Domingo, 9 de noviembre de 2008 | Hoy
FAN > UNA ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA
Por Nicola Costantino
Bienal de Venecia, año 1995, el Palazzo Grassi, curaduría de Jean Claire, el tema del cuerpo en la mitad de los ’90. Todo el entorno era perfecto para preludiar lo que iba a ser mi momento más sublime frente a una obra de arte. El recorrido de la muestra por el palazzo fue a paso lentísimo, como debe mirarse una buena exposición, con paradas para recuperar el aliento frente a todas esas obras de maestros del decir con imágenes. Hasta llegar a Louise Bourgeois. Primero fue el encuentro con las jaulas. Las camillas y pertenencias de un habitante ausente. Todo daba a psiquiátrico. La única presencia del cuerpo en esas jaulas eran unas bellísimas manos talladas en mármol de Carrara. Después, fue el encuentro con el Arco de la histeria. Sigo considerando ese momento uno de esos instantes mágicos del individuo frente a la obra de arte. ¿Por qué? Porque no se puede explicar, porque me dejó sin palabras, porque todo era de una belleza dura y seca; formal y materialmente abrumadora y al mismo tiempo económica. Nunca vi un cuerpo tan torturado y de manera tan bella.
Louise Bourgeois tuvo para mí una actitud ejemplar como artista: hizo lo que su imaginario le mandaba hacer, sin importarle si a la gente le iba a gustar, si los galeristas lo iban a poder vender o si los críticos iban a poder teorizar. Con esta sensación inolvidable, un día charlando con Paulo Herkenhoff en Nueva York, me ofrece ir a conocer a Louise Bourgeois en su antigua casa de Chelsea. Yo simplemente no podía creer lo que me estaba diciendo. Al parecer, con un buen contacto, se podía acceder a visitar a esta señora de más de 90 años a la que cada tanto, los domingos a la tarde, se le daba por recibir artistas. Llegó el día, y yo, emocionada, me fui con una bandeja de muffins de Dean & De luca que me había costado una pequeña fortuna, los muffins más suaves y livianitos que encontré. Fui a la hora indicada a la dirección acordada y observé cómo un grupo de unas cinco personas más se encontraba ahí, con emociones parecidas. Nos abrió la puerta una mujer, o mejor dicho, alguien del género femenino pero con características de policía carcelaria. Nos guió a una habitación donde había una mesa tipo escritorio y varias sillas. Nos hizo sentar y nos indicó que esperáramos. Varios minutos después, veo a esta misma persona en el cuarto contiguo y me acerco para alcanzarle mi precioso paquete de muffins. Ni bien entré la mujer me echó con un grito, preguntándome quién me había dado autorización para salir de la habitación y que volviera a mi lugar a esperar hasta que la señora hiciera su aparición.
Pasaron casi dos horas. Todos estábamos aterrorizados mirándonos sin saber qué pensar, cuando por el pasillo vemos acercarse a la anciana idolatrada. Ella, casi sin saludar ni mirarnos, se sentó en el escritorio acompañada de un señor muy mayor que era su abogado. Durante otros cuarenta minutos mantuvieron entre ellos una conversación sobre temas personales mientras pellizcaban cada muffin hasta probarlos todos. Entonces ella, en un momento, dice “¿Quién trajo esto?”. Y yo, tímidamente levanté mi mano y dije “I”.
Terminada la charla con el abogado, preguntó si teníamos algo para mostrarle (me habían dicho que prefería ver obras directamente y no fotos). Cada uno le acercó algo. Ella miraba, preguntaba dos cosas y decía “Next!”. Yo era la última. Llegó mi turno. Entonces le acerqué una obra mía que era un corset de tetitas y, ahí nomás, Louise Bourgeois estalló en gritos de horror. Se tapaba la cara y gritaba y yo quería explicarle de qué se trataba, le decía que era de silicona y ella gritaba más y más, y el viejo abogado furioso me gritaba que sacara eso de ahí. Ya no me acuerdo los detalles, los borré de mi memoria, pero a los cinco minutos estábamos todos en la calle.
El aire fresco, la indiferencia de todos, me permitió desahogarme con un llanto corto pero intenso. Pero después de vagar un rato por el barrio, tratando de digerir lo que acababa de vivir, me di cuenta de que todo estaba en orden. ¿Qué podemos esperar de alguien que hace la obra que hace? Yo que siempre luché contra el artista correcto, moralmente intachable, proselitista, que se cree con el deber de trasuntar una moral impecable, ¡adoré a esa vieja maldita!
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