Domingo, 23 de noviembre de 2008 | Hoy
MúSICA > EL CUáDRUPLE PIRATA DE BOB DYLAN
Bob Dylan sacó la octava entrega de ese género que prácticamente inventó: los Bootlegs, o piratas oficiales. Tell Tale Signs reúne una serie de grabaciones alternativas, versiones en vivo, canciones descartadas y temas compuestos para bandas de sonido. Pero sobre todo, lo que este disco cuádruple permite es seguir el mapa que lo llevó a sumergirse en el cancionero clásico y popular norteamericano a principios de los ’90, para emerger de él en una de las resurrecciones artísticas contemporáneas más impresionantes, inventando (una vez más) un sonido único, capaz de poseer como un espíritu cualquier canción y de volverse insoslayable (una vez más) para los modernos de mañana.
Por Greil Marcus
Se puede trazar un mapa de la transformación que Bob Dylan le ha traído a la música norteamericana en los últimos veinte años –una transformación en la forma en que él ha hecho eso música, pero quizás incluso más profundamente en la manera que la gente hoy la escucha–, y ese mapa se puede trazar en los primeros dos temas del tercer CD de Tell Tale Signs: un disco que se consigue sólo en el cruelmente caro Expanded Deluxe Edition. No quiero rezongar: lo que hay aquí está donde tiene que estar, y como lo resume una persona asociada con la producción del disco: “Al final, todo va a estar al alcance de todos: la gente se lo va a bajar de Internet”. El tiempo lo dirá.
Pero aquí está Bob Dylan en Chicago en 1992, versionando la canción folk “Duncan and Brady”, pocos meses antes de comenzar las investigaciones peladas y solitarias de las canciones norteamericanas más comunes –de las tradiciones blanca y negra– que salieron a la luz más tarde ese año con su Good as I Been to You y continuaron en 1993 con World Gone Wrong. Para estos discos, Dylan trabajó en su estudio casero, sin otros músicos, sin productor, con canciones que, en su repertorio, con frecuencia depredaban su primer álbum, el Bob Dylan de 1962; encontró más voz en las melodías, y se retorció y saltó más en su propia guitarra acústica que en sus palabras. Pero en Chicago, con el concepto todavía poco claro –con las canciones todavía esperando decirle cómo querían ser tocadas– Dylan se entregó al productor David Bromberg, un músico que, como se describe a un pomposo rabino en La conjura contra América de Philip Roth, “lo sabe todo. Lástima que no sabe más que eso”.
Una de las cosas que Bromberg no sabe es qué dejar afuera. Hay una historia de un pistolero y un barman que nunca, en más de un siglo de pasar de mano en mano, exigió ser tocada con bajo, batería, tres guitarras, dos partes de violines, dos partes de mandolinas, teclados, trompeta, saxofón, clarinete y trombón. La canción no sabe qué hacer con toda esta carga, y Dylan tampoco. La complicación, al final, vuelve a su propia falta de certeza sobre lo que es su música y para qué es; él estaba saliendo de más de diez años de desesperado manoteo por una canción que no sólo pudiera ser llevada al mercado, pero que demandara ser llevada al mundo. Así que trata valientemente de mantener el paso con el apurado clackety-clack de la gran banda como si dijera, momento a momento, esto se va a terminar en tres minutos, dos minutos, un minuto... No hay alma en la interpretación, y no hay cuerpo. Las viejas canciones que nacen a semejante vida críptica en Good as I Been to You y World Gone Wrong tomaron una forma diferente en 1997 con Time out of Mind. Allí temas como “Ragged and Dirty” de Blind Willie McTell y la balada británica de la bruma de los tiempos “Love Henry” cambian de piel y se visten con una nueva, transformándose en “Dirt Road Blues”, “Standing in the Doorway”, “Not Dark Yet”, “Tryin’ to Get to Heaven”, “Cold Irons Bound”. Sobre el escenario las canciones cambiaban de forma otra vez, como si estuvieran menos hechas que encontradas, desafiando a su compositor putativo a sostenerlas. En numerosos piratas reales –en oposición a los piratas oficiales de Dylan– era claro que “Cold Irons Bound” creció más rápido y más grande que cualquiera, pero nunca había escuchado algo como la interpretación de Tell Tale Signs del Bonnaroo Festival en Manchester, Tennessee, en 2004.
Durante muchos años de etapas de Dylan, Garnier en bajo y Campbell en guitarra lo han acompañado con una afinidad más profunda que cualquier otro, y el resultado aquí es que Dylan toma la canción con tanta autoridad que parece estar tocando todos los instrumentos, no sólo su propio piano y armónica. ¿Cómo podrían otras manos saber qué hacer? Todo se mueve tan rápido, con tanta energía encauzada, el ritmo su propia inundación, cortando sus propias orillas fuera de la melodía, la voz del cantante fuera de esta tierra a punto de reírse de su propio poder: después de todo, fue él quien hizo volar el dique originalmente. La pieza tiene el flash rockabilly de “Mystery Train” de Elvis Presley, la síncopa desafiante de “How Many More Years” de Howlin’ Wolf, la velada amenaza de “Mannish Boy” de Muddy Waters, el gusto por un infierno desatado de “Every Picture Tells a Story” de Rod Stewart.
