› Por Pablo de Santis
Hay fotógrafos de la vida submarina, de estrellas de cine, de vistas aéreas, de coches de carrera, de insectos microscópicos. Daniel Mordzinski eligió lo más difícil: es fotógrafo de escritores. Y es una doble dificultad. En primer lugar, la más obvia: los escritores no sabemos qué cara poner, ni cómo pararnos frente a la cámara. Así que el fotógrafo tiene que lidiar con modelos a los que hay que arrastrar fuera de su madriguera interior. Y en segundo lugar: la literatura siempre está ausente. Las pinturas dan idea de pintura, los instrumentos musicales hacen presente a la música, pero a la literatura no la hace presente nada, ni pluma, ni papel, ni mucho menos un teclado. Es pura ausencia. Lo que se escribe es siempre, necesariamente, lo que no está. Pero creo que es por eso que Mordzinski eligió este oficio en particular: para reponer, una y otra vez, eso que no aparece. Entre los personajes y el espacio, entre los retratados y los objetos, entre el gesto y su significado: ahí trabaja Mordzinski para descubrir lo que el escritor no quiere o no puede o no sabe expresar. Es en ese vacío donde encuentra su lugar, su modo de contar el mundo.
En el prólogo a El país de las palabras, José Manuel Fajardo escribió que en la obra de Mordzinski “lo sorprendente es la mezcla de respeto e ironía” con que se acerca a los retratados. En esas palabras está muy bien expresado el trabajo de Daniel, su modo de unir la técnica con la curiosidad y la amistad, su entusiasmo pero a la vez su cuidado: sin respeto no puede haber fotografía, pero a la vez sin ironía, sin un pequeño “no creerse” todo lo que el escritor dice sobre sí, tampoco. No viene a celebrar lo que los escritores tienen para decir sobre sí mismos: lo que celebra es lo que queda sin decir.
Aunque algunas de sus fotos suponen alguna preparación, siempre es mayor el juego con lo que encuentra en la escena que el peso de las ideas previas. Se nota en las fotos que no le gustan las ideas definitivas: prefiere armar las escenas con lo que hay alrededor, para escuchar lo que el instante dice y el azar susurra. Y si tiene una idea previa ésta no está nunca cerrada del todo: hay que ver qué opinan los transeúntes apurados, la luz del día, el humor del retratado, el humor del fotógrafo mismo, la tormenta que anunciaron para la tarde. Así la foto se convierte en el punto de unión de una serie de elementos dispersos; la foto es la esquina donde el espacio se encuentra con el tiempo.
Hace años que veo los trabajos de Daniel en libros y exposiciones, y hace tiempo que he empezado a ver cómo los retratos, por inmóviles que parezcan, cambian. Hay una magnífica foto de Juan José Saer, por ejemplo, con unos chicos que pasan en bicicleta sobre la nieve. La primera vez que la vi me detuve a observar el original encuadre, los signos que las pisadas y las ruedas trazan sobre la nieve; me pregunté adónde se habría subido Mordzinski para conseguir ese ángulo (lo he visto más de una vez desafiar los peligros de las alturas, sobre todo en su serie Cuartos de hotel, en la que abundan en realidad los balcones y las terrazas de hotel). Después de conocer la noticia de la muerte de Saer vi la foto de otra manera, como si esos chicos que se alejan del escritor estuvieran ahí para señalar el tiempo que huye. Cada vez me parecen más veloces, más intenso su deseo de escapar de la foto.
No sólo los fotógrafos sacan fotos: todos, mal o bien, lo hacemos. Y en general, los que no tenemos ninguna pretensión artística lo hacemos sólo para recordar. Las fotos son como cápsulas del tiempo que guardan las caras de los chicos antes de crecer, las casas donde ya no vivimos, los viajes que emprendimos hace tiempo. Las fotos son una memoria artificial que tienen las familias.
He visto la reticencia de Mordzinski a ser fotografiado, y me pregunté: si no le gustan que le saquen fotos: ¿cómo cuenta su vida? Y estoy tentado a imaginar que lo hace a través de fotos dónde él no está. Deja que las fotos donde están los otros cuenten su vida y ve en esa sucesión de caras ajenas una expresión fiel de sus días y andanzas.
Y esta “biografía profesional” construida con las caras de los otros empieza con la foto de Borges, la más antigua de todas las que suele mostrar. Está en todos sus libros, aunque sea otro el tema: no está como una foto más sino como una inscripción. Cuando sacó esta foto Mordzinski era muy, pero muy joven, y lo tentaba más el cine que la fotografía. La foto tiene un aire casual, de sorpresa, como si fuera la preparación de otra foto más perfecta y menos personal, que no vemos. En esa foto, fundadora de una vocación, está ya presente la conexión entre el arte de Daniel y la literatura; no sólo por la figura de Borges, sino porque sus fotos, al igual que todos los libros que vale la pena leer, siempre parecen un juego previo, un ensayo, con vistas a la obra perfecta, despojada de azar y del peso de las circunstancias, y que sólo pertenece al mundo de los sueños.
Hace una semana, inauguró en Casa de América (España) una exposición que recorre los últimos treinta años de Daniel Mordzinski como retratista de escritores. Viene acompañada de Fotógrafo entre escritores, un libro distribuido por Belacqva/Norma con más de 350 fotografías y textos de Enrique Vila-Matas, Mario Vargas Llosa, Rosa Montero, entre otros. Aquí reproducimos el que le dedica Pablo de Santis.
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