Dom 30.11.2008
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CASOS > EL PROYECTO DE LE CORBUSIER PARA BUENOS AIRES

El arquitecto en su laberinto

Desde una primera visita en 1929, el gran arquitecto moderno Le Corbusier pensó en convertir a Buenos Aires en la ciudad del siglo XX. Se pasó dos décadas intentando un plan urbanístico a su medida; veinte años de idas, vueltas, intrigas, contactos, discípulos, traidores. Fue una frustración para él no poder realizarlo: hoy, ninguna obra de la ciudad lleva su firma. Todo ese proceso lo recoge La red austral. Obras y proyectos de Le Corbusier y sus discípulos en la Argentina (1929-1964), libro que este mes publica la Universidad Nacional de Quilmes: la historia de un plan –de una ciudad– que no fue. Y, de paso, una desmitificación y una reivindicación del gran maestro.

› Por Angel Berlanga

Cuando Le Corbusier llegó a la Argentina a bordo del “Massilia”, en la noche del sábado 28 de octubre de 1929, sus planes para construir algo aquí sintieron el impulso del destello visionario. “El mar unido, chato, sin límites a derecha e izquierda, arriba vuestro cielo argentino tan lleno de estrellas, y Buenos Aires, esa fenomenal línea de luz comenzando a la derecha en el infinito y esfumándose a la izquierda en el infinito, a ras del agua”, anotó en Précisions, el libro que escribiría dos meses después mientras viajaba de regreso a Europa, en donde recoge impresiones de su estadía y replantea sus ideas arquitectónicas y urbanísticas. Acá, en el puerto, lo esperaba Victoria Ocampo, a quien le había proyectado una casa que nunca se construiría. Lo habían contratado para dar diez conferencias y, con el correr de los días, percibió que la combinación entre el descomunal crecimiento de la ciudad, la relativa virginidad del sitio y la riqueza pampeana de entonces podrían darle el espacio y el tiempo perfecto para poner a sonar su sinfonía de ideas modernas, así que se largó con un plan integral para Buenos Aires que lo tuvo expectante durante dos décadas con idas, vueltas, intrigas, contactos, discípulos, traidores. Fue una frustración enorme para él, al final, y no hay una sola obra aquí que lleve su firma. Pero muchas de sus ideas prendieron temprano en la ciudad y pueden verse, desperdigadas, en obras encaradas por arquitectos argentinos.

El arquitecto Jorge Francisco Liernur escribió, con la “estrecha colaboración” de su colega Pablo Pschepiurca, La red austral. Obras y proyectos de Le Corbusier y sus discípulos en la Argentina (1929-1964), que este mes publica la Universidad Nacional de Quilmes. Está buenísimo el libro. Por varias razones. En principio, constituye una investigación exhaustiva desarrollada a lo largo de 32 años que accedió a materiales dispersos, ocultos y hasta ahora no conectados entre sí, que incluyen planos y correspondencias, archivos personales y testimonios directos. Luego, porque condensa la intensa relación del arquitecto suizo con el país y con diversos personajes en vistas a la posibilidad de hacer algo acá en tiempos en que América se percibía como futuro promisorio y Europa era, en contrapartida, guerra y guerra. Para seguir, porque reconstruye la relación con tres de sus discípulos que trabajaron un año con él desde octubre de 1937 en la elaboración de un ambicioso “Plan de Buenos Aires” en el atelier de la Rue de Sèvres, en París: los argentinos Juan Kurchan y Jorge Ferrari Hardoy, y el catalán Antonio Bonet, miembros fundadores luego del grupo modernista Austral, cuyas principales obras, manifiestos y acciones se analizan y despliegan; de ese intercambio, además, quedan a la vista afectos y jugadas para sacar provechos, el Maestro con una avanzada de elite que fogoneará sus ideas en pos de concretar algo, los discípulos con la chapa vanguardista y prestigiosa del artista. El libro da también una perspectiva entre qué cambió y qué problemáticas subsisten en la ciudad y echa luz sobre lo acomodaticio en cuanto a lo ideológico-socio-político de Le Corbusier, asunto que explica, en parte, por qué sus ideas unas veces se agitaban por derecha y otras por izquierda.