En sus afinaciones más altas, el cantante parece estar intentando pasarse por encima, rugir contra el rugido, sonreír contra la sonrisa, promesa contra promesa, revolcándose en una especie de comedia de rutina stand-up sobrenatural entre dos hombres muy cercana al escuadrón de fusilamiento circular con que finaliza Perros de la calle. Se mueve con tanta aceleración que la música parece fragmentada, y uno atrapa ecos de voces de hace mucho tiempo, de antes de que nacieran los que tocan esta canción, susurrando que conocían la canción antes que el cantante, que siempre supieron que sonaba así, y que entienden el chiste: que cuando uno está “condenado a barrotes fríos”, uno está en camino a su lecho de muerte.
La música que Bob Dylan ha hecho desde 1992 está basada en la corazonada de que hay un cuerpo de canción americana, o una ética de la expresión americana, que es constante. Es una forma desparramada que en palabras y metáforas, riffs y quejidos, dudas y gritos, siempre puede ser redescubierta, y puede redescubrir y renovar a cualquiera que la recuerde, como si uno no sólo pudiera hablar, sino escuchar en lenguas.
Recopilando en su mayoría versiones alternativas de estudio o en vivo de material ya editado (“Ring them Bells” y “Most of the Time” del por lo demás acalambrado Oh Mercy de 1989, “Ain’t Talkin’” de Modern Times, 2006; composiciones de banda de sonido (“Huck’s Tune” de Lucky You, la interminable “Cross the Green Mountains” de la épica de la Guerra Civil Gods and Generals); y canciones abandonadas y ahora escuchadas por primera vez (“Marchin’ to the City”, “Dreamin’ of You”, “Red River Shore”, todas dejadas afuera de Time Out of Mind –los 27 tracks de Tell Tale Signs y los 12 temas adicionales en el paquete expandido trazan la exploración de Bob Dylan de este territorio–. Hay callejones sin salida (la programática “Dignity”, la canción de protesta ready-made “Everything is Broken”) y callejones hechos para asaltos, como “Tryin’ to Get to You”, con su inicial forma Carter Family disuelta sobre el escenario en Londres en 2000 cuando es cantada por alguien que se parece a Bob Dylan pero suena exactamente como la especie de crooner de los años ‘50 que el crítico Nick Cohn una vez describió como “blanco, astuto, de buen hablar, y falso hasta las uñas del pie”. Y es un tour de force.
Hay variaciones que no expanden las posibilidades de una canción sino que las agotan (las tres versiones de Time out of Mind de “Mississippi”, que fue regrabada para Love and Theft de 2001). Al principio Tell Tale Signs puede parecer una colección de viejas páginas, una pila de notas al pie y apéndices. Pero como demuestra el compendio compactado de 31 versiones en vivo grabadas durante 1993 de la canción folk “Jim Jones”, de Good as I Been to You –mientras en nueve meses la melodía de la canción se come la letra, la letra encuentra una nueva fuerza en su ritmo, y finalmente el ritmo gira hacia la abstracción, y el narrador de la canción, un prisionero enviado desde Londres hacia el pozo del infierno de la Australia del siglo XIX, se convierte en un filamento de su propia imaginación, su propio Holandés Errante sin salida al mar– no hay límite en lo que, si el espíritu es el correcto, Dylan puede hacer con una canción. Una interpretación que parece chata revela capas; un cantante que se pierde letras en sus propias palabras aparece buscando algo completamente diferente. La música que está aquí no será escuchada la primera vez.
Por esa razón, no tiene sentido decir que “Red River Shore”, a pesar de la tragedia de su historia, es tan abierta como las llanuras. Después de escucharla un par de veces, puede parecer demasiado dulce, no la tragedia que parece significar en absoluto. Cuando uno la escucha, puede ser reemplazada en el tope del chart de esta colección por “Most of The Time”, una canción compuesta con tanto cuidado que es posible imaginar que si Dean Martin o Fred Astaire hubieran tenido la oportunidad de grabarla, sus versiones serían mejores que la de Dylan; y tal como la interpreta Dylan, en solitario en el primer disco, con un calmo, recatado acompañamiento en el tercero, hace que uno pueda perder la cuenta del tiempo, al punto que el hecho de que Tell Tale Signs deje huellas sobre las últimas dos décadas de la música norteamericana, no necesite significado alguno.
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