EL TEATRO COLóN, EN OBRA
› Por Diego Fischerman
Hay dos problemas y no uno. El más evidente, y el que más escandaliza a la prensa tradicional, es el que tiene solución. El otro es menos espectacular y nadie hace nada para evitarlo. El primero es la parálisis de las obras del Colón, su eterna reforma y la evidencia de que no sólo no abrirá para mediados del año próximo, como su director esperaría que sucediera, sino que muy probablemente ni siquiera en mayo de 2010, para el Bicentenario, tal como lo anunció el Jefe de Gobierno. Se sabe, sin embargo, que el Colón algún día reabrirá y, más allá de algún bluff informativo en el que aparecen planos delirantes con montones de bares y ningún camarín, se supone que, finalmente, su aspecto será bastante parecido al que tenía. Pero, aunque está claro que no es lo más deseable, un teatro puede llegar a funcionar sin sala (La Fenice de Venecia o el Covent Garden de Londres lo han hecho). Lo que no puede es existir sin programación. Y allí aparece el segundo problema, el más grave de los dos.
El apuro del Dr. Sanguinetti para que la sala se habilite antes de lo previsto tiene que ver con salvar la que hasta ahora es la única de sus ideas todavía no desmentida: la reapertura del teatro con la presencia de La Scala completa haciendo la producción de Zeffirelli de Aida, de Verdi, con un costo de entre 6 y 8 millones de euros. La Scala necesita condiciones de montaje y una anticipación para planificar in situ que el Colón no está en condiciones de ofrecer. Pero aun así, y tal vez por desconocimiento de lo que significan conceptos como “montaje escénico” o “condiciones técnicas”, la dirección apuesta allí todas sus fichas. Al fin y al cabo, si el uso de orquesta y coro del teatro en una producción privada de Carmina Burana, por el ballet de Iñaki Urlezaga –cuando, es obvio, el Colón tiene ballet propio y pagado por la ciudadanía aun en su inactividad–, pasó desapercibido, es posible que no genere escándalo la compra llave en mano de un espectáculo de La Scala, a un precio que alcanzaría para producir localmente alrededor de cuarenta títulos de ópera completos y en un año en el que, a pesar de ser el del Centenario, no habrá ni un solo estreno argentino.
En un intento por ideologizar lo que objetivamente corresponde a la ignorancia, se dice que los opositores lo son de los negocios. Pero esos negocios consisten en el canje de una sala por 120 joggings, como sucedió con el CETC. Si se pactara con Tinelli la filmación en el Colón de todo un ciclo llamado Bailando en los escombros que no alterara la programación propia y cuyo producido se destinara al encargo de nuevas óperas a los mejores dramaturgos y músicos argentinos, la cuestión sería otra. La dirección se defiende, por otra parte, diciendo que se trata simplemente de una gestión conservadora, rechazada por los zurditos de siempre –es decir Páginal12, que entre otras cosas denunció el escandaloso sobresueldo del ahora ex director supuestamente ejecutivo, Martín Boschet–. Más allá de que otros diarios no sospechables de zurdismo también critican los errores de esta gestión, debe señalarse que una gestión conservadora sería aquella que buscara reconstruir el canon de la música argentina, recuperando las grandes obras de Gaito, Ginastera o Boero. Sería conservadora la puesta en valor, apelando a ejes temáticos como el indigenismo o las luchas de la independencia, del repertorio del siglo XIX y los comienzos del XX en América latina. Sería conservadora la Misa de Gloria de Puccini en la catedral, para conmemorar los cien años de la sala. Y sería conservadora la coproducción con España y México, en 2010, de La Atlántida de Manuel de Falla.
Un recital con una sucesión de arias de distintas óperas, sin ninguna escena ni acto completo, y con errores técnicos en el montaje no es conservador sino pobre. Como es pobre la acumulación de recitales (más arias) a cargo de estudiantes avanzados de canto y como lo es la falta de proyectos de fuste para 2010. La otra defensa que Sanguinetti esgrime –además de echarle la culpa de todos los males al codirector echado– es su asumida ignorancia. Hasta ahora ésta es la gestión que más ha desmentido informaciones en la historia del Colón, incluyendo varios intentos de programación, siempre con el argumento de que el Dr. Sanguinetti nada sabía al respecto. O el ex rector del Colegio Nacional de Buenos Aires desestima la importancia de ciertos asuntos hasta que toman estado público, lo cual sería grave, o ignora casi todo lo que sucede en el teatro, lo que también sería grave. Mientras tanto, se pierde la única chance que un teatro como el Colón tendría de subsistir en el futuro sin desvirtuarse, que es la de insertarse en el mercado internacional de la ópera como productor eficaz, y a costos más bajos, de lo que otras salas podrían querer comprar.
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