› Por Silvina Ocampo
Un velorio en el campo, en una casa en ruinas. Poco a poco un resplandor rosado invade el cielo de la noche. Algunas personas salen, maravilladas, a mirar ese rosado que no parece avenirse al duelo. Miles de pájaros cantan, al principio en un susurro, luego ensordecedoramente.
–Un cielo tan lindo me asusta –dice una señora–. Augura cataclismos, sobrevienen las inundaciones o las sequías. Qué sé yo.
–No seas pájaro de mal agüero –contesta otra señora, arrancando una hoja de una enredadera, que muerde insistentemente.
Atraído por la belleza del amanecer, el extravagante grupo se aleja un poco del lugar del velorio. Los hombres fuman, dos mujeres se miran en sus espejitos o toman café. Mugidos y un cencerro se destacan entre los otros sonidos de la aurora campestre. El canto de un gallo o de una torcaza no debe faltar.
Eladio, el peoncito, llega corriendo, empapado de agua o de sudor. Anuncia con una voz que retumba:
–Arde el monte. Las casuarinas están en llamas.
Toda la gente sale del cuarto donde velaban a Armando Heredia.
Eladio explica:
–La casita del guardabosque está en peligro. Allí quedó, dormida, la hijita menor de la familia. Ahora nadie se atreve a salvarla de las llamas.
Un momento que parece interminable distrae a la concurrencia que velaba atentamente al muerto. En el interior de la casa, un señor rápidamente hurga en un armario, saca un prismático, caen una careta y disfraces viejos, vuelve a meterlos en el armario y sale a mirar el bosque en llamas.
Dentro del redondel del cristal vemos el bosque incendiado.
–Es cierto –musita el señor–. Las llamas suben al cielo.
Cuando la gente vuelve al cuarto del velorio, la incipiente luz de los cirios nos muestra el cajón vacío y caras atónitas. A todos aterra esa inexplicable desaparición, pero más los aterra el incendio que parece acercarse. Indecisos, entran y salen. Entonces ocurre un hecho más terrible aún por el camino, a lo lejos, en cámara lenta, alguien con un fardo en brazos; a medida que se acerca se distinguen las facciones de la cara, tiznada, quemada. El que se acerca es Armando, el muerto, llevando en brazos, sana y salva, a la chica del guardabosques.
–¿Cómo sucedió?
–Un poder sobrenatural.
–¿Sólo Dios conoce el misterio de
la vida?
–Quizá la bruja podría explicarnos...
–¿Dónde está la bruja?
–¿Resucitó?
–La última broma que nos hizo –exclama una voz escandalizada.
–¡Tan de Armando! –dice una mujer, abanicándose.
La concurrencia, con aire festivo, lo rodea. Alguna de las señoras toma en brazos a la niña y la cubre de besos.
Todos felicitan, abrazan al héroe. La madre, llorando, le ofrece una taza de café que él bebe con dificultad, como si quemara. El padre torpemente le alcanza el azúcar.
–¿No han probado el café con lágrimas? –pregunta Armando.
–Con júbilo –acota una señora.
La niña ríe; y cabalga sobre un caballo imaginario. Salen a tomar aire. Desde afuera, por una ventana, Armando mira la habitación, el cajón vacío, los cirios y musita:
–A mí nunca me gustaron los velorios. Da unos pasos y con la mirada busca el incendio, que ya no resplandece en el cielo, gracias a Dios y a los dos o tres paisanos que lo apagaron a su manera: con unas arpilleras y unas latas con agua.
Este relato inédito está incluido en la reedición de Autobiografía de Irene, el libro de cuentos de Silvina Ocampo que Editorial Sudamericana distribuye por estos días en Argentina.
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