TEATRO >THE PILLOWMAN, CON PABLO ECHARRI Y CARLOS BELLOSO
› Por Mercedes Halfon
Muchas de las personas que van a ir ver The Pillowman probablemente lo hagan motivadas por la genuina necesidad de ver a Pablo Echarri, un actor construido en la pantalla pequeña, un poco más de cerca. Ese es el principal atractivo de la mayoría de las obras del circuito comercial. Y no es poco, porque la lógica que funciona es casi la de un desafío deportivo: sin quitarles mérito a las actuaciones que se ven en televisión, los actores de la tele en el teatro tienen que demostrar algo más, estar ahí de verdad, en un acontecimiento único. Acceder a ese rostro –el de Resistiré, el de Montecristo– es algo así como recuperar su aura, compartir con él un mismo espacio, sin intermediación alguna.
The Pillowman se hace plenamente cargo de esta necesidad comenzando con el mismísimo Echarri en penumbras, con los ojos vendados, en un cuarto lúgubre y vacío, que lo tiene indefenso, solo, descubierto a la mirada curiosa de los espectadores.
Hay que decir que la obra es una versión local de un texto de Martin McDonagh, un autor irlandés que viene con mucho ruido de ser estrenado en otros circuitos comerciales del mundo: primero en el Royal Theatre de Londres, y luego en Broadway, donde recibió muy buenas críticas e importantes premios. La dirección de la puesta está a cargo de Enrique Federman, que viene de otras obras de éxito (cómicas, hipergestuales todas); al elenco se suman el experto en monstruos queribles Carlos Belloso, Vando Villamil y Carlos Santamaría.
La obra –a nuestra versión se le agrega el poco sugerente subtítulo El hombre almohada– transcurre en un país imaginado bajo un gobierno dictatorial. Un escritor (Echarri) es interrogado por dos detectives (Villamil y Santamaría) acerca de su literatura. El escritor es experto en cuentos, ha escrito miles aunque, salvo por algunas ignotas revistas literarias, no han sido editados aún. Son todos crueles retratos de niños que sufren y son maltratados por su familia, o por algún revés imprevisto del destino. En clave de fábulas moralizantes sobre la maldad del mundo, estos cínicos y morbosos relatos transcurren en un clima de infantil oscuridad y concluyen la mayor parte de los casos con muertes horripilantes. Los policías insisten intrigados: ¿por qué alguien querría escribir esas historias? ¿Qué mente retorcida pergeña algo semejante? La pregunta es por la relación entre la vida y la obra del personaje, pero rápidamente revela tener causas más acá de la teoría literaria: han ocurrido asesinatos de niños en la ciudad, y toda esa hostil conversación forma parte de una investigación policial que busca descubrir si el protagonista está involucrado.
El último elemento dramático en sumarse es la contundente aparición del hermano del escritor, un retrasado mental bastante más astuto de lo que demuestra en un principio, que además es el primer lector y más ferviente fan de los cuentos en cuestión. “El del chanchito verde” o “El del pequeño Cristo” suplica, entre tics y ademanes de lo más extraños. El personaje parece estar construido a la medida de Belloso: oscilando entre lo tierno y lo revulsivo, el actor se arma pequeños espacios donde poner el cuerpo al servicio de la deformidad. El encierro, los interrogatorios y los policías van forzando el encuentro entre los hermanos, y la revelación del pasado de ambos, que es mucho más escalofriante que el peor de los relatos imaginados.
El espectáculo tiene un intervalo en el medio que, además de que la gente consuma algún comestible –bueno, el teatro comercial es así–, parece seguir la hipótesis de dar un respiro a los espectadores. La obra, con la excusa de relatar los cuentos del protagonista, avanza hacia zonas de una densidad considerable: algo hay que recuerda los nada infantiles cuentos para niños de Roald Dahl, pero con más perversión psicológica. Como si el cuento más oscuro de Dahl fuera filmado por un Tim Burton sin las pretensiones multitarget de Charly y la fábrica de chocolate.
Todo esto es bastante raro para el teatro comercial. Porque otro atractivo, igual de importante que ver a los actores del star system local desplegarse “sobre las tablas”, es el tratamiento de ciertos temas casi de moda que se introduce en estas obras. La locura de los trabajos en el mundo contemporáneo en El método Grönholm, la locura con la belleza de los cuerpos en Gorda, la locura de los matrimonios modernos en la más vieja Pequeños crímenes conyugales. Siempre lo que está de fondo es “un tema” del que hablar –herencia tal vez del teatro post-dictadura, o de la televisión post-dictadura– en el teatro, para seguir hablando fuera de él, en algún restaurante de las inmediaciones. Pero, ¿cuál es el tema de The Pillowman? ¿Las impensables consecuencias de las perversas relaciones familiares que nos impone nuestra infancia? ¿Los límites de la literatura en la vida de las personas?
Nada parece ser lo suficientemente claro, ni tranquilizador, ni costumbrista, ni popular, como para convertirse en el centro de la obra. Ese es el mérito de The Pillowman. Correrse de lo predecible, inquietar.
Hay que reconocer que la obra funciona por donde no se lo espera: Echarri se muestra completamente diferente a los papeles en los que se lo suele ver, débil, sumiso pero digno, golpeado pero elocuente, y con la energía necesaria para sostener un escenario solo, únicamente hablando, contando el cuentito de su infancia estremecedora. El resto de los actores está bien, Belloso hace lo brillante de siempre con dedicación. El texto es una perfecta estructura llena de puntos de giro, de reveses de trama, de datos que resignifican todo lo anterior, manteniéndonos atentos e intrigados. A todos estos valores, sin embargo, los cubre una frialdad que no logra la conmoción a la que parecía apuntar todo: entre medio de los textos, de los momentos de actuación eficaz, falta esa vitalidad que hace que las obras sean algo más que gente hablando desde un escenario, por más interesante que sea lo que digan. Está todo tan controlado, tan cuidadamente plano, que por más que suceda lo peor, nada parece suceder en serio. Tal vez la obra sólo puede avanzar hasta sus propios límites.
The Pillowman, miércoles y jueves
a las 20.30, viernes y sábados a las 21,
domingos a las 19 en el teatro Lola Membrives, Corrientes 1280.
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