Parece útil, por las dudas, arrancar con una definición de Liernur acerca de Le Corbusier: “Para un público amplio podría decir que es a la arquitectura lo que fue Picasso a la pintura a lo largo del siglo XX –dice–. Es la gran figura que encarna con más claridad, masivamente, las características de la arquitectura moderna”. Semejante escala para un hombre de carne y hueso suele derivar en mitos; acá, sobre todo, circularon y subsisten un par, que Liernur procede a desmitificar: “Se lo asocia con la idea del funcionalismo, pero excede largamente eso. El fue quien propuso la fórmula ‘la casa es una máquina de habitar’, de acuerdo, pero reducirlo a eso es inexacto; fue un personaje muchísimo más complejo, para el que eran fundamentales el espíritu, el sentimiento, el arte, otras dimensiones de la existencia humana, además de lo funcional, o maquínico, o industrial”. El otro mito tiene que ver con las lecturas ideológicas: “En la Argentina sobre todo, y en el mundo en general, era una especie de bandera del progresismo –ubica Liernur–. En los años ’70 y ’80, y para mucha gente todavía hoy, había dos grandes bandos: el orgánico y de derecha, que seguía a Frank Lloyd Wright, y el racionalista y de izquierda, que seguía a Le Corbusier. Pero con el tiempo el real personaje fue saliendo a la luz y lo cierto es que distaba de ser un exponente de la izquierda”.

LA ARQUITECTURA DE LA NACION

La idea que Le Corbusier fue haciéndose de la ciudad y el país, antes de llegar, estuvo a cargo sobre todo de un par de señoritos que solían pasar temporadas en París: Ricardo Güiraldes y el coleccionista Alfredo González Garaño, su “gran amigo argentino”. Su mirada adhiere a la concepción idealizada de la pampa y de la elite terrateniente, que consideraba que vía producción campestre se motorizaba el progreso y la modernización material y cultural de cara al mundo. “Para Le Corbusier –escribe Liernur–, la fuerza de ese motor justificaba la matanza de aborígenes, los delitos, la manipulación de las instituciones, los arreglos por conveniencias personales o sectoriales con potencias extranjeras. (...) En esa visión estaban ausentes, o incluso desempeñaban un rol negativo, los sectores sociales –trabajadores industriales o empleados comerciales

y administrativos– que, producto de la inmigración masiva durante las décadas anteriores, maduraban en la década de 1920 dando lugar a la extensa, agitada, protagónica y compleja clase media rioplatense. En buena medida, habrían sido estos ‘recién llegados’ los culpables de la vulgarización de la cultura, del caos urbano, de la nueva conflictividad política e incluso del desdibujamiento de la identidad argentina”.

Impresionado por esa visión desde el río, Le Corbusier propuso la construcción de una “ciudad de los negocios”, una docena de torres vidriadas desplazadas hacia el sur de lo que es hoy el Centro porteño, con la intención de revitalizar el Riachuelo y articularlo con Avellaneda. Su propuesta también contemplaba la unión entre los ferrocarriles norte y sur, autopistas en el mismo sentido y la proyección de un aeropuerto sobre el río (la aeroísla de Menem y Alsogaray). ¿Qué representaban esos edificios tan puros y luminosos para Le Corbusier? “Sede de comando en el orden, en la organización, en la reflexión, en la grandeza, en el esplendor, en la dignidad, en la belleza”, escribió (algo desplazadas, después, Catalinas y Puerto Madero). Un ego grande que, supuso, sintonizaría con gente como Victoria Ocampo: trató de convencerla para hacerle un “rascacielito” sobre Libertador e incluso le proyectó una habitación con piscina para chapoteo con un amante, pero no hubo caso; años más tarde, cuando el arquitecto se alineara con el régimen de Vichy, durante la Segunda Guerra, Ocampo se distanciaría de él definitivamente.

