› Por María Moreno
En la infancia, para rematar con el versito “el culo te abrocho”, era preciso que el otro hablara primero: se trataba de provocarlo a decir una frase que terminara en el “ocho” que permitiera la rima, capaz de desencadenar la humillación y la consecuente risa de la fratria. Con la muestra 1968, el culo te abrocho, lo que hace Roberto Jacoby es abrochar a la prensa que, como cada año, usó una efeméride confundiendo la memoria con el de memoria, para lo que sacó de archivo la repetición ritual de los testimonios (“yo estuve allí, mismo París, no de oídas”) y de las críticas (“aquello, de radicalidad, minga”), pero con un cada vez mayor acento no en la derrota sino en lo inefable de la derrota bajo la figura de la nostalgia o de necrológica política.
Suerte de autobiografía mural que, como buena obra pop, no informa sobre una realidad (la vida de Jacoby) ni la representa sino que informa sobre una información preexistente, 1968, el culo te abrocho cuenta a Jacoby a través de los medios de comunicación y en un determinado momento de su vida artístico-po(p)lítica (1968, obvio), pero con la sobreimpresión de versos de puño y letra del artista y de una época posterior. Se trataría de un pentimento gráfico pero pentimento no como “arrepentimiento” sino como una parodia arqueológica en donde Jacoby utiliza diversos géneros discursivos. En la primera capa se lee a un sujeto cuyo nombre forma parte de un colectivo y cuyo medio es la proclama, el panfleto, la declaración de principios y notas de prensa que registran sus dichos y los efectos en su cuerpo de esos dichos –el escrache, la golpiza, la prisión–. En la segunda capa, puede decirse que es un enamorado quien habla (y en colores). Que una capa tape en parte la otra –el cuerpo de letra y el color de poster casi vence al pequeño blanco y negro de la base, lo convierte en su letra chica–, que lo haga con un género como el haiku, aleja a 1968, el culo te abrocho de proponerse como el archivo personal del artista de vanguardia revolucionario. “Su voz, silencio”, “Ve desnudo como un signo”, “Ayer soñé que soñaba que nadie me miraba soñar”, se sobreimprimen a declaraciones antiburguesas, denuncias de fraude en premios de arte internacional y proclamas de apoyo a comités fabriles bajo nombres de agrupaciones como Coordinadora de la Imaginación Revolucionaria o Comisión de Acción Artística de la CGT.
Los grafitis de Mayo del ’68, fácilmente evocados como un deslizamiento de la política al arte, del deber al placer, no dejaban de ser imperativos, una coacción de brocha gorda. ¿Acaso “prohibido prohibir” no podía ser una invitación a la masacre, “Yo decreto el estado de felicidad perpetua”, una condena por tiempo indeterminado?
El grafiti, hijo de la consigna con un plus de arte, unidad mínima de la proclama, la solicitada y otros géneros de la política, es general, prescriptivo, la firma de la pulsión de dominio. El haiku en cambio es individual, contingente y, como dice su gran admirador, Roland Barthes, sólo tolera un gramo de referente. Hay en el haiku una vertiente pop para que Jacoby lo tome: en Japón se cultiva en los medios de comunicación, circula. A su grafiti “Ningún guerrillero nace para ser colgado en una pared”, Jacoby le superpone “Habla para que pueda verte”. Entre esas dos frases Jacoby simboliza el tiempo, porque el haiku, con sus precisiones sobre el aquí y el ahora –le importa el registro de las estaciones, del tiempo que hace–, su vocación por retratar el instante, siempre nos dice de algún modo dónde estamos (otra vez Barthes). A 40 años de Mayo del ’68, a 64 del nacimiento de Jacoby (quien seguramente por coquetería se negó a sumarse cuatro años para hacer juego con su muestra, así como Borges se sacó dos para nacer con el siglo).
1968, el culo te abrocho contiene objetos personales en girones, la tapa del libro Conciencia y estructura, de Oscar Masotta, y dos páginas, no cualesquiera sino aquellas que podrían aún dar cuenta del proyecto de Jacoby.
“La materia” (“inmaterial”,“invisible”) con la que se construyen obras informacionales y de tal tipo no es otra que los procesos, los resultados, los hechos y/o los fenómenos de la información desencadenada por los medios de información masiva (ej. de “medios”: la radio, la televisión, los diarios, los periódicos, las revistas, los afiches, los “pannels”, la historieta, etcétera).
Si la articulación entre vanguardias artísticas y políticas tuvo momentos fecundos, fricciones insostenibles, separaciones irreconciliables, finales trágicos (muertos para la política por el arte, muertos para el arte por la política, artistas y/o políticos muertos), sobrecoge leer en la lista de firmantes de la declaración con motivo de la destrucción de “Experiencia 68”, que forma parte de la muestra, el nombre de Rodolfo Walsh y Enrique Raab. Y, por supuesto que eran artistas, pero lo que sobrecoge es “pescarlos” en ese tiempo anterior en que “arte” se pronunciaba junto a “revolución” sin que se perdiera la vida.
1968, el culo te abrocho está presidida por una machietta de Carlos Marx. Si los bustos de la revolución han caído uno a uno desde su peso de bronce o de mármol con estrépito ejemplarizador, la machietta con su material liviano de fiesta popular puede permanecer en el aire, mirando como lo hizo hasta ayer en la galería Appetite directo y significativamente a la frase sobreimpresa a las páginas del libro de Masotta: “Mis propios dioses ya no están”.
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