Dom 17.11.2002
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LIBROS

Políticas de la amistad

En Situaciones postales (finalista del XXX Premio Anagrama de Ensayo), Tomás Abraham reconstruye dos legendarias amistades intelectuales del siglo XX (Vladimir Nabokov-Edmund Wilson, Hannah Arendt-Mary McCarthy) para explorar cómo las chispas del pensamiento arden más cuando nacen de una tensión entre dos. Y también –de paso– para empezar a talar a machete limpio el monte de los prestigios literarios.

POR ALAN PAULS
Situaciones postales se lee de un tirón. Tiene la velocidad de una novela por entregas, el agarre de un manual de divulgación, el morbo maniático de una biografía no autorizada, la frivolidad de una antología de chismes, el empuje y los cambios de tono de un ensayo glotón, que lo quiere todo y no se arredra ante nada. El efecto es doblemente eficaz, porque a simple vista ninguna de las dos historias de amistad que el libro usa como plot tiene demasiados componentes de aventura para justificar ese abanico de excitaciones.
La primera (Vladimir Nabokov/Edmund Wilson) es un duelo de machos cabríos que en vez de pezuñas o cuernos se embisten con libros, métodos para escandir versos, criterios de acentuación y otras delicias del más sublime autismo literario. Nabokov era un aristócrata ruso exiliado en Estados Unidos, monógamo y anticomunista ferviente; Wilson, leninista, dipsómano y célebre fornicador, el prototipo del radical norteamericano. Sin embargo, en las cartas que se cruzaron –casi el único terreno en el que se asentó su amistad, ya que se vieron las caras muy pocas veces–, las chispas que estos contrastantes titanes de las letras podrían haberse sacado crepitan apenas, mitigadas por páginas y páginas de erudición, y sólo aparecen sobre el final, en 1965, cuando Wilson demuele públicamente la monstruosa traducción que el amigo ruso ha hecho del Eugenio Oneguin de Pushkin, y Nabokov le retira el saludo para siempre.
La segunda (Hannah Arendt/Mary McCarthy) anuda los destinos de una judía alemana brillante, amante de Heidegger y autora de reflexiones notables sobre el totalitarismo, también exiliada en EE.UU., y la prolífica escritora neoyorquina en cuyo amor se asiló, viajera y curiosa incansable, paradigma de la intelectual militante de los años cuarenta y cincuenta. En uno de los vaivenes que comunican entre sí las dos partes del libro, Tomás Abraham recuerda que Arendt leyó a Nabokov, que le desagradó su ostentación de inteligencia, que lo encontraba “algo vulgar en su refinamiento” y –lapidación última– que conocía a mucha gente por el estilo. En otro recuerda también que Mary McCarthy, casada durante demasiados años con Wilson, usaba alternativamente dos apodos para llamar a su marido: “Minotauro” y “La Vieja”. La amistad de las chicas no terminó con un desacuerdo literario, como la de los chicos, sino biológico, cuando en 1975 Arendt tuvo la mala idea de morirse sin consultar a su amiga.
Dos chicas bellas, pues, y dos chicos feos. (Las fotos elocuentes que ilustran la tapa del libro fueron elegidas por el autor.) En el caso del duelo de hombres, Abraham, excitado por su naturaleza competitiva, abandona la prudencia académica y baja a la cancha como un gladiador más, ávido de pechazos y pierna fuerte, para medirse y ganar. Tampoco hay mucho margen para protocolos en el caso de las chicas, que Abraham confiesa adorar como a un par de tías incestuosas, y que lo obligan, a fuerza de afecto, inteligencia y belleza, a deponer los tapones de punta. Ésas –el vengador, el enamorado– son sólo un par de las máscaras de que se vale Abraham para escribir este libro extraño, histriónico, mucho más inquieto por buscar una forma que por encontrarla; hay muchas otras: el Abraham confesional, el Abraham-harto-de-la-paja-intelectual, el Abraham-narrador, el Abraham-polemista, el Abraham-que-piensa, el Abraham-reaccionario... Todas, sin embargo, parecen caber o subsumirse en dos, las dos que se disputan su desembarco en las playas de la literatura: el demoledor, que descabeza títeres riéndose a carcajadas, y el restaurador, que opone a las imposturas de la actualidad la nostalgia de viejas y drásticas autenticidades.
¿Qué relación hay entre la amistad y el pensamiento?
–A mí, por lo menos, me dice más un pensamiento cuando está en relación, en tensión con otro. Y una de las formas de esa tensión es la amistad. No tiene por qué ser una amistad personal: los modos de sociabilidad doméstica que tenían Wilson y Nabokov eran bastante frugales y esporádicos. Lo que tenían era hambre intelectual, una tremenda agudeza y pasión por un mundo común: Rusia. La suya era una forma de la amistad -no es la única que hay, por suerte–, y tenía sus incomodidades. La principal era que estaban en desacuerdo. Y sin embargo siempre se preocuparon por desanudar el nudo cuando se armaba. Si Nabokov escribía una novela, se la mandaba a Wilson y Wilson –elegantemente– no le hacía ningún comentario, Nabokov –elegantemente– no se ofendía y le mandaba saludos a su señora. Esa preocupación por no exagerar el amor propio, por no ser tan paranoicos, por dejar que al otro no le guste lo que hace uno... La amistad entre Hannah y Mary era muy distinta. No estaban todo el tiempo midiéndose, no tenían esa ambición de figurar. Eran exigentes, pero una vez que la franqueza, la frontalidad y la consistencia de la otra están aprobadas, a tomar el té y a jugar un poco.
Está esa historia que cierra el libro: Hannah, que acaba de enviudar, va a pasar un día a lo de Mary y descubre que la alacena de la casa de huéspedes tiene todo lo que ella suele desayunar, incluso su famosa pasta de anchoas. Y algo de eso la deja disconforme. Como si la amistad exigiera una cierta no correspondencia.
–Sí, lo cuenta Mary en la tumba de Hannah. Es su oración. (Qué bárbara esa mujer; te juro que me hace llorar.) Mary quiere que Hannah se sienta en su casa, quiere completar, y Hannah reacciona como si hubieran invadido su intimidad: “Sí, estoy de luto, pero tampoco me rompas”. Y es que hay que aprender a no corresponder. Es raro que las cosas no encajen, pero más raro es aceptar con alegría que no encajan. Y ellas lo sobrellevaban maravillosamente bien. Eran libres.
El libro empieza prácticamente con una baja pasión: el deseo de vengar a Witold Gombrowicz del desdén con que lo trata Nabokov, que lo confunde con Jerzy Kosinsky, en una conversación con Dominique de Roux.
–Hacía rato que lo andaba buscando a Nabokov. ¿Quién se cree que es este ruso blanco de mierda que basurea a Gombrowicz, que desprecia a los filósofos, a las ideas, a Dostoievsky? Así empecé. Yo cuando empiezo un libro no sé qué va a resultar, y acá fue muy interesante que la historia se revirtiera. Todo cambió cuando descubrí la edición que Nabokov hizo del Eugenio Oneguin de Pushkin. Esa traducción tan fea, ese libro tan... psicótico. Le dedicó años, lo publicó, lo defendió, y hasta decía que era su obra maestra. Un hombre del que se decía que era un maestro del inglés... ¡la importancia que le da a lo feo! Ahí me dije: este tipo atraviesa más de una puertita. Su posición es interesante. Dice: bueno, como esto no se puede traducir, lo voy a comentar; infinitamente, como Las mil y una noches. ¡Las notas son cien veces más largas que el poema! Inventó un género: la hermenéutica monstruosa. Ahí descubrí la grandeza de Nabokov. Descubrí que su desprecio era auténtico, muy valioso, y que además él aceptaba pagar el costo. No era simplemente un nene bien de San Petersburgo; era un titán. Hay que pasarse años consultando escribanías, viendo cuánto costaba un lote de tierra en tal lugar de Siberia... La locura de Nabokov superaba bastante a la de Gombrowicz.
Es interesante que el libro, en vez de borrarlo, haya preservado ese cambio de rumbo.
–No podría haberlo escrito de otro modo. Me gusta que la experiencia de lectura esté poblada, que tenga los mismos tiempos de una relación. Para mí, cambiar de opinión forma parte de lo que es leer, de lo que le pasa a uno cuando lee. Nunca sé qué es lo que va a pasar, pero sé que cuando escriba voy a contar lo que pase. Y ese sueño de venganza fue el motor del libro.
Es raro que el libro se llame Situaciones postales y nunca reflexione demasiado sobre el género epistolar.
–Es que para mí las cartas son un material más; importan en función de lo que son estos personajes. Si vos leés la correspondencia de Hannah y Mary sin saber quiénes son, las cartas son bastante pobres. Ni hablar de las cartas entre Hannah y Heidegger. Pero además yo tardé bastante en entender el asunto. ¿Cómo puede ser que una mujer le escriba cartas al hombre con el que vive durante 25 años? ¿Un libro de 500 páginas decartas? Y escribirlas, de última, vaya y pase; pero ¿conservarlas? ¿Con un moño?
Funcionan igual que las fotos.
–Ahí está: lo mismo me dijo mi mujer. Pero yo ésa no la tenía. Para mí el ejemplo era: “Las cartas, como la comida, no se tiran”. Y no tiene un carajo que ver.
Los cuatro personajes del libro hacen muchas cosas, pero sobre todo una: se leen. En ese sentido, Situaciones postales es un libro sobre la lectura. La lectura como lazo pasional, como ilusión, como trampa y también como revancha.
–Es que leyendo cambiás, tenés certezas, te identificás, adoptás posiciones. Leés algo que te llena un mundo, por ejemplo, y lo volvés a leer tiempo más tarde y todo ha cambiado. Y no es un cambio así nomás: es un cambio profundo. Casi tan importante como cuando uno ama a alguien y después recuerda el amor; una mujer que uno tuvo, que era todo y que con el tiempo, cuando la recordás, ya forma parte de un escenario. Y antes no veías el escenario, ni el guión, ni nada: ¡sólo veías una cara! Eso pasa con la pasión de lector. Por eso me interesa mucho la mirada de Mary McCarthy sobre esa reunión en la Mutualité, en París, a mediados de los sesenta, cuando los jóvenes del nouveau roman y los estudiantes maltratan a Sartre. Yo había leído algo sobre esa reunión acá, en Buenos Aires, antes de irme a estudiar a Francia. Tenía 17 años, y ¿sabés qué? ¿Sabés quién era Sartre? Sartre era más importante que mi papá. Y ahí estaban Robbe-Grillet, Ricardou y todos esos pelotudos... Y Mary, que por supuesto no tenía 17 años, era una veterana, va y lo ve a Sartre como un reaccionario de izquierda, y ve a estos pibes con un coraje...
Por momentos uno tiene la impresión de leer un libro “en vivo”, que se piensa y se escribe casi en presencia del lector: cómo sigue de cerca los textos que comenta, cómo parafrasea, cómo abole las jerarquías entre ideas, hechos, detalles banales, intimidades, tus propias intromisiones... –La paráfrasis es el final de un muy largo proceso de selección. Por ejemplo, Rorty. Aparece Rorty y lo paso por una procesadora; meto todo el puchero: zapallo, zanahoria, verdura... y saco una sopa. Mi intención no es citar los argumentos de Rorty. Lo único que me interesa es lo que tiene que ver con lo que estoy discutiendo. Y esa síntesis es fundamental para que todo vaya al galope. Estilo para mí es velocidad: al galope. En cuanto a la falta de jerarquías, ése es el modo en que yo veo, leo, pienso. No estoy en contra de la jerarquía, pero... a mí me interesa todo. Me interesa Nabokov en su literatura, pero también en los reportajes. Me interesan los chismes. Y en todos esos detalles veo una gran potencia de ficción, algo que le da vida al ensayo. En ese sentido creo que al libro le falta, todavía: debería tener mucha más vida, más intromisiones mías, el rizoma tendría que estar más vivo. Para mí, filosofía es eso: errar, meterse, apostar, disputar. El mundo de las ideas no es como el de Platón, donde cada cosa está en su lugar. Nada está en su lugar. Cuando pensás nunca sabés con qué te vas a encontrar. Ahora: si vos no querés pensar sino saber... Por eso escribo ensayos: porque me permite hacer lo que quiero. Puedo inventar personajes, atribuir ideas, imitar a Borges... Necesito libertad. Absoluta. Pero, ¿hay relativa? Y aparte hay una cosa que se llama la Risa. Que es como un pulmón. No se puede vivir sin respirar como no se puede vivir sin Risa. La Risa es a las palabras lo que el silencio a los sonidos: una especie de escansión necesaria. Si no está, todo se junta, hace una argamasa y sale una cosa densa, pesada: escribo un libro “de crítica” y me muero en el intento.
¿El sentido común sería otro posible antídoto? El libro pasa de la sofisticación al berrinche, de las argumentaciones más tortuosas a una especie de protesta brutal. Como si dijeras: “Pero, ¡déjenme de joder! ¡Al pan pan y al vino vino!”.
–Para mí, eso es “pensamiento crudo”. Crudo, sin cocinar, sin procesar. Y sí, cierta bestialidad tiene. Es, por ejemplo: “Damas y Caballeros”. Yocreo que las cosas tienen que ser simples. Las cosas son simples. Con “Damas y Caballeros” no se jode, así que, ¿por qué tanta paja? Yo quiero y tiendo a decir directo en mi prosa, a ser oral. Si no llego a decir en forma directa lo que pienso, mejor me lo olvido, porque estoy perdiendo el tiempo. Me gusta decir “El perro pasa”. Me gusta que las ideas sean como piedras. Hacer de un Rorty una especie de telegrama. No diría “sentido común”, porque para mí el sentido común es complejo: viene con culpa, con posturas sociales, con cómo quedo y cómo me miran los otros, con lo apropiado, con “me conviene decir en treinta páginas lo que podría decir en tres”. El sentido común es ornamental; tiene que ver con las imposiciones retóricas, el cuidado del lenguaje, el mito del “escritor”. Yo desde que me metí a escribir quise encontrar el modo menos presuntuoso, menos pretendidamente “autorizado”... Lo que pasa es que la palabra “arte” emputeció todo. Como la palabra “filosofía”, o “pensador”. Uno dice “arte” y ¡pfuit!, todo sube para arriba. Es un asunto complejo, ¿eh? Yo no lo tengo muy claro. Porque muchas veces el deseo de elevarse es bastante auténtico. Lo veo en el público de conferencias, que no va a escuchar algo: va a elevarse. Es casi religioso. La gente le agradece al conferenciante, diga lo que diga. Y yo siempre tiendo a bajar un poco las cosas. No a degradar: a bajar. Y cuando veo un poquitito de presunción, ahí sí: ahí empiezo a ver cuál es el modo en que nos podemos reír todos un poco.
Da la impresión de que ésa es la voluntad secreta del libro: meterse en la literatura para hacer oír un malestar, poner en evidencia ciertas imposturas.
–Como antes le tocó a la economía, o al psicoanálisis, ahora en mi agenda le tocó a la literatura. Y este libro es la manera que encontré de meterme en el tema. La palabra “escritor” es la que yo quiero pensar. “Ser escritor”, como el libro de Abelardo Castillo. Esa... elegancia, diría. Por qué todo el mundo corre atrás de ser escritor. Es poco ser profesor. Es poco ser comentarista o crítico. Todos queremos ser escritores. Y hay una buena nueva: lo somos. Todos podemos ser escritores. Y ese espacio del prestigio literario me importa por su contraste con la escasez de posibilidades del hacer, con la falta de interés que uno tiene cuando lee una novela. Porque yo soy otro de los que ya no leen novelas. Que no se las creen. Si uno no se las cree, ¿por qué las tiene que leer? ¿Por qué no las deja? ¿Por qué uno está en un lugar y la novela en otro? ¿Por qué el mundo de la novela no te traga y empezás a viajar, que es un poco el encanto que siempre tuvo la novela? No: uno lee y sigue siempre en el mismo lugar, leyendo una novela. ¿Qué pasa? ¿Es mala? ¿Es buena? El otro lado de los prestigios, eso es lo que me interesa. Hoy leía en la Review of Books algo sobre Dylan. Bob Dylan. Parece que el tipo mintió muchísimo sobre su pasado. Decía que cantaba con los negros y antes de llegar a Nueva York nunca había visto uno. Manejaba un Oldsmobile rosado que le daba el padre, que estaba podrido en guita y le había regalado todas sus guitarras. Nada que ver con un nómade de rutas que llega a Nueva York con una mano atrás y otra adelante. Son mitos, ¿no? Y bueno: a lo mejor quedó eso. A lo mejor queremos ser eso. Sin duda que nos encanta eso. Pero, ¿qué pasa cuando eso se cae? Yo, por ejemplo, que en mi juventud a Dylan lo idolatraba, ¿qué hago ahora, yo? ¿No me gusta tanto? ¿Me gusta igual? ¿Qué hago?

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