CASOS > BRUNO BETTELHEIM, DEL AMOR AL ODIO
Graduado en Viena, sobreviviente de lagers nazis, su libertad comprada a días del estallido de la Segunda Guerra, emigrado a Estados Unidos, donde se hizo cargo de una Escuela Ortogénica de Chicago casi sin presupuesto, Bruno Bettelheim se convirtió en vida en un generoso y reconocido prócer de la terapia al tratar niños autistas y ayudarlos a salir de lo que llamaba su “fortaleza vacía”. Pero después de muerto, una lluvia de acusaciones –plagio, maltrato y hasta abuso– cayó sobre el nombre del autor de Psicoanálisis de los cuentos de hadas y Freud y el alma humana. Sólo su editor, el gran Robert Gottlieb, salió en su defensa. Hoy, todo parece olvidado. Salvo para esos chicos a los que salvó la vida.
› Por Juan Forn
Dos semanas antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, llegó a Nueva York un judío vienés de treinta y cinco años que había pasado los últimos quince meses en los lagers de Dachau y Buchenwald. Por ese entonces, aún era posible lograr la liberación de una persona de los campos, si se contaba con el dinero, los contactos y la suerte suficientes. Ese fue el caso de Edith Buxbaum, prima de Bruno Bettelheim y artífice de su liberación y traslado a Estados Unidos.
Uno de los primeros recuerdos que conservaba Bruno Bettelheim de su infancia vienesa era un comentario que le oyó a su madre, referido a la fealdad física de su hijo: “Por suerte es varón”. El padre de Bettelheim murió de sífilis luego de una larga y penosa agonía. Bruno, que era el único hijo varón, debió abandonar sus estudios de psicología y filosofía para hacerse cargo de la empresa familiar. Poco después terminó de cumplir el mandato familiar: se casó con una mujer que no lo amaba, Regina Alstadt.
Precisamente a causa de los sinsabores conyugales y profesionales, Bettelheim comenzó su psicoanálisis con Richard Sterba, un discípulo directo de Freud. Llevaba casi tres años de terapia y uno de formación como analista cuando los nazis entraron en Austria y comenzaron a enviar judíos a campos de concentración. A mediados de 1938, Bettelheim fue deportado, como muchos otros burgueses de Viena, al lager de Dachau y luego al de Buchenwald. Fueron quince meses de trabajos forzados hasta que su prima logró sobornar a las autoridades nazis para sacarlo primero del campo y luego de Austria y del continente europeo.
Cuando Bettelheim se reencontró con su esposa Gina al desembarcar en Nueva York, ella le informó que estaba enamorada de otro hombre y que quería el divorcio. Cuando llegó a casa de su prima Edith en Chicago, ella le dijo que no podía alojarlo, pero sí ayudarlo a conseguir un trabajo como el suyo, en algún colegio secundario de mujeres. Fue de un establecimiento a otro, haciendo suplencias, y en su tiempo libre escribiendo un ensayo que logró publicar, luego de incontables rechazos en revistas especializadas, en el año 1943. Se titulaba “Comportamiento individual y de masas en situaciones extremas” y fue el primer testimonio de primera mano que se escuchaba en Norteamérica sobre lo que ocurría en los campos nazis (una de las revistas universitarias de psicología que se lo rechazó había fundamentado su decisión diciendo que el autor era “demasiado rencoroso con Alemania”).
En su ensayo, Bettelheim trabajaba una teoría reversible: decía que los prisioneros en los campos sufrían un impulso regresivo que los llevaba a actuar como niños. Curiosamente, decía también que los niños autistas eran como prisioneros en una fortaleza vacía. Con ese ensayo logró atraer la atención del rectorado de la Universidad de Chicago, en cuyo campus funcionaba, un poco a la buena de Dios, la Escuela Ortogénica, una institución para niños con problemas de personalidad (del autismo a la violencia). Bettelheim pidió una entrevista, fascinó a las autoridades de la universidad con sus teorías y sus antecedentes académicos vieneses y, en 1944, logró que lo pusieran a cargo de la Escuela Ortogénica (en realidad, las autoridades se la sacaron de encima: el subsidio que le pasaban era tan bajo que obligó a Bettelheim a salir a recolectar fondos, situación que lo llevó a decir años después que la Escuela no era exactamente “un huérfano” pero sí “un hijo no querido” cuando se hizo cargo de ella).
Bettelheim estuvo veintinueve años al frente de la Escuela (desde 1944 hasta 1973). En esas tres décadas logró asombrosos resultados con niños disfuncionales de todo tipo aplicando su Teoría del Entorno, que consistía en que terapeutas y enfermeros convivieran con los pacientes y generaran para ellos una atmósfera de empatía emocional. A lo largo de esos años, Bettelheim formó dos generaciones de terapeutas, a quienes dejó la Escuela cuando decidió dedicarse exclusivamente a escribir.
