Dom 20.07.2008
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MúSICA > BECK Y MICAH P. HINSON

Rock y roles

Dos grandes cantautores acaban de editar dos nuevos discos que marcan sus mutaciones y con los que parecen haber intercambiado lugares. Por un lado, Micah P. Hinson, recién casado y disfrutando de la delicia conyugal, parece haber encontrado alivio a sus penas, y así Micah P. Hinson and The Red Empire Orchestra es un disco (casi alegre) decididamente menos oscuro que toda su producción anterior. Y Beck, el joven de Los Angeles siempre vital, lanzó Modern Guilt, una colección de canciones donde revela su tedio de ser Beck el novedoso, su crisis creativa y su actual desdicha.

› Por Rodrigo Fresán

A veces pasa y, cuando ocurre, siempre resulta interesante de ver y de oír. Un músico cambia. Y no me refiero aquí al cambio de imagen o de sonido sino a un cambio de algo más profundo como la personalidad o el humor. Algo así sucede con los recién aparecidos Micah P. Hinson and The Red Empire Orchestra de Micah P. Hinson y Modern Guilt de Beck. Dos álbumes breves pero amplios, donde el oscuro de Memphis y el iluminado de Los Angeles parecen haber intercambiado sus roles a la hora de arrojar sus nuevas rocas.

La felicidad del triste

El tipo de los valses tristes y de la voz prematuramente anciana o, mejor, ancestral (el milagro del talento y la voz de Micah P. Hinson tiene, desde sus inicios, la autoridad de la última voz de Johnny Cash y la penúltima de Leonard Cohen) ha grabado un disco feliz. Lo que no implica que se extrañen o falten aquí los valses tristes. Pero todo aparece, por primera vez, como acariciado por una brisa delicada, y atrás han quedado los huracanes de un tormentoso y atormentado. Las razones para la calma después de la tempestad son sencillas: Hinson –quien arrancó su carrera musicalizando un romance terrible y una carrera delictiva y adicciones varias y hasta un bestial dolor de espalda– ha encontrado el amor. Así, los 38 minutos y medio de Micah P. Hinson and The Red Empire Orchestra –luego de Micah P. Hinson and The Gospel of Progress y Micah P. Hinson and the Opera Circuit y varios EPs y mini-LPs– es, en sus palabras, un trabajo “más claro” donde se le canta más al amor recuperado que al amor perdido, a la hasta hace poco insospechada posibilidad de volver a enamorarse o, mejor, a eso de caer en el amor. Hinson –quien, en cualquier caso, nunca se sintió, definió o reconoció como triste– admitió en una reciente entrevista que: “De acuerdo, hay algo más de luz en este disco porque puedo afirmar que estoy en un buen momento. Me he casado y, por primera vez en mi vida, puedo decir que tengo una casa mía y allí vivo con mi mujer y mis dos perros”. Y no miente: en sus últimos conciertos en Barcelona, Hinson no dudaba en hacer subir al escenario a su amada para cantarle alguna de sus nuevas canciones a quemarropa y delante de todos. Canciones como el ruego de pronto retorno con el que se abre la puerta –“Come Home Quickly, Darlin’”– o esa conmovedora admisión de vulnerabilidad desde los superpoderes de la pasión que es “Dyin’ Alone”: cierre que se convierte en un standard instantáneo. “No le tengo miedo a la puesta del sol o a la lluvia / Tan sólo tengo miedo de morir solo / Y qué encontrarás, qué dirás, qué necesitarás / No le temo al sufrimiento o al dolor / Tan sólo tengo miedo de no haberte encontrado / Y qué encontrarás, qué dirás, qué necesitarás”, explica allí. Antes, los arrebatos de guitarras y orquesta de “You Will Find me”, la desnudez ardiente de “The Fire Came Up to my Knees” y la satisfacción country de “We Won’t Have to Be Lonesome”. Y la admiración que provoca el talento de Hinson –algo parecido sucede con el inglés Richard Hawley– para apropiarse de lugares comunes y convertirlos en parajes privados. Y los que quieran equilibrar toda esta inteligente y cauta alegría con solitaria tristeza, escuchar todo esto en tándem con el ya comentado aquí For Emma, Forever Ago de Bon Iver, quien ya tendrá la suerte, seguro, de sobreponerse a sus blues. Si Micah P. Hinson pudo, entonces puede cualquiera.

