevo frito era porque las cosas estaban bien, muy bien. Pero resulta que esto es relato, y es en el relato, devenido anécdota, como Daniel Riera elige ilustrar lo que más lo marcó durante el proceso. Le pasó mientras investigaba el palacio de la familia Giordano, en Campana al 3200, para el capítulo dedicado a los fantasmas. Ahí donde se supone que hubo una boda, que los novios se subieron a un carruaje, los pisó un tren y ahora hay voces y las cosas se mueven solas. “El tema es que hablo con un historiador de Villa del Parque, que escribió un libro sobre los fantasmas del castillo, y mientras estamos hablando por teléfono, el tipo empieza a decirme que habla conmigo y se le están cayendo los cuadros de la casa, los libros de la biblioteca. ‘Me quieren intimidar; pero no lo van a conseguir, voy a decir la verdad’, me decía. Estaba desesperado.” ¿Y vos qué hiciste? “Yo seguí hablando. Tuve que seguir hablando. ‘Bueno, bueno, quédese tranquilo’, le decía. ‘No tenga miedo’.”

Buenos Aires trágico

A la hora de poner en serie todos los capítulos, el mismo Riera confirma la sospecha: lo que más “reparos” genera es que, llegando al final del libro, haya un lugar destinado a la tragedia de LAPA, otro para Cromañón. ¿Puede ser bizarro el drama reciente? Es que, según Riera, el tema no es conceptualizar el suceso sino pensar (una vez más) en encarar ciertas cosas desde una perspectiva distinta. Reparar en el hecho de que estos lugares despiertan el mismo interés que los lugares donde se cometieron crímenes, o donde se recuerda a los músicos fallecidos. “La gente va para ver qué hay, qué huellas de lo ocurrido quedaron. El lugar donde se cayeron los músicos del grupo Néctar, por ejemplo, está intacto. Digo: igualmente roto”, plantea. La idea es apuntar a ciertas formas de curiosidad “que a veces son políticamente incorrectas o reprimidas, pero que todos tenemos”. De hecho, lo que más le decían sus conocidos cuando les contaba el proyecto era que fuera al Parque Ameghino, porque ahí están enterradas las víctimas de la fiebre amarilla. “Tal vez no vas a encontrarlo en cualquier guía porque puede quedar mal decirlo, pero es así”, concluye el autor. “Es una invitación a vencer prejuicios.”

Tal vez, de todas, la frase que mejor resume la esencia misma del libro.

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