Le Corbusier se relacionó aquí, sobre todo, con algunos funcionarios, artistas y arquitectos; entre estos últimos, Alberto Prebisch, Antonio Vilar y Wladimiro Acosta. Anduvo por Mar del Plata, San Antonio de Areco –lo de los Güiraldes– y La Plata. En un avión piloteado por Antoine de Saint-Exupéry viajó hasta Asunción, en uno de los primeros vuelos de la compañía Aeropostal: la inmensidad, el salvajismo natural visto desde el aire y la virginidad del territorio lo dejaron perplejo y le acentuaron el contraste entre el hacer del hombre y el de la naturaleza. “La mirada aérea es fundamental para Le Corbusier, porque es la mirada del demiurgo –dice Liernur–. Fue algo extraordinario para él y cuenta los efectos de ese viaje en Precisiones”. En el libro escribió: “Y en Buenos Aires, ante la total aridez, la ausencia de todo, ¡intentar levantar la ciudad del siglo XX!”. El edificio Barolo, por ejemplo, le parecía un “pastiche” que sólo le mereció sarcasmo, aunque cuando fue construido era la estructura en hormigón armado más alta del mundo.

También se hizo tiempo para un viaje en hidroavión a Montevideo. La ciudad le encantó y quedó impresionado, dice Liernur, con el progresismo oriental; en una charla que dio en la Facultad de Arquitectura dijo que se alegraba de tener obra en Moscú. “Y tanto más cuanto que tal encargo parte de un gobierno socialista –subrayó el Maestro–. Me fastidiaría, por ejemplo, que los fascistas me alabaran. Creo que el hombre que se dice esprit nouveau debe serlo de una manera integral, es decir, debe poseer ese espíritu nuevo en materia estética, política, social (...). El izquierdismo parcial me parece anodino”. “A la vez que trataba de venderle un proyecto a Mussolini estaba construyendo la sede de la Administración de Agricultura en Moscú –grafica Liernur–. Es un animal arquitectónico y su visión del hombre y el mundo excede la política. A diferencia de un literato o un pintor, un arquitecto necesita del poder, del dinero, o las cosas no se realizan. De ahí su actitud de seducción al poder, sea de izquierda o de derecha. En todo caso es totalitario, más allá del signo político, porque como arquitecto y urbanista se pone en el lugar del demiurgo. El tiene que ser quien tome las grandes decisiones, digamos, y para eso tiene que arrimarse a quien tenga poder, sea Nehru en la India, en la segunda posguerra, o sea Victoria Ocampo. Hay que pensar que eran tiempos mucho más complejos que lo que nos mostró la Guerra Fría”.

PLANEAR BUENOS AIRES EN PARIS

Cuando los jovencitos Kurchan y Ferrari Hardoy se le aparecieron en su atelier de París, encandilados con su figura, Le Corbusier los enganchó para trabajar en el Plan para Buenos Aires. En un año estuvo listo: era mucho más específico que aquellos bocetos iniciales de 1929 e incluía varias modificaciones. Los rascacielos de la ciudad de los negocios se erguían en una plataforma sobre el río y eran el extremo de una línea que tenía del otro lado Plaza Congreso, donde se consolidaba un centro cívico; en cruz, hacia el norte, el parque, y hacia el sur, el área productiva. El proyecto ya incluía la General Paz y Ciudad Universitaria. Y proponía un puerto en Avellaneda y una “transformación molecular” de la grilla de manzanas. Se trataba de un plan que combinó ideas propias con otras ya desarrolladas a nivel local, con alguna variación, y eso, dice Liernur, relativiza otro mito corbusierano: su radicalidad e inclinación a la tabla rasa.

En 1938 los discípulos volvieron a la Argentina; junto a Kurchan y Ferrari vino Bonet, que llevaba ya más tiempo con Le Corbusier: tenía parientes acá, era republicano y por entonces en España –Franco mediante– se destruía bastante más que se construía. Junto a otros profesionales conformaron el Grupo Austral, concebido como herramienta para promover la arquitectura moderna y su ideario, que excedía la edificación: el trío diseñó la famosa silla BKF –iniciales de sus apellidos–, muy vendida en los Estados Unidos (aunque les dejó chirolas en materia de derechos de autoría). Se vincularon con industriales, artistas, funcionarios e influyentes, en muchos casos con la activa participación y padrinazgo del Maestro. También con trabajadores: Kurchan era profesor en la Universidad Obrera de la Construcción. El libro despliega los progresivos desarrollos individuales y grupales, las fidelidades y despegues en cuanto a lo conceptual respecto de las ideas de Le Corbusier, y cómo fue incidiendo la política y la historia: allá guerra y posguerra, acá Década Infame, Ramírez, Perón. Especial interés merecen los planes urbanísticos para Mendoza y San Juan, el atelier para artistas de Bonet en Paraguay y Suipacha, el edificio Los eucaliptos, en la calle Virrey del Pino, de Ferrari y Kurchan.

En 1947 parecía que el Plan para Buenos Aires se les daba: a la intención planificadora del peronismo se sumó que un amigo de Ferrari, Guillermo Borda, fue nombrado secretario de Obras Públicas de la Municipalidad. Los discípulos fueron contratados para instrumentarlo y buscaron que, en reconocimiento a su autoría, se incluyera a Le Corbusier. Pero no hubo caso: agarrado al nacionalismo, Borda fue tajante en su oposición a que el plan se atribuyera a un extranjero. El trío, además, fue tomando distancia de algunas ideas urbanísticas de un Maestro que pasó de exultante, con los pichones ahí, a indignado con la demora en el reconocimiento: llevaba casi dos décadas roscando y nada. Liernur transcribe la carta lapidaria que le mandó, en 1949, a Ferrari Hardoy, en la que los trata de deshonestos, incapaces y traidores: “Ustedes son unos pobres diablos”, concluye. Ese mismo año, Borda fue despedido de su cargo y el Plan se derrumbó: a esa altura se habían empezado a hacer los cimientos para un conjunto residencial en el Bajo Belgrano, viviendas para 50.000 habitantes en gigantescos monoblocks, “manzanas verticales” inmersas en amplios espacios que desterraban la cuadrícula.

El último capítulo del libro es la pormenorizada historia de la casa que el doctor Pedro Curutchet le encargó a Le Corbusier en La Plata, diseñada a la distancia y dirigida aquí primero por Amancio Williams y luego por Simón Ungar: el médico acabó echándolos a los dos. La casa tardó seis años en ser construida, le costó mucho más de lo que pensaba y cuando se instaló tenía goteras-cataratas, pero Curutchet terminó contento: “El público en general va comprendiendo cada vez más esta obra que a muchos les pareció tan extraña al principio –le escribió–. Esta es ‘la casa de Le Corbusier’: me honra ser el propietario”.

A Liernur le parece problemático, a esta altura, “un urbanismo concebido desde un único centro de poder y decisión”, algo medular en la concepción de Le Corbusier. “Pero hay que pensar en que es un hombre de comienzos del siglo XX, tampoco hay que ser anacrónico”, dice. Otra época, otras mentalidades. “Yo reivindico muchas cosas de él –señala–. La idea de ciudad densa, de edificios en altura, con el suelo liberado y parque, sigue siendo grande. Creo que sigue valiendo la pena frente a la idea de comunidades cerradas, tipo Nordelta. Tiene mucho criticable, también, pero quizá cierta radicalidad es una de las funciones de los maestros del pensamiento: no dan la pequeña receta pero ayudan a pensar en los grandes temas. El maneja, además, la idea de utopía, y piensa en soluciones en vistas al futuro, un planteo de que las cosas pueden llegar a ser diferentes. Seré antiguo, pero me parece estupendo: ahora el futuro ha muerto, nadie habla de él. Todo es pragmatismo e inmediatismo, y a lo sumo nostalgia del pasado. Para mí sigue siendo una figura extraordinaria que se atrevía a tirar los dados, a jugar hacia el futuro”.

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