La tristeza del feliz

La palabra que más se repite en las letras del Modern Guilt de Beck es fantasma. Y Modern Guilt –opus 10 y el último de su contrato con una major– es un disco grabado por un fantasma asustado de sí mismo. Un fantasma, también, un poco triste. Y no puede afirmarse que la música de Beck sea siempre alegre como la de Mika, pero sí que aparece por lo general dotada –con la excepción de Sea Change, para mí lo mejor que hizo nunca– de una cierta euforia histérica. Hasta “Loser” –ese himno de batalla perdida del homo grunge– se canta con entusiasmo de inamovible kamikaze de sofá. Y si el anterior The Information (en cuya gira de presentación Beck era acompañado sobre el escenario por una marioneta/gemelo que repetía torpemente cada uno de sus movimientos) se planteaba como una revisión futurística de la estética sónica de Odelay!, entonces los 33 minutos de Modern Guilt, velozmente producidos por el muy de moda Danger Mouse, se presentan no como algo nuevo pero sí bastante inesperado: canciones rigurosas en su formato de estrofa, estribillo y estrofa y una necesidad de autoflagelarse que recuerda un poco a la de John Lennon / Plastic Ono Band. Y ya algo se presentía a partir de las entrevistas que venía dando Beck, donde se nos mostraba a un Beck fundamentalmente cansado de ser ese Beck al que se le exige, siempre, la novedad y el sabor del mes y que, en cambio, fantasea con la posibilidad de crear unos Travelling Wilburys alternativos junto a Jack White y Cat Power y hasta de producir un próximo disco de David Bowie. Hasta que eso ocurra –hasta que se alcancen los resplandores de la metamorfosis y el redescubrimiento–, Modern Guilt suena casi como una carta de suicida que no piensa suicidarse, pero aun así juguetea con la fantasía de hacerlo. Podría compararse a Modern Guilt con el también muy urgente y a la mandíbula Accelerate de R.E.M. Pero hay una diferencia atendible: mientras allí la banda de Athens intentaba (y para muchos consigue) refundarse volviendo, con cierta actitud mini-calculadora, a sus propias fuentes; aquí Beck deja un trabajo donde parece afirmar que nada le interesa menos que la auto-refundación de su propio mito. Y de eso hablan estas canciones que –según confesó a The New York Times– cada vez le resultan más difíciles de escribir. De este modo y con esta tónica, “Orphans” arranca con: “Pienso que estoy atorado, pero no sé dónde / Tengo este diamante al que no sé cómo sacarle brillo”, se continúa con “Gamma Ray”, donde se dice que “Quiero saber qué es lo que perdí hoy”, se sigue en la brillante “Modern Guilt” (“Encerrado con nada / Culpa moderna / Con llave y candado”) y se escala, último track, la reveladora mejor canción de todo el asunto: “Volcano”. Allí, Beck parece confesarse al borde de un ataque no de nervios sino de ausencia de nervio justo antes de saltar a la lava ardiente: “He caminado estas calles por demasiado tiempo / Ya no sé hacia dónde conducen / Pero creo que he visto un fantasma / Y no sé si son mis ilusiones las que me mantienen vivo / No sé lo que he visto / Fue todo una ilusión, un espejismo que se estropeó / Estoy cansado del mal y de todo lo que alimenta / Pero no sé si es que he estado montando esta ola demasiado tiempo / O es que hace rato que ya ha roto en la orilla / No sé si estoy sano, pero hay un fantasma en mi corazón / Que intenta ver en la oscuridad / Estoy cansado de la gente que sólo quiere ser gratificada / Pero aún quiero gratificarte a ti/ He estado bebiendo estas lágrimas por tanto tiempo / Que todo lo que me queda es este gusto a sal en la boca / No sé dónde estuve, pero sé dónde voy / Hacia ese volcán / Y no es que quiera caer dentro / Sólo quiero entibiar mis huesos en ese fuego por un rato”.

Y nada cuesta imaginarse a Micah P. Hinson escuchando todo esto y pensando en que él también estuvo allí y ofertando un aquí está mi teléfono y llamame cuando quieras.

O, mejor –para qué volver allá, por las dudas, todo es tan frágil y tan efímero y tan contagioso– no me llames nunca.

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