Su producción literaria atrajo el mismo grado de atención que su práctica clínica: con uno de sus libros (Freud y el alma humana) no sólo forzó una nueva traducción al inglés de las obras de Freud sino que denunció a los psicoanalistas norteamericanos por ignorar el concepto de alma; su Psicoanálisis de los cuentos de hadas fue elegido uno de los Cien Libros Relevantes del Siglo por la Biblioteca Pública de Nueva York; cada vez que escribió sobre un tema atrajo la atención pública hacia él, y no fue de evitar nunca la polémica, ni con su gremio, ni con la comunidad judía, ni con el american way of life. Con los años llegó a ser visto como una suerte de heterodoxo eminente, de raro prestigio mundial, a la manera de Gregory Bateson o Erich Fromm.
En 1989, la muerte de su compañera de medio siglo (Gertrude Weinfeld, una enfermera de origen austríaco con quien se había casado en 1943) lo hundió en la depresión. Menos de un año después, Bruno Bettelheim optó por el suicidio: tomó pastillas y whisky, y se ató una bolsa de plástico en la cabeza.
En los meses siguientes a su muerte comenzó a hacerse oír un rumor creciente de reproches y acusaciones, que desembocarían en una tormenta de mierda que terminaría enterrando la reputación que Bettelheim tuvo en vida. Primero se lo acusó de ser un déspota, como director de la Escuela y como terapeuta. A eso se le sumó la imputación de plagio. A eso se agregó la revelación de que había fraguado no sólo sus credenciales profesionales vienesas sino casi todo su pasado. A continuación se lo acusó de golpear y abusar de sus pacientes (la palabra sexual se adosó sigilosa pero definitoriamente a la palabra abuso de la noche a la mañana). Y así se llegó a la última recriminación: que se hubiera suicidado “como un cobarde”.
Newsweek lo llamó “Bruno Brutalheim” desde su tapa; el New York Post lo bautizó “El Satánico Doctor Be”; el resto de la prensa norteamericana no tuvo demasiados pruritos a la hora de tildarlo de plagiario, pedófilo, mentiroso patólogico y estafador. La lista de enemigos que se había hecho Bettelheim en vida permitía entender ese fervor en ajustar cuentas con él: desde los psicoanalistas (que nunca le dieron cabida, ni en sus instituciones, ni en sus publicaciones) hasta los psiquiatras y neurólogos (que sostenían que el único tratamiento útil para el autismo consistía en psicofármacos), pasando por los psicopedagogos de la escuela del doctor Spock (Bettelheim estaba a favor de poner límites y ejercer la autoridad), los sobrevivientes de los campos (que nunca le habían perdonado la acusación de que “la mentalidad de ghetto” contribuyó a facilitar el trabajo de los nazis) y hasta los israelíes (ofendidos porque Bettelheim había dicho que los kibbutz producirían una generación despersonalizada y robótica).
Pero su peor enemigo, sin duda, eran las madres de hijos autistas (a quienes Bettelheim había acusado de ser responsables de la enfermedad de sus hijos, en su libro La fortaleza vacía). Precisamente desde ese flanco vino el último clavo en el ataúd de Bettelheim: de la lapidaria biografía The Creation of Dr B, escrita por Richard Pollak, ex jefe de redacción de la revista The Nation y hermano de un niño autista que había ido a la Escuela de Bettelheim en los años ’40.
Cuando Pollak tenía catorce años, su hermano menor Stephen se desnucó en un inexplicable accidente en el bosque, mientras pasaba las vacaciones con su familia. Veinte años después, Pollak se presentó en la Escuela Ortogénica de Chicago y pidió una entrevista con Bettelheim. Este lo recibió, lo escuchó (Pollak estaba con su hermano cuando ocurrió el accidente) y le dijo sin tapujos que probablemente el pequeño Stephen se hubiera suicidado y que sus padres tenían la culpa por sacarlo de la Escuela luego de haber sido enfáticamente avisados de que el niño podría intentar hacerse daño fuera del ambiente controlado en el que había hecho tantos progresos. Pollak salió furioso de la entrevista, pero les ocultó el secreto a sus padres. Veinte años después, cuando leyó las necrológicas rebosantes de elogios que los diarios dedicaron a Bettelheim, decidió investigarlo a fondo.
Pollak se tomó siete años para escribir su libro. Cuando lo publicó, en 1997, se convirtió instantáneamente en el texto canónico de la bibliografía anti-B: era tan exhaustivo que parecía encarnar por sí sólo todo el alegato de la acusación en el proceso público a Bettelheim. Los siguientes siete años fueron para la defensa y ésta presentó cuatro libros favorables al Doctor B: Rising to the Light (un retrato de Bettelheim escrito por su agente literario de toda la vida y amigo hasta la vejez, Theron Raines); Bruno Bettelheim: Une vie (primera biografía europea de B, publicada en París por Nina Sutton); The Pelican and After y Not the Thing I Was (dos testimonios escritos por ex alumnos de la Escuela Ortogénica, el primero en forma de novela, a cargo del escritor Tom Wallace Lyons, y el segundo como memoria, a cargo del filántropo graduado en Yale, Stephen Eliot).
Ninguno de los libros pro Bettelheim se atrevía a tomar punto por punto las acusaciones de Pollak y refutarlas con evidencia sólida. Como si no lo consideraran tarea suya, como si no lo hubieran leído incluso. Curiosamente, parecía que tampoco se habían leído entre sí. Cosa que sí hizo Robert Gottlieb, y así fue como terminó escribiendo el mejor alegato para la defensa en New York Review of Books (Gottlieb había sido el editor de los libros de Bettelheim en la editorial Knopf, antes de suceder a William Shawn en la dirección del New Yorker).
El texto de Gottlieb es la mejor defensa de Bettelheim porque no refuta muchas de las acusaciones que hace Pollak (y en algunos casos hasta las reconfirma). Pero también echa nueva luz sobre el asunto. Por el sencillo procedimiento de cruzar lo que dicen los diferentes libros y poner todo en contexto, Gottlieb logra que vaya invalidándose sola la información que carece de solidez, tanto en contra como en favor de Bettelheim, y de a poco va saliendo a la superficie el retrato de un hombre cuyas contradicciones fueron no sólo su perdición sino también la razón de su singularidad.
Pollak sostenía, por ejemplo, que los catorce años y los tres diplomas summa cum laude que Bettelheim decía haber obtenido en la Universidad de Viena eran en realidad sólo seis años y una licenciatura (sin honores) en filosofía. Tampoco había evidencia de que hubiera estudiado con Arnold Schoenberg, ni que perteneciera a un grupo clandestino de la resistencia, ni que Sigmund Freud supervisara su entrenamiento (en los registros de la Sociedad Psicoanalítica de Viena no figuraba como analista, ni como alumno). No había señales tampoco de sus estudios sobre problemas emocionales de niños y adolescentes. Gottlieb no negaba ni una sola de esas acusaciones. Pero a continuación reproducía los pobrísimos resultados que tenía la Escuela Ortogénica antes de Bettelheim y los asombrosos éxitos que tuvo después. Y señalaba una de las claves del caso: “Fueron los propios pacientes de la Escuela quienes convirtieron a Bettelheim en el terapeuta que fue”.
Pollak decía que Bettelheim tomaba niños que no eran autistas para alcanzar el promedio de mejoría del que se jactaba en sus libros. Gottlieb señalaba que, efectivamente, no todos los niños que ingresaban en la Escuela eran autistas, pero también había que decir que, en su gran mayoría, eran niños que ninguna otra institución educativa aceptaba. Pollak decía que Bettelheim golpeaba a los niños en la Escuela (en realidad, empezaba diciendo que abusaba de ellos, pero después aclaraba que ninguno de los ex alumnos que hablaron con él dijo haber sido molestado sexualmente, ni saber que le hubiera sucedido a otro compañero). Gottlieb citaba un testimonio de Jacquelyn Seevak Sanders, sucesora de Bettelheim en la dirección de la Escuela: “Yo también he golpeado niños a mi cargo. Cito las situaciones en las que lo hice: cuando se estaban haciendo daño a sí mismos o cuando estaban haciendo daño a otro, fuese un compañero o un miembro del personal, incluso yo misma. Prefiero ese riesgo que tenerlos sedados con pastillas o electroshock”.
Pollak demostraba que en Psicoanálisis de los cuentos de hadas aparecía un fragmento casi textual de un paper de 1963 escrito por el psiquiatra Julius Heuscher. Gottlieb citaba las siguientes palabras del propio Heuscher: “El trabajo de investigación para un libro requiere de asistentes, y a veces se cometen esa clase de errores. De todas maneras, considero un honor haber tenido influencia sobre Bruno Bettelheim”.
Pollak decía que, después de “culpar a la víctima” toda la vida (a los judíos por el Holocausto, a las madres por sus hijos autistas), Bettelheim había terminado sucumbiendo a su propia culpa, a la suma de engaños que era su vida. Gottlieb se limitaba a informar que Bettelheim tenía diabetes, artritis, dos episodios cardíacos, graves problemas circulatorios en las piernas y la próstata casi inutilizada cuando decidió suicidarse.
Vaya a saberse qué pretendía Robert Gottlieb: en Estados Unidos, a nadie le gusta volver a pensar en algo que ya se decidió, y el caso Bettelheim ya se había decidido cuando fue tapa de revista y segmento de noticiero.
Desde entonces no ha habido más ataques contra el Doctor B; de hecho, ya no se habla de Bruno Bettelheim. Ni siquiera en la Escuela Ortogénica de Chicago (que sigue en funcionamiento hasta el día de hoy, subvencionada ahora por la Fundación Ford). Los libros de Bettelheim están todos fuera de circulación, salvo Freud y el alma humana y Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Y ha de haber unos cientos, quizá medio millar de personas, desparramadas por todo Estados Unidos, a quienes la Escuela, o el Doctor B, les salvó la vida. Eso es lo que queda, en esta historia.
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