A principios de los años ’70, en México DF, un grupo de jóvenes poetas expulsados de la universidad, herederos del aliento vital de los beatniks, de la libertad subversiva de las vanguardias europeas, de la renovación latinoamericana y de la derrota revolucionaria, irrumpió en la escena de las letras con un lema que iba por todo: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. Años después, Roberto Bolaño, uno de los fundadores de aquel Movimiento Infrarrealista, lo mitificaría con justicia, crudeza y lirismo en su novela Los detectives salvajes. Ahora, la edición de Jeta de santo (Fondo de Cultura Económica), una antología de poemas de Mario Santiago Papasquiaro, en quien está inspirado el personaje del gran Ulises Lima, es la excusa para contactarse con los otros miembros del grupo y reconstruir la historia de aquel aullido que proponía unir a Rimbaud con Marx para cambiar el mundo y la vida al mismo tiempo.
› Por Ariel Idez y
Osvaldo Baigorria
A diez años de su publicación, Los detectives salvajes puede adjudicarse el mérito de haber fundado un doble mito: el de su autor, el chileno Roberto Bolaño, y el del grupo de jóvenes poetas que la novela inventa como real-visceralistas y que la literatura mexicana recuerda a regañadientes por su auténtico nombre: infrarrealistas.
La edición de Jeta de santo, antología de poemas de Mario Santiago Papasquiaro, el Ulises Lima de Los detectives..., así como la anunciada filmación de la novela en México, sumada a la reciente recopilación de ensayos reunidos en Bolaño salvaje, no ha hecho más que reforzar el interés por esa banda de iconoclastas surgida cuando las expectativas políticas y estéticas de los ’60 eran enterradas junto a las víctimas de la masacre de Tlatelolco y de las dictaduras militares latinoamericanas.
Heracliteanos, hedonistas, beatniks, surrealistas, futuristas, marxistas, patafísicos, los infras se postularon herederos de todas las vanguardias pero a destiempo. Como aquellos que saben que es demasiado tarde e igual apuestan a retomar el sueño. Bolaño escribió en su manifiesto fundacional: “Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando”. Se trató menos de un gesto paródico que de un vanguardismo trágico, sostenido sobre los pilares de la arrogancia y la valentía de la juventud. Mario Santiago dirá en su propio manifiesto: “En un tiempo en que a los asesinatos los han estado disfrazando de suicidios... Convertir las salas de conferencias en stands de tiro”. Esa era la apuesta en carne viva que los infras jugaron en el México de los ’70: desoír el fracaso y reinventar la vanguardia.
Los comienzos del movimiento pueden situarse en el taller de poesía de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que dictaba el poeta Juan Bañuelos en 1973 y que en la novela de Bolaño es retratado como el “poeta campesino” Julio César Alamo. Allí acudían los hermanos Ramón y Cuahtémoc Méndez, Héctor Apolinar y Mario Santiago, quienes no aprobaban la dinámica del taller de lectura y crítica mutua entre los estudiantes. “Vamos a estudiar a los clásicos, Juan, le decíamos. Estudiemos el Siglo de Oro, danos algunas clases del soneto. Pero el maestro no tenía interés o no podía satisfacer nuestras demandas”, escribe el poeta Ramón Méndez al repasar la historia del infrarrealismo.
Ante la desidia del coordinador, los alumnos optaron por una solución drástica, tal como rememora Méndez: “Una tarde de principios de 1974, Mario Santiago se presentó al taller con una hoja en que traía redactada la renuncia de Bañuelos, con su muy singular estilo, irreverente y desparpajado, donde el maestro se autoacusaba de menopausia galopante y otras lindezas para dejar su puesto”. El coordinador acabó firmando su propia renuncia pero las autoridades de la UNAM alegaron que no podían echarlo. A cambio, ofrecieron a los díscolos financiar la edición de una revista. La publicación, que en Los detectives se menciona como Lee Harvey Oswald, salió en 1974 bajo el nombre de Zarazo e incluyó textos de los beatniks, del grupo de poetas peruanos Hora Zero y, por supuesto, de los miembros del taller, quienes tuvieron que pagar la edición de su bolsillo puesto que, en lugar del dinero prometido, las autoridades de la UNAM los obsequiaron con la expulsión y el firme consejo de que no volvieran a pisar los claustros universitarios.
Lejos de dispersarlos, el rechazo unió aún más a los insumisos, que fijaron algunas de sus costumbres más arraigadas, como emprender caminatas interminables por México DF, leer toda la poesía que caía en sus manos y trasnochar recitando y discutiendo sus textos unos con otros. En ese clima nómade de perenne bohemia y al margen ya de toda institución, fijaron su punto de encuentro en el Café La Habana, en la encrucijada de las calles Morelos y Bucarelli. El Habana, que Bolaño reinventó como Café Quito en la novela, era un reducto de periodistas y escritores en el que podía llegar a verse a Juan Rulfo tomándose el penúltimo tequila con Augusto Monterroso. No sólo era un lugar idóneo para conspiraciones poéticas: veinte años antes Fidel Castro le explicaba en una de esas mesas al Che Guevara cómo liberarían juntos una isla del Caribe haciendo pasar un pocillo de café por el yate Gramma.
En ese mismo lugar, una noche de 1975, Santiago y Bolaño se encontraron por primera vez. Al recordar el episodio, el autor de Nocturno de Chile cuenta que aquella era una noche cargada de niebla y que lo primero que le llamó la atención de Santiago fue su voz profunda: “(Mario) dijo: es una noche a la medida de Jack. Se refería a Jack el Destripador, pero su voz sonó evocadora de tierras sin ley, donde cualquier cosa era posible. Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas y nos reímos”. Antes de despedirse, Santiago le entregó a Bolaño un fajo con sus poemas, puesto que tenía la costumbre de escribir en hojas sueltas que solía ir perdiendo en el camino. El chileno los leyó de un tirón hasta la madrugada: acababa de nacer una indestructible amistad literaria.
Poco tiempo después, Bolaño conoció por intermedio de Santiago al resto del grupo y sus dificultades. El desaire a Bañuelos, una de las figuras de la poesía mexicana, les había ganado mala fama y las instituciones culturales se negaban a difundirlos. Entonces Bolaño les propuso redoblar la apuesta y fundar un movimiento de vanguardia poética. Todos estuvieron de acuerdo y coincidieron rápidamente en la consigna que aunaría a la pandilla: “Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. En una ceremonia sin protocolos que se celebró a fines del ’75 en la casa de otro chileno, Bruno Montané, se dio por inaugurado el Movimiento Infrarrealista.
El nombre fue propuesto por Bolaño y sobre su origen hay distintas versiones. Una de ellas sostiene que el término proviene del cuento “La infra del Dragón” del escritor de ciencia ficción ruso Georgij Gurevich, que hace referencia a “soles negros” o “infrasoles”, cuerpos oscuros que en su interior generan luz propia aunque ésta no pueda o no quiera ser vista por el exterior. Otra versión señala que su creador fue el artista plástico chileno Roberto Matta. Acaso la imagen de un sol negro habría inspirado a Matta para acuñar el prefijo “infra” luego de que Breton lo expulsara del movimiento surrealista. Según Bolaño, a fines de los años ’40 el infrarrealismo fue un “movimientito” de un solo miembro, el propio Matta, hasta la recuperación del término en los ’70 en México.
En esos tiempos, el DF se había transformado en crisol de refugiados de distintos países sudamericanos en fuga de las dictaduras militares de la época, algunos de los cuales llegaban a la capital mexicana para seguir viaje a Europa y otros para quedarse. La ciudad ofrecía un refugio frente al terror, pero también un campo cultural acartonado por más de 40 años de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Muchos exiliados, que traían un bagaje de ideas contestatarias sobre la relación entre arte, política y sociedad junto a una trágica experiencia de derrota y huida de sus países de origen, encontrarían amparo y seguridad en México aunque también los límites de una estructura de poder que tendía a aplanar, anquilosar y burocratizar la vida cultural. Dentro de ese clima emergió el impulso de escritores extranjeros y de mexicanos jóvenes de atacar a las mafias que se beneficiaban con el sistema de consagración y difusión institucional: los “poetas estatales” que “cobraban del PRI todos los meses”, los “exquisitos” y los “neoestalinistas”, al decir de los infras. Según la poeta argentina Diana Bellessi, quien vivió en México a principios de los ’70, esa actitud antiinstitucional no era exclusiva de un solo grupo sino el “pan de cada día” de muchos de los latinoamericanos que se reunían en el Habana, como aquel a quien ella llamaba cariñosamente “Bolañito”.
La leyenda que los infras se forjaron de provocadores y “reventadores” de conferencias y recitales está basada en intervenciones revindicadas por el propio grupo, como acciones de sabotaje a lecturas públicas de Octavio Paz, centro del canon poético y enemigo público número uno del movimiento, y de otros poetas “pacistas”. Montané recuerda a Mario Santiago como “el primero que saltaba dando gritos en los recitales de los delfines de Octavio Paz para interrumpirles blasfemando irónica y cariñosamente como si hubiera querido remedar el equívoco que aquellos poetas habían cometido con la poesía. Acto seguido, con una voz pausada, grave y admirable, se ponía a recitar sus propios poemas”.
Otro poeta infrarrealista, Juan Esteban Harrington, testimonia por correo electrónico que “nuestra confrontación con el poder fue permanente. Al ser excluidos de casi cualquier foro, era lógico que nos apersonáramos en cuanto evento el poder inventaba para su autoadulación. Ahí estábamos para hacerles saber que no era cosa de leer mierda y cobrar: por primera vez tenían que confrontar sus pensamientos”.
José Peguero, la persona detrás del personaje de Jacinto Requena en Los detectives..., da cuenta de la existencia lumpen que llevaban Bolaño y sus amigos en el DF. “En México, Roberto Bolaño no consiguió jamás un trabajo. Siempre quebrados, muertos de hambre, afiebrados, caminando como locos. Nos vemos en la tardecita en casa de Bruno o en el Habana, decía. Y se iba a la biblioteca de Ciudad Universitaria caminando y se regresaba caminando”. De una punta a otra de la ciudad: más de veinte kilómetros. Parece una exageración, pero otros testimonios confirman esa voluntad de nomadismo urbano.
Sin haber formado parte de la tribu infrarrealista, el poeta argentino Jorge Boccanera, llamado Fabio Ernesto Logiacomo en la novela, también recuerda a esos grandes caminantes que cruzaban a pie el DF: “A veces (Bolaño) llegaba con Peguero y Mario Santiago a mi casa de la Colonia Roma y nos quedábamos horas desmenuzando temas, más por el lado de la intuición que del conocimiento, supliendo la precariedad con la arrogancia juvenil”.
Cantinas, cervecerías, esquinas, vagones del Metro y otros lugares públicos ajenos a los salones literarios de los que eran repelidos, fueron escenarios de las lecturas de poesía de los infras.
“¿Quién ha atravesado la ciudad y por única música sólo ha tenido los silbidos de sus semejantes, sus propias palabras de asombro y rabia?”, se preguntaba el manifiesto infrarrealista redactado por Bolaño, quien lo leyó por primera vez durante la presentación del grupo en la librería Gandhi del DF, en 1976. “Déjenlo todo, nuevamente” fue publicado al año siguiente en la primera revista colectiva: Correspondencia infra. Revista menstrual del movimiento infrarrealista. El documento no sólo resume los principales postulados de la cofradía: también invita a descubrir sus múltiples influencias. Estas abarcan desde las vanguardias europeas como el surrealismo aludido en el nombre y en el título (“déjenlo todo” es la frase inicial de un célebre poema de André Breton, así como también el consejo final “láncense a los caminos”), hasta los movimientos de renovación latinoamericanos (“las mil vanguardias descuartizadas en los sesentas” según el manifiesto) como el nadaísmo colombiano, los tzántzicos ecuatorianos o el grupo venezolano El Techo de la Ballena, pero sobre todo el movimiento Hora Zero, del que Santiago y Bolaño eran admiradores y al que tomaron como fuente de inspiración para su propia propuesta. Así lo cuenta el autor chileno en un texto que dedicó al poeta horazeriano Jorge Pimentel: “Estábamos de acuerdo en que la joven poesía peruana era de lejos la mejor que se hacía en Latinoamérica en aquel momento, y cuando fundamos el infrarrealismo lo hicimos pensando no poco en Hora Zero, del cual nos sentíamos arte y parte”.
En cuanto a las consignas, los infras no se andaban con chiquitas y el manifiesto anunciaba: “Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa”. O sea, cambiar el mundo y transformar la vida, o Rimbaud pasado por Marx. Sin embargo las proclamas políticas no drenaron la poesía de los infras, más cercana al aliento vital de la Beat Generation, cuyo hálito parece haber inspirado al principal poema de Santiago en esos años: “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger”, que luego parafrasearía Bolaño en su primera novela Consejos de un discípulo de Joyce a un fanático de Morrison, escrita en colaboración con Antoni G. Porta. El poema de Santiago aconseja “que la vida siga siendo tu taller de poesía/ & ojalá electrifiques la energía de tu tormenta interior”. Publicado al mismo tiempo que el manifiesto, el texto de Santiago se erige como una auténtica declaración de principios de los poetas marginados, malditos y forjados al acero de la noche y la intemperie del DF.
Un párrafo aparte merece la relación que los infrarrealistas trabaron con el estridentismo, un proyecto de renovación poética y política que hasta se propuso fundar en Xalapa una ciudad diseñada con planos cubistas llamada “estridentópolis”. El estridentismo existió entre 1921 y 1928 y fue contemporáneo de los ultraístas argentinos, aunque sus integrantes tuvieron menos suerte que Borges, Girondo y compañía: fueron ninguneados y remitidos al rincón de los olvidados. Los infrarrealistas se proclamaron como sus sucesores, tal vez presintiendo que serían presas del mismo destino, y en una operación de rescate Bolaño entrevistó a sus principales exponentes y publicó dos notas en la revista Plural (“El estridentismo” y “Tres estridentistas en 1976”), quizá sin saber que veinte años después los incluiría en la novela bajo sus mismos nombres: Manuel Maples Arce, List Arzubide y Arqueles Vela.
Pese a la exclusión y al choque con la cultura “oficial” de aquellos años, los infras lograron allanarse el camino a la publicación. Pocos saben que uno de los primeros poemas de Santiago se publicó en Argentina, incluido en un dossier sobre nueva literatura mexicana en la revista Crisis de mayo de 1975, antes de la fundación del infrarrealismo. La primera antología en la que aparece el nombre del movimiento fue Pájaro de calor. Ocho poetas infrarrealistas (1976), con poemas de Bolaño y de Santiago, además de Montané, Peguero, José Vicente Anaya, Rubén Medina, Cuauhtémoc Méndez y Mara Larrosa. Entre las fichas biográficas se destaca la de Santiago: “Ejerce el terrorismo cultural. Sus numerosos recitales de poesía han sido tachados (por amigos & enemigos) de apocalípticos”.
Otras publicaciones de importancia incluyen Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos (1979), antología preparada por Bolaño y presentada por Efraín Huerta, y las de Al Este del Paraíso, editorial que Santiago fundó a mediados de los ’90 y donde publicaría sus primeros libros Beso eterno (1995) y Aullido de cisne (1996) junto a El último salvaje de Bolaño (1995).
De todas maneras, los mejores años del movimiento fueron aquellos de la década del ’70, cuando la dupla Santiago-Bolaño movilizó sus huestes poéticas para oponerse a la mediocridad y la burocracia con las banderas en alto de la Revolución (con “r” mayúscula), el viaje a la intemperie y la poesía como experiencia viva.
Después de que la pareja fundadora partiera en 1976 rumbo a Europa, cada uno por su lado, Santiago en un extraño periplo que lo llevaría a España, Francia, Austria e Israel y luego de vuelta a México, y Bolaño afincándose en Barcelona, los infras restantes continuaron publicando, sobre todo en la hoja de poesía Calandria de Tolvañeras y en algunas otras revistas independientes. Pero ya no podrían recobrar el fuego de los primeros años.
En la correspondencia que publicó la audio-revista Nomedites puede leerse una carta fechada en Blanes, abril del ’95, en la que Bolaño le pregunta a Santiago sobre la nueva generación de la poesía mexicana, “los muchachitos” de 17 a 25 años: “¿Les hemos fallado? ¿Merecemos sus escupitajos? ¿Nos quieren aunque sea un poquito?”. En otra de las cartas, tal vez la última, el escritor chileno le cuenta a su amigo que está escribiendo Los detectives salvajes y que su personaje se llama Ulises Lima. Santiago no llegó a verse ficcionalizado: murió en un accidente de tránsito a comienzos del ’98. Bolaño le sobreviviría hasta el 2003. En esa misma esquela el novelista escribirá al poeta palabras quizá proféticas o que al menos sugieren una de las formas por las cuales los infras podrían resurgir y franquear el umbral de la periferia hacia el centro del canon: “El trecho que recorrimos juntos de alguna manera es historia y permanece. Quiero decir: sospecho, intuyo que aún está vivo, en medio de la oscuridad, pero vivo y todavía, quién lo iba a decir, desafiante